Trad. Luis Gago. Seix Barral, Barcelona, 2009. 800 pp. 24 €
Alberto Luque Cortina
El siglo XX, ya veremos lo que viene, ha sido un siglo de iconos culturales proyectados con el potente foco de los mass media. Se me ocurren algunos nombres: Marilyn, Ché Guevara, Picasso, los Beatles, Einstein, Mickey Mouse, ¿seguimos?, aquí cabe todo el mundo. En este santuario multitudinario escasean los compositores de la mal llamada música “clásica”. Salvo contadas excepciones —Stravinsky sería una de ellas—, sus nombres son sólo conocidos, y venerados, por un número reducido de fieles. Es como si las grandes estrellas del rock y del pop hubieran relevado a aquellos del papel social que en el XIX cumplían los Wagner, Verdi, Mahler.
El repertorio del XX, especialmente el de su segunda mitad, no es precisamente popular. Existen, desde luego, muchas causas para que esto suceda, pero ninguna lo justifica. Curiosamente, incluso entre quienes atesoran versiones de las variaciones Goldberg, hay una tendencia a identificar la música del XX con el “ruido”, prejuicio infundado, pues si algo define a este periodo es su fascinante diversidad. Alex Ross (1968), crítico del New Yorker, ha intentado poner orden en este gran fresco musical de un siglo, por lo demás, convulso en todos los órdenes sociales.
Los no iniciados en la música contemporánea, y por extensión en la de las primeras décadas del XX, podrían leer esta introducción con recelo: al fin y al cabo no parece que el tema resulte, en principio, apasionante. De nuevo, los prejuicios. El ruido eterno, apropiadamente traducido por Luis Gago, es un libro muy interesante, riguroso y ameno, pero sobre todo es una guía fiable para adentrarse en un archipiélago sonoro alucinante, accesible para el oyente a través numerosos sitios en Internet, comenzando por el blog del Alex Ross y siguiendo por algunas webs gratuitas, como Spotify, donde el lector podrá ilustrar musicalmente las explicaciones del autor.
Así, de la mano de Ross, podemos adentrarnos en un siglo muy estimulante dominado por la sombra de Arnold Schoenbeg, de quien Strauss afirmó: «Sería mejor si se dedicara a quitar nieve con una pala que a llenar pentagramas de garabatos». Hasta la “venida” de Schoenberg, gurú del atonalismo y el dodecafonismo, los hallazgos sonoros de Debussy, del propio Strauss, o incluso de Stravinsky —no olvidemos que Schoenberg compuso Ewartung en 1909, cuatro años antes de la Consagración—, podrían considerarse tímidos intentos de encontrar nuevos caminos a los abiertos por la música tonal. El compositor vienés exhibió también una presunta, y a veces desafiante, indiferencia ante las reacciones que su música pudiera provocar entre el público, filosofía que asumieron algunos de sus herederos musicales con ferocidad combativa.
En realidad, esta actitud no era muy diferente de la adoptada por los artistas plásticos de las primeras vanguardias del siglo XX, reflejo del cambio que se estaba produciendo en la forma de entender el arte. Basta con recordar que una de las obras más influyentes del arte contemporáneo es… el urinario que en 1917 Duchamp expuso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La referencia a Duchamp no es gratuita, pues también ejerció una fuerte influencia sobre los jóvenes músicos, por ejemplo sobre Cage, que en 1952 estrenó 4´33´´ una composición en tres movimientos en la que el pianista no toca una sola nota (en Youtube puedes ¿escuchar? sus versiones para solista —con David Tudor, su mejor intérprete— u orquesta, y que cada cual saque sus propias conclusiones). Elliot Carter, al referirse a su segundo cuarteto (1959) comentó muy schoenbergianamente: «Decidí escribir por una vez una obra muy interesante para mí mismo y mandar al infierno al público y también a los intérpretes».
Partiendo de que estos apuntes, casi capturados al “azar”, pueden transmitir una imagen frívola y distorsionada de estos compositores a quien desconozca su trayectoria, evidencian el distanciamiento creciente entre los músicos y el público, en un intento de los primeros por hallar nuevas dimensiones sonoras. Es cierto que algo parecido sucede con la pintura o la escultura, pero para desgracia de los músicos, que tienen que vivir de subvenciones, la música no se subasta en Sotheby´s.
En realidad, este paseo por la música del siglo XX es también un repaso a nuestra historia reciente: la república de Weimar, el New Deal, los totalitarismos, o la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias: el macarthismo o la escuela de Darmstadt, ese laboratorio musical creado en la ciudad alemana tras la guerra que acabó convocando a músicos como Messiaen, Ligetti, Kagel, Nono, Boulez, o Stockhausen, entre muchos otros. Sin perder su interés, es cierto que, en ese recorrido, el “canon” de Ross puede resultar discutible, especialmente por lo que se refiere a la importancia que da a los músicos estadounidenses. La relevancia, por ejemplo, que otorga a Gershwin o a Copland contrasta con la práctica ausencia de compositores británicos como Vaughan Williams, Finzi o Walton, que si bien no fueron “rompedores”, ocupan su lugar en la música del XX.
Las ausencias y las presencias son siempre controvertidas en una obra de estas características, más aún en una historia demasiado reciente y aún inconclusa. El asunto pierde interés si consideramos que la música contemporánea ha provocado, precisamente, la desintegración del canon; sólo de este modo adquiere sentido la afirmación de Cage: «Amo los sonidos tal y como son». ¿Virgil Thomson antes que Varèse? ¿Realmente importa? En último extremo, esta atomización de la música conduce a la exaltación del gusto particular y resuelve también la cuestión de por qué la música contemporánea no es popular. La respuesta llega con la negación de la pregunta: qué importa. La popularidad no es, per se, un criterio artístico. Cada música busca a su oyente y este libro es una sugerente invitación a que cada cual encuentre la suya.
Alberto Luque Cortina
El siglo XX, ya veremos lo que viene, ha sido un siglo de iconos culturales proyectados con el potente foco de los mass media. Se me ocurren algunos nombres: Marilyn, Ché Guevara, Picasso, los Beatles, Einstein, Mickey Mouse, ¿seguimos?, aquí cabe todo el mundo. En este santuario multitudinario escasean los compositores de la mal llamada música “clásica”. Salvo contadas excepciones —Stravinsky sería una de ellas—, sus nombres son sólo conocidos, y venerados, por un número reducido de fieles. Es como si las grandes estrellas del rock y del pop hubieran relevado a aquellos del papel social que en el XIX cumplían los Wagner, Verdi, Mahler.
El repertorio del XX, especialmente el de su segunda mitad, no es precisamente popular. Existen, desde luego, muchas causas para que esto suceda, pero ninguna lo justifica. Curiosamente, incluso entre quienes atesoran versiones de las variaciones Goldberg, hay una tendencia a identificar la música del XX con el “ruido”, prejuicio infundado, pues si algo define a este periodo es su fascinante diversidad. Alex Ross (1968), crítico del New Yorker, ha intentado poner orden en este gran fresco musical de un siglo, por lo demás, convulso en todos los órdenes sociales.
Los no iniciados en la música contemporánea, y por extensión en la de las primeras décadas del XX, podrían leer esta introducción con recelo: al fin y al cabo no parece que el tema resulte, en principio, apasionante. De nuevo, los prejuicios. El ruido eterno, apropiadamente traducido por Luis Gago, es un libro muy interesante, riguroso y ameno, pero sobre todo es una guía fiable para adentrarse en un archipiélago sonoro alucinante, accesible para el oyente a través numerosos sitios en Internet, comenzando por el blog del Alex Ross y siguiendo por algunas webs gratuitas, como Spotify, donde el lector podrá ilustrar musicalmente las explicaciones del autor.
Así, de la mano de Ross, podemos adentrarnos en un siglo muy estimulante dominado por la sombra de Arnold Schoenbeg, de quien Strauss afirmó: «Sería mejor si se dedicara a quitar nieve con una pala que a llenar pentagramas de garabatos». Hasta la “venida” de Schoenberg, gurú del atonalismo y el dodecafonismo, los hallazgos sonoros de Debussy, del propio Strauss, o incluso de Stravinsky —no olvidemos que Schoenberg compuso Ewartung en 1909, cuatro años antes de la Consagración—, podrían considerarse tímidos intentos de encontrar nuevos caminos a los abiertos por la música tonal. El compositor vienés exhibió también una presunta, y a veces desafiante, indiferencia ante las reacciones que su música pudiera provocar entre el público, filosofía que asumieron algunos de sus herederos musicales con ferocidad combativa.
En realidad, esta actitud no era muy diferente de la adoptada por los artistas plásticos de las primeras vanguardias del siglo XX, reflejo del cambio que se estaba produciendo en la forma de entender el arte. Basta con recordar que una de las obras más influyentes del arte contemporáneo es… el urinario que en 1917 Duchamp expuso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. La referencia a Duchamp no es gratuita, pues también ejerció una fuerte influencia sobre los jóvenes músicos, por ejemplo sobre Cage, que en 1952 estrenó 4´33´´ una composición en tres movimientos en la que el pianista no toca una sola nota (en Youtube puedes ¿escuchar? sus versiones para solista —con David Tudor, su mejor intérprete— u orquesta, y que cada cual saque sus propias conclusiones). Elliot Carter, al referirse a su segundo cuarteto (1959) comentó muy schoenbergianamente: «Decidí escribir por una vez una obra muy interesante para mí mismo y mandar al infierno al público y también a los intérpretes».
Partiendo de que estos apuntes, casi capturados al “azar”, pueden transmitir una imagen frívola y distorsionada de estos compositores a quien desconozca su trayectoria, evidencian el distanciamiento creciente entre los músicos y el público, en un intento de los primeros por hallar nuevas dimensiones sonoras. Es cierto que algo parecido sucede con la pintura o la escultura, pero para desgracia de los músicos, que tienen que vivir de subvenciones, la música no se subasta en Sotheby´s.
En realidad, este paseo por la música del siglo XX es también un repaso a nuestra historia reciente: la república de Weimar, el New Deal, los totalitarismos, o la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias: el macarthismo o la escuela de Darmstadt, ese laboratorio musical creado en la ciudad alemana tras la guerra que acabó convocando a músicos como Messiaen, Ligetti, Kagel, Nono, Boulez, o Stockhausen, entre muchos otros. Sin perder su interés, es cierto que, en ese recorrido, el “canon” de Ross puede resultar discutible, especialmente por lo que se refiere a la importancia que da a los músicos estadounidenses. La relevancia, por ejemplo, que otorga a Gershwin o a Copland contrasta con la práctica ausencia de compositores británicos como Vaughan Williams, Finzi o Walton, que si bien no fueron “rompedores”, ocupan su lugar en la música del XX.
Las ausencias y las presencias son siempre controvertidas en una obra de estas características, más aún en una historia demasiado reciente y aún inconclusa. El asunto pierde interés si consideramos que la música contemporánea ha provocado, precisamente, la desintegración del canon; sólo de este modo adquiere sentido la afirmación de Cage: «Amo los sonidos tal y como son». ¿Virgil Thomson antes que Varèse? ¿Realmente importa? En último extremo, esta atomización de la música conduce a la exaltación del gusto particular y resuelve también la cuestión de por qué la música contemporánea no es popular. La respuesta llega con la negación de la pregunta: qué importa. La popularidad no es, per se, un criterio artístico. Cada música busca a su oyente y este libro es una sugerente invitación a que cada cual encuentre la suya.
1 comentario:
Mi más sentida enhorabuena al reseñista de este apasionante libro. Se trata de una obra tan atractiva de leer como una buena novela. Que Alex Ross coincida con James Wood (autor de "Mecanismos de la ficción") en el New Yorker, dice que los ensayistas más rigurosos y amenos (eruditos sin resultar pedantes) de la actualidad salen de ese entorno. Felicidades.
Coradino Vega.
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