Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 142 pp. 15 €
Fernando Sánchez Calvo
La primera vez que leí a Esther García Llovet no fue hace mucho, quizás poco menos de un año. Concretamente disfruté de un cuento que publicó en la antología Todo un placer, coordinada por Elena Medel, y de la cual hice una reseña en este mismo blog. Era un relato de cuyo título quiero acordarme pero no puedo (presté el libro). También quiero acordarme del nombre de su protagonista, pero tampoco puedo (presté el libro). Sí que recuerdo que se narraba el despertar sexual de una chica que había concentrado todas sus energías en recorrer de punta a punta la ciudad, la región, para reunirse con un tipo, no sé si mucho mayor que ella. Vienen a mi mente ahora también una casa en las afueras y un taxi o el coche de un extraño. Argumento banal pues el del cuento (sobre todo si tenemos en cuenta que mi memoria falla) pero, y eso sí lo recuerdo, rodeado de una mezcla explosiva, como he visto pocas veces, de realismo y poesía. Normalmente cuando se intentan combinar estos dos ingredientes o sus derivados (crueldad, reflexión, etc) nace como resultado algo chusco, algo inverosímil o algo indecente. Esther García Llovet se arriesgó y salió algo muy muy decente.
Lo mismo ha sucedido con su novela Las crudas, publicada por Ediciones El Viento. Lirismo y cierto apego a la faceta más prosaica de este mundo articulan la historia de Esmiz, el peculiar propietario de un restaurante de moda en la acomodada zona de la bahía. Mafioso, machista, estafador, ni siquiera podemos decir que su vida cambia cuando conoce a Perica, una camarera salvadoreña sin papeles. Ésta, nihilista sin saber qué significa “nihilista”, madre soltera de Bico (un crío que desde los principios ha nacido para ser carne de realities) quiere trabajo y se supone que también estabilidad para ella y la enfermedad de su hijo. Del mismo modo Esmiz necesita un símbolo, un indicio, que le devuelva la cara amable de la existencia, la fe que le permita salir o por lo menos nadar sobre el mundo que él mismo y otros se han encargado de fabricar. Ese indicio es Perica. En este punto entra la sórdida visión de Esther García Llovet: ni una tregua (casi), ni un atisbo de esperanza (casi) para dos personas que están condenadas a sufrirse, a desearse (no siempre bilateralmente) y, desde luego, a rehacer constantemente sus trayectorias. No hay (casi) tiempo para mostrar amor y aun así, Esmiz, con la ayuda de un dinero ganado ilegalmente, de sus contactos y de su extravagante amigo el Italiano, no cejará en el empeño de conseguir lo único que puede empezar a dar una pizca de sentido a aquel brillante estercolero humano que es la zona de la bahía.
Como con el famoso cuento de cuyo título, de cuya historia y de cuya protagonista no puedo acordarme (presté el libro), también me ocurrirá que olvidaré, dentro de tres semanas o cuatro a lo sumo, la historia de Las crudas. Y sin embargo no pasará nada. Perderé la trama (secundaria siempre) a cambio de quedarme con los nombres de los protagonistas y, por encima de cualquier dato, con el espíritu de esta magnífica novela. No recordaré qué pasó, pero sí cómo sucedieron las cosas en ella y qué bofetada recibió mi cerebro al terminar de leerla. Al y fin y al cabo, es lo que distingue a una buena novelista de un escritor.
Fernando Sánchez Calvo
La primera vez que leí a Esther García Llovet no fue hace mucho, quizás poco menos de un año. Concretamente disfruté de un cuento que publicó en la antología Todo un placer, coordinada por Elena Medel, y de la cual hice una reseña en este mismo blog. Era un relato de cuyo título quiero acordarme pero no puedo (presté el libro). También quiero acordarme del nombre de su protagonista, pero tampoco puedo (presté el libro). Sí que recuerdo que se narraba el despertar sexual de una chica que había concentrado todas sus energías en recorrer de punta a punta la ciudad, la región, para reunirse con un tipo, no sé si mucho mayor que ella. Vienen a mi mente ahora también una casa en las afueras y un taxi o el coche de un extraño. Argumento banal pues el del cuento (sobre todo si tenemos en cuenta que mi memoria falla) pero, y eso sí lo recuerdo, rodeado de una mezcla explosiva, como he visto pocas veces, de realismo y poesía. Normalmente cuando se intentan combinar estos dos ingredientes o sus derivados (crueldad, reflexión, etc) nace como resultado algo chusco, algo inverosímil o algo indecente. Esther García Llovet se arriesgó y salió algo muy muy decente.
Lo mismo ha sucedido con su novela Las crudas, publicada por Ediciones El Viento. Lirismo y cierto apego a la faceta más prosaica de este mundo articulan la historia de Esmiz, el peculiar propietario de un restaurante de moda en la acomodada zona de la bahía. Mafioso, machista, estafador, ni siquiera podemos decir que su vida cambia cuando conoce a Perica, una camarera salvadoreña sin papeles. Ésta, nihilista sin saber qué significa “nihilista”, madre soltera de Bico (un crío que desde los principios ha nacido para ser carne de realities) quiere trabajo y se supone que también estabilidad para ella y la enfermedad de su hijo. Del mismo modo Esmiz necesita un símbolo, un indicio, que le devuelva la cara amable de la existencia, la fe que le permita salir o por lo menos nadar sobre el mundo que él mismo y otros se han encargado de fabricar. Ese indicio es Perica. En este punto entra la sórdida visión de Esther García Llovet: ni una tregua (casi), ni un atisbo de esperanza (casi) para dos personas que están condenadas a sufrirse, a desearse (no siempre bilateralmente) y, desde luego, a rehacer constantemente sus trayectorias. No hay (casi) tiempo para mostrar amor y aun así, Esmiz, con la ayuda de un dinero ganado ilegalmente, de sus contactos y de su extravagante amigo el Italiano, no cejará en el empeño de conseguir lo único que puede empezar a dar una pizca de sentido a aquel brillante estercolero humano que es la zona de la bahía.
Como con el famoso cuento de cuyo título, de cuya historia y de cuya protagonista no puedo acordarme (presté el libro), también me ocurrirá que olvidaré, dentro de tres semanas o cuatro a lo sumo, la historia de Las crudas. Y sin embargo no pasará nada. Perderé la trama (secundaria siempre) a cambio de quedarme con los nombres de los protagonistas y, por encima de cualquier dato, con el espíritu de esta magnífica novela. No recordaré qué pasó, pero sí cómo sucedieron las cosas en ella y qué bofetada recibió mi cerebro al terminar de leerla. Al y fin y al cabo, es lo que distingue a una buena novelista de un escritor.
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