Trad. Lluís Mª Todó. Impedimenta, Madrid, 2010. 240 pp. 19 €
Trad. Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. El Olivo Azul, Sevilla, 2010. 216 pp. 19 €.
Alba González
Que una misma obra se publique a la vez en dos editoriales cuyos fondos tienden a rescatar precisamente piezas olvidadas o jamás traducidas sólo puede indicarnos que ya era hora de contar con una edición moderna de El jardín de los suplicios. Hasta el momento, al lector interesado en esta novela de Octave Mirbeau (1848-1917) sólo le quedaba rastrear ediciones de dudoso gusto publicadas en los 80 en todo el ámbito hispano o recurrir a la lengua original.
Lo que se va a encontrar quien abra cualquiera de estas dos ediciones es una novela que resume su época y que tiene por mérito hacerlo a través de la mejor codificación de la mujer fatal en la literatura finisecular, a la vez que realizando una despiadada crítica al colonialismo y a la civilizada e ilustrada Europa. El lector puede quedarse con el erotismo o con la política y de hecho así se ha leído en esta centuria, saltando más a la vista el escándalo de lo primero. Hay que recordar sin embargo que este jardín es hijo de la Francia del affaire Dreyfus y sus consecuencias políticas; siendo en ella no menos importante la revolución ideológica y estética que desde À rebours de Huyssmans venía conformándose.
El jardín de los suplicios se compone de tres partes que como tales se crearon de forma autónoma pero se integran a la perfección. En la primera, “Frontispicio”, varios hombres de letras y de la política hablan sobre el mal en abstracto (concretando, leit motiv de época, en la mujer). Uno de ellos, radicalmente callado y sombrío, termina abriendo la boca para contar que precisamente mal y mujer se unen en la historia que es en sí tema de la novela. Durante la segunda parte, “En misión”, sabemos cómo ese hombre fue mandado de expedición científica para apartarlo de no pocos problemas políticos en París. En uno de los trayectos marítimos conoce a una mujer inglesa que viaja sola hacia China, Clara, y cae perdidamente enamorado de ella. Clara será la protagonista de la tercera parte, que da nombre al conjunto de la novela. Ese jardín es un hermoso lugar lleno de plantas y porcelanas de ensueño, que realmente sirve como espacio de torturas para la prisión local. Una vez a la semana, las puertas se abren para que los turistas (de nuevo mayoritariamente mujeres) puedan alimentar con carne putrefacta a los condenados mientras observan los tormentos. No hace falta decir que lo que Clara considera la más alta experiencia de placer y de belleza, deja no pocos escalofríos en el anónimo protagonista.
Tras el auge de Zola y su naturalismo, el mal y lo monstruoso pasan a interesar a los autores jóvenes de otra manera. No es tanto pintar al natural la realidad humana como descubrir el atractivo oscuro que ese otro lado del (supuesto) bien entraña. Los propios escritores del fin de siglo serán considerados degenerados y monstruos por una sociedad que no entiende cómo su juventud no resulta productiva y vigorosa, dinamitando las bases de la sociedad burguesa del momento. Pero El jardín de los suplicios nos enseña que esa sociedad de impecable doble moral sexual tiene no pocas taras filosóficas. Mirbeau nos ofrece dos mundos, la Francia ilustrada y civilizada (o el afán científico del Imperio Británico del que procede Clara) frente a una China salvaje y bárbara que no conoce los parabienes de la modernidad. No hace falta decir que con la agudeza que le es propia, el autor se encarga de contarnos que los adjetivos tal vez deban intercambiarse. Si una obra como El corazón de las tinieblas es elusiva en su planteamiento del colonialismo, encontraremos aquí una pieza que puede competir en calidad pero desde luego se muestra mucho más hiriente para con la civilización europea. Dice el anónimo protagonista tras la intensa sesión en el Jardín: «¡Y son los jueces, los soldados, los sacerdotes, los que, por todas partes, en las iglesias, los cuarteles, los templos de la justicia, se afanan en la obra de la muerte!» (pág. 211 en Impedimenta).
Pero lo que sin duda más llama la atención de esta novela es su protagonista. Clara, viajera inglesa que en sus rasgos muestra el canon de la femme fatale a la manera prerrafaelita y delicada; una mujer que cree más hermosa que la vida la muerte y desde luego la muerte y el dolor los entiende como formas sublimes del amor y de la belleza. Con estos mandamientos que están más allá de los que Dorian Gray profesó, el horror se despliega ante los ojos del narrador y de sus lectores; el hombre que en París creía haber descendido a los infiernos y haber caído en las mayores bajezas, se siente un niño ante ese monstruo que es Clara: «¡Los monstruos!..., ¡los monstruos!... En primer lugar, ¡no hay monstruos!... Lo que tú llamas monstruos son formas superiores o que escapan, simplemente, a tu concepción… ¿Acaso los dioses no son monstruos?... ¿Acaso el hombre de genio no es un monstruo, como el tigre, como la araña, como todos los individuos que viven por encima de las mentiras sociales, en la resplandeciente y divina inmoralidad de las cosas?... Pero entonces, ¡yo también soy un monstruo!»(pág. 174 en El olivo azul). Y desde luego Clara es ese monstruo que puebla poemas, novelas, alucinaciones y cuadros en todo el período del cambio de siglo, metonimia del peligro y la caída, pero sobre todo de la tentación.
Si una sociedad es represora en su moral bajo argumentos de decencia y progreso, podemos pensar que no se debe a un riesgo real de disolución de quién sabe qué costumbres. Prohibir es cerrar bajo siete llaves los propios demonios. Esos demonios de la Europa finisecular son los que desata Mirbeau en El jardín de los suplicios, demonios que en parte, aunque bajo otros nombres, siguen siendo radicalmente contemporáneos.
Trad. Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. El Olivo Azul, Sevilla, 2010. 216 pp. 19 €.
Alba González
Que una misma obra se publique a la vez en dos editoriales cuyos fondos tienden a rescatar precisamente piezas olvidadas o jamás traducidas sólo puede indicarnos que ya era hora de contar con una edición moderna de El jardín de los suplicios. Hasta el momento, al lector interesado en esta novela de Octave Mirbeau (1848-1917) sólo le quedaba rastrear ediciones de dudoso gusto publicadas en los 80 en todo el ámbito hispano o recurrir a la lengua original.
Lo que se va a encontrar quien abra cualquiera de estas dos ediciones es una novela que resume su época y que tiene por mérito hacerlo a través de la mejor codificación de la mujer fatal en la literatura finisecular, a la vez que realizando una despiadada crítica al colonialismo y a la civilizada e ilustrada Europa. El lector puede quedarse con el erotismo o con la política y de hecho así se ha leído en esta centuria, saltando más a la vista el escándalo de lo primero. Hay que recordar sin embargo que este jardín es hijo de la Francia del affaire Dreyfus y sus consecuencias políticas; siendo en ella no menos importante la revolución ideológica y estética que desde À rebours de Huyssmans venía conformándose.
El jardín de los suplicios se compone de tres partes que como tales se crearon de forma autónoma pero se integran a la perfección. En la primera, “Frontispicio”, varios hombres de letras y de la política hablan sobre el mal en abstracto (concretando, leit motiv de época, en la mujer). Uno de ellos, radicalmente callado y sombrío, termina abriendo la boca para contar que precisamente mal y mujer se unen en la historia que es en sí tema de la novela. Durante la segunda parte, “En misión”, sabemos cómo ese hombre fue mandado de expedición científica para apartarlo de no pocos problemas políticos en París. En uno de los trayectos marítimos conoce a una mujer inglesa que viaja sola hacia China, Clara, y cae perdidamente enamorado de ella. Clara será la protagonista de la tercera parte, que da nombre al conjunto de la novela. Ese jardín es un hermoso lugar lleno de plantas y porcelanas de ensueño, que realmente sirve como espacio de torturas para la prisión local. Una vez a la semana, las puertas se abren para que los turistas (de nuevo mayoritariamente mujeres) puedan alimentar con carne putrefacta a los condenados mientras observan los tormentos. No hace falta decir que lo que Clara considera la más alta experiencia de placer y de belleza, deja no pocos escalofríos en el anónimo protagonista.
Tras el auge de Zola y su naturalismo, el mal y lo monstruoso pasan a interesar a los autores jóvenes de otra manera. No es tanto pintar al natural la realidad humana como descubrir el atractivo oscuro que ese otro lado del (supuesto) bien entraña. Los propios escritores del fin de siglo serán considerados degenerados y monstruos por una sociedad que no entiende cómo su juventud no resulta productiva y vigorosa, dinamitando las bases de la sociedad burguesa del momento. Pero El jardín de los suplicios nos enseña que esa sociedad de impecable doble moral sexual tiene no pocas taras filosóficas. Mirbeau nos ofrece dos mundos, la Francia ilustrada y civilizada (o el afán científico del Imperio Británico del que procede Clara) frente a una China salvaje y bárbara que no conoce los parabienes de la modernidad. No hace falta decir que con la agudeza que le es propia, el autor se encarga de contarnos que los adjetivos tal vez deban intercambiarse. Si una obra como El corazón de las tinieblas es elusiva en su planteamiento del colonialismo, encontraremos aquí una pieza que puede competir en calidad pero desde luego se muestra mucho más hiriente para con la civilización europea. Dice el anónimo protagonista tras la intensa sesión en el Jardín: «¡Y son los jueces, los soldados, los sacerdotes, los que, por todas partes, en las iglesias, los cuarteles, los templos de la justicia, se afanan en la obra de la muerte!» (pág. 211 en Impedimenta).
Pero lo que sin duda más llama la atención de esta novela es su protagonista. Clara, viajera inglesa que en sus rasgos muestra el canon de la femme fatale a la manera prerrafaelita y delicada; una mujer que cree más hermosa que la vida la muerte y desde luego la muerte y el dolor los entiende como formas sublimes del amor y de la belleza. Con estos mandamientos que están más allá de los que Dorian Gray profesó, el horror se despliega ante los ojos del narrador y de sus lectores; el hombre que en París creía haber descendido a los infiernos y haber caído en las mayores bajezas, se siente un niño ante ese monstruo que es Clara: «¡Los monstruos!..., ¡los monstruos!... En primer lugar, ¡no hay monstruos!... Lo que tú llamas monstruos son formas superiores o que escapan, simplemente, a tu concepción… ¿Acaso los dioses no son monstruos?... ¿Acaso el hombre de genio no es un monstruo, como el tigre, como la araña, como todos los individuos que viven por encima de las mentiras sociales, en la resplandeciente y divina inmoralidad de las cosas?... Pero entonces, ¡yo también soy un monstruo!»(pág. 174 en El olivo azul). Y desde luego Clara es ese monstruo que puebla poemas, novelas, alucinaciones y cuadros en todo el período del cambio de siglo, metonimia del peligro y la caída, pero sobre todo de la tentación.
Si una sociedad es represora en su moral bajo argumentos de decencia y progreso, podemos pensar que no se debe a un riesgo real de disolución de quién sabe qué costumbres. Prohibir es cerrar bajo siete llaves los propios demonios. Esos demonios de la Europa finisecular son los que desata Mirbeau en El jardín de los suplicios, demonios que en parte, aunque bajo otros nombres, siguen siendo radicalmente contemporáneos.
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