Trad. Atalaire. Acantilado, Barcelona, 2010. 152 pp. 12 €
Alejandro Luque
En un café, tres amigos se desayunan con la misma noticia: un grupo de estadounidenses de una organización caritativa ha sido detenido en la frontera de la República Dominicana cuando trataba de sacar a 33 niños haitianos de su país. “Qué horror, quién puede secuestrar a esas criaturas”, dice uno. “Allí donde se los lleven, estarán mejor que en su casa”, dice otro. “Seguro que iban a prostituirlos”, tercia el último. Son tres comentarios habituales que dejan ver las trampas y los lugares comunes a los que tan frecuentemente cedemos cuando hablamos de menores, adopciones y tutelas.
Natalia Ginzburg (1916-1991) quiso abordar una controversia análoga en una serie de textos que conforman el libro Serena Cruz o la verdadera justicia. El caso en cuestión es el de una humilde familia turinesa que a finales de los 80 acogió a una niña filipina, hallada en un contenedor de basura de Manila y trasladada a Italia sin expediente de adopción, bajo simulación de ser el fruto de una relación adulterina. A pesar de que la niña se adaptó con rapidez a su nueva vida y demostró notables progresos, el Tribunal de Menores italiano intervino y se abrió un proceso que desembocó en la retirada de la custodia a los padres adoptivos, con la subsiguiente polémica —tan italiana, por otra parte— entre partidarios y detractores.
Ginzburg, la más vehemente abanderada de permitir que la niña siguiera al lado de sus nuevos padres, se propone entonces desgranar concienzudamente todas las circunstancias del caso, con opositores de la talla de Norberto Bobbio, poniendo el acento en el bienestar de Serena y en el horrible daño que la justicia iba a infligir al matrimonio al arrebatarla de sus brazos. No resulta fácil aceptar todos y cada uno de los puntos de vista de la autora, pero al cabo el lector acaba entendiendo al menos dos cosas: Una, que no se trata tanto de imponernos su parecer como de obligarnos a reflexionar por un instante sobre cuestiones en las que solemos pensar con ligereza; y dos, que lo que subyace en el texto es una durísima invectiva contra la deshumanización de los jueces —aferrados a la letra de la ley e incapaces por ello de interpretar la realidad con cierta perspectiva— y del sistema en general, pues los trabajadores sociales y las instituciones de acogida también se llevan su parte. El enemigo a batir son los tibios, según la bíblica acepción, y contra ellos arremete sin concesiones.
Aunque de familia turinesa, Ginzburg debió de recibir de su Palermo natal la idea de familia —chistes de mafiosos aparte— como asunto central de la vida italiana. Dicha idea atraviesa sus obras capitales, desde Las palabras de la noche a Léxico familiar, pasando por la novela epistolar Querido Miguel. Pero advertimos de que su enfoque tiene muy poco que ver con la visión integrista de familia que suele exhibir la Conferencia Episcopal española. Su opinión del aborto, presente también en los ensayos de Ginzburg, es por ejemplo de un laicismo sin fisuras.
Encendida de pasión, la escritora camina a veces por la cuerda floja de la demagogia. Por un lado, es consciente de que el Estado debe extremar las precauciones y garantías antes de entregar a un niño a unos padres adoptivos, pues los errores en este sentido suelen tener consecuencias irreparables; y, por otro, se exaspera al desentrañar la tupida red de trabas burocráticas que retrasan los expedientes. También cae en la tentación de apelar al desamparo para justificar el comportamiento del matrimonio protagonista. «Los ciudadanos —escribe— forman parte del Estado. Tienen todo el derecho a ser socorridos por el Estado cuando sufren graves problemas. Es un estricto deber del Estado socorrerlos. No lo cumple. No no lo cumple, aunque debería hacerlo. No lo cumple, y en cambio hace trizas a las familias. Separa a los hijos de los padres. A los hermanos de los hermanos. Entonces, ¿qué debemos pensar de un Estado así?».
O recurre al socorrido principio de proporcionalidad para comparar este caso con la corrupción generalizada del país, de modo que el asunto de Serena Cruz parece pecata minuta: «Si lo pensamos en el marco de todo lo que sucede hoy en Italia [el libro apareció en 1990], si lo pensamos junto a otros fraudes innobles, abyectos y siniestros que se cometen a diario, por motivaciones abyectas e innobles, entonces el burdo engaño de este hombre, si es que lo hubo, parece un engaño leve».
La argumentación de Ginzburg es no obstante tan vigorosa y emocionante que imposibilita la indiferencia y estimula un debate, necesario aún hoy, que no siempre tiene la suerte de ser planteado desde la buena literatura.
Alejandro Luque
En un café, tres amigos se desayunan con la misma noticia: un grupo de estadounidenses de una organización caritativa ha sido detenido en la frontera de la República Dominicana cuando trataba de sacar a 33 niños haitianos de su país. “Qué horror, quién puede secuestrar a esas criaturas”, dice uno. “Allí donde se los lleven, estarán mejor que en su casa”, dice otro. “Seguro que iban a prostituirlos”, tercia el último. Son tres comentarios habituales que dejan ver las trampas y los lugares comunes a los que tan frecuentemente cedemos cuando hablamos de menores, adopciones y tutelas.
Natalia Ginzburg (1916-1991) quiso abordar una controversia análoga en una serie de textos que conforman el libro Serena Cruz o la verdadera justicia. El caso en cuestión es el de una humilde familia turinesa que a finales de los 80 acogió a una niña filipina, hallada en un contenedor de basura de Manila y trasladada a Italia sin expediente de adopción, bajo simulación de ser el fruto de una relación adulterina. A pesar de que la niña se adaptó con rapidez a su nueva vida y demostró notables progresos, el Tribunal de Menores italiano intervino y se abrió un proceso que desembocó en la retirada de la custodia a los padres adoptivos, con la subsiguiente polémica —tan italiana, por otra parte— entre partidarios y detractores.
Ginzburg, la más vehemente abanderada de permitir que la niña siguiera al lado de sus nuevos padres, se propone entonces desgranar concienzudamente todas las circunstancias del caso, con opositores de la talla de Norberto Bobbio, poniendo el acento en el bienestar de Serena y en el horrible daño que la justicia iba a infligir al matrimonio al arrebatarla de sus brazos. No resulta fácil aceptar todos y cada uno de los puntos de vista de la autora, pero al cabo el lector acaba entendiendo al menos dos cosas: Una, que no se trata tanto de imponernos su parecer como de obligarnos a reflexionar por un instante sobre cuestiones en las que solemos pensar con ligereza; y dos, que lo que subyace en el texto es una durísima invectiva contra la deshumanización de los jueces —aferrados a la letra de la ley e incapaces por ello de interpretar la realidad con cierta perspectiva— y del sistema en general, pues los trabajadores sociales y las instituciones de acogida también se llevan su parte. El enemigo a batir son los tibios, según la bíblica acepción, y contra ellos arremete sin concesiones.
Aunque de familia turinesa, Ginzburg debió de recibir de su Palermo natal la idea de familia —chistes de mafiosos aparte— como asunto central de la vida italiana. Dicha idea atraviesa sus obras capitales, desde Las palabras de la noche a Léxico familiar, pasando por la novela epistolar Querido Miguel. Pero advertimos de que su enfoque tiene muy poco que ver con la visión integrista de familia que suele exhibir la Conferencia Episcopal española. Su opinión del aborto, presente también en los ensayos de Ginzburg, es por ejemplo de un laicismo sin fisuras.
Encendida de pasión, la escritora camina a veces por la cuerda floja de la demagogia. Por un lado, es consciente de que el Estado debe extremar las precauciones y garantías antes de entregar a un niño a unos padres adoptivos, pues los errores en este sentido suelen tener consecuencias irreparables; y, por otro, se exaspera al desentrañar la tupida red de trabas burocráticas que retrasan los expedientes. También cae en la tentación de apelar al desamparo para justificar el comportamiento del matrimonio protagonista. «Los ciudadanos —escribe— forman parte del Estado. Tienen todo el derecho a ser socorridos por el Estado cuando sufren graves problemas. Es un estricto deber del Estado socorrerlos. No lo cumple. No no lo cumple, aunque debería hacerlo. No lo cumple, y en cambio hace trizas a las familias. Separa a los hijos de los padres. A los hermanos de los hermanos. Entonces, ¿qué debemos pensar de un Estado así?».
O recurre al socorrido principio de proporcionalidad para comparar este caso con la corrupción generalizada del país, de modo que el asunto de Serena Cruz parece pecata minuta: «Si lo pensamos en el marco de todo lo que sucede hoy en Italia [el libro apareció en 1990], si lo pensamos junto a otros fraudes innobles, abyectos y siniestros que se cometen a diario, por motivaciones abyectas e innobles, entonces el burdo engaño de este hombre, si es que lo hubo, parece un engaño leve».
La argumentación de Ginzburg es no obstante tan vigorosa y emocionante que imposibilita la indiferencia y estimula un debate, necesario aún hoy, que no siempre tiene la suerte de ser planteado desde la buena literatura.
4 comentarios:
No me ha gustado. El libro solo aporta la opinión de la autora sobre el caso, repitiendo sus ideas una y otra vez, empleando para ello 150 páginas, pero que podía haberse resumido en una. Además es aburrido de leer.
No pasa nada con el punto de vista del blog, considero que debio de hacerse una apreciación mas detallada, ordenada y logica.
Hola javi soy cecilia morales estoy en busqueda de una copia del libro.de natalia, pero no he logrado conseguirlo quería perguntarte donde la encontraste tu? Saludos
Yo en la biblioteca publlica lo encontre
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