viernes, febrero 29, 2008

Vida del Señor de Molière, Mijaíl Bulgákov

Trad. Ricardo San Vicente. Montesinos, Barcelona, 2007. 228 pp. 15 €

Sofía Rhei

Bulgákov, él mismo apasionado autor teatral y condenado a penurias y castigos por su falta de adhesión al régimen comunista (equiparables en cierto modo a los caprichos del azar y de la aristocracia que vapulearon a Molière) despliega una red de empatía con las desventuras del gran dramaturgo: la decadente corte del Rey Sol, con sus interminables intrigas palaciegas, se convierte en un símbolo de todos los lugares en los que el poder se combina inevitablemente con el miedo.
«Al día siguiente el señor Molière recibió una notificación oficial de las autoridades de París en la que se le hacía saber que en lo sucesivo se prohibía representar su obra Las preciosas ridículas».
El autor, víctima de la censura estalinista en tantas ocasiones, siempre toma partido por Jean-Baptiste, pero no evita hablar de sus errores y fracasos y tampoco niega que pudiera ser cierto que Armande, la tercera esposa del dramaturgo francés, pudiera haber sido al mismo tiempo su hija carnal. Lo que Bulgákov admira es el arrollador talento de su personaje, no necesariamente sus cualidades morales: la fascinación hacia su rapidez escribiendo («en el tiempo que transcurrió entre el nacimiento y el bautizo del niño, Molière escribió y puso en escena su nueva comedia»), su don con el verso, su empeño en sacar adelante nuevos proyectos, su búsqueda de un estilo capaz de satisfacer tanto al público como a sí mismo.
El mismo respeto absoluto, la misma ternura hacia la persona dotada de genio que se adivina en la Margarita de El maestro y Margarita están presentes explícitamente en el narrador de este libro, demiurgo que no esconde ser el propio Bulgákov. Esta empatía da una vibración especial a la escritura, que consigue crear emoción a partir de anécdotas históricas que podrían haber resultado áridas en otras plumas.
La historia de Molière está narrada en orden cronológico, incluso desde antes de su nacimiento: comienza con una escena teatral, en la que el autor se introduce como personaje y dialoga con la comadrona. A partir de ahí, y dando muestras de haber llevado a cabo una exhaustiva investigación histórica, se va desgranando al completo la historia no sólo de Jean Baptiste Poquelin, sino de todos los personajes que le rodean, que en muchos casos resultan fascinantes: Nicolás Fouquet, condenado a cadena perpetua por haber escrito un billete amoroso a la amante del rey, la cocinera La Foret («mujer a quien, según las murmuraciones parisinas, Molière leía en primer lugar sus nuevas comedias para saber si eran o no cómicas»), un tal Neufvillaine capaz de retener en su memoria una comedia entera con sólo verla seis veces, el fabulista La Fontaine, gran amigo de Molière, o los dramaturgos Racine y Corneille, que terminaron por no serlo. También se una enternecedora importancia a los donantes privados que en numerosas ocasiones salvaron las espaldas de Molière, citándolos con nombre y apellidos con una gratitud que parece nacer personalmente del propio Bulgákov.
Se trata sin duda de un libro capaz de satisfacer a lectores muy diferentes: los degustadores de detalladas reconstrucciones históricas, los fascinados por el teatro, los que se dejan arrastrar por una narración cuyo estilo vivo a veces puede recordar un cuento, los que disfrutan buscando sutiles subtextos de carácter político, los amantes de las biografías llenas de detalles amorosos y de intrigas sociales y políticas. Con tantos ingredientes sabiamente mezclados, y sobre todo gracias al talento narrativo apasionado del escritor ruso (y a la excelente traducción, capaz de conseguir ese sabor bulgakoviano al que nos hemos aficionado en sus demás obras), se trata de un libro altamente recomendable, muy entretenido, cuyas páginas parecen pasarse solas al ritmo frenético de la vida del obstinado, ambicioso, vulnerable y genial Molière.

jueves, febrero 28, 2008

Encuentro en el infinito, Klaus Mann

Trad. Heide Braun. El Nadir Ediciones, Valencia, 2007. 302 pp. 22 €

Miguel Baquero

En el año 1932, en una Alemania que vive la fiebre del nacionalsocialismo, se publica Encuentro en el infinito, de Klaus Mann, hijo del famoso autor Thomas Mann, y autor él mismo de mediano prestigio en su país. La novela fue recibida en su día con gran frialdad, cuando no con severas críticas tanto por parte de los nacionalsocialistas en auge, que vieron en Encuentro en el infinito y sus descarnadas descripciones de consumo de drogas, ambientes sórdidos y relaciones homosexuales, el cuadro de unas «indecencias endemoniadas» que podían llevar «a los enemigos de la patria a demostrar una barbarie generalizada de las costumbres en Alemania», como por parte de críticos de índole marxista (supervivientes todavía en medio del furor que comenzaba a cobrar forma) que no dudaron en calificar la novela de «obra inmunda» que se limitaba «a copiar la vida sin extraerle ningún significado». Quizás la raíz de estas críticas por parte del marxismo haya que buscarla en algunas escenas del libro, donde, con una naturalidad asombrosa para el lector de hoy en día, se nos narra cómo los elementos izquierdistas, en el Berlín de la época, se sentían profundamente atraídos por el führer deslumbrante, tanto así que un Gregor Grigoriev de ascendencia eslava y pasado comunista (carne de cámara de gas, como se sabría poco después) no puede dejar de contemplar embelesado (¡esos son nuestros hombres!) un desfile de camisas pardas.
En realidad, Encuentro en el infinito choca al lector actual porque, por un lado, refleja ese caos de opiniones que hoy, que conocemos el resultado, nos parecen imposibles (¡marxistas, eslavos e incluso judíos atraídos por la estética y el discurso nazi!), pero que en la época, 1932, poco antes de que se disolviera la democracia parlamentaria alemana, era el ambiente que reinaba en las calles. Pero también nos desconcierta porque, en medio del hundimiento del barco, nos presenta a unos seres concernidos por las mismas cuestiones que hoy en día nos asaltan a nosotros, tipos en cuyos problemas y su expectativas vitales reconocemos las nuestras actuales, asistimos a la vivencia de la homosexualidad, al consumo de drogas, a la prisa por vivir, características que nos parecen exclusivas de nuestro tiempo pero que sin embargo ya estaban ahí, ocupando el corazón humano aun en medio de la catástrofe. Es tal vez por ello, porque este Encuentro en el infinito encierra una verdad última y humilde que nada tiene que ver con las grandes ideas, por lo que los nazis acabaron por decretar la quema de los ejemplares del libro y por lo que, posteriormente, en la Alemania que reencontraba los ideales democráticos, la novela fue reeditada con cierta desgana.
No sólo por traernos a la luz este pedazo de la cruda realidad (sin heroísmos, sin grandes miserias, lo que curiosamente amplifica el drama de aquellos días) es Encuentro en el infinito una novela interesante. La novela de Klaus Mann se inscribe dentro de una corriente muy poderosa en los años 30, una forma de entender la novela que andaba a la par de las teorías científicas de aquellos años. Unas teorías que, por un lado, postulaban que no había una realidad única y cartesiana, sino que todo a nuestro alrededor es relativo, variable, indeterminado; teorías asimismo que descubrían de pronto el campo del subconsciente y el mecanismo en virtud del cual funcionan nuestros sentidos y percibimos el mundo. Eran novelas que hablaban de una realidad distinta, realmente diferente en función del espectador, una realidad confusa y relativa. Una nueva novela para un mundo nuevo.
Esta forma diferente de narrar, que marcó a varias generaciones, se abrió con obras como el Ulysses de Joyce, o Contrapunto de Aldous Huxley (Proust exploraba asimismo la nueva sensibilidad), se afianzó con logros del nivel del Cuarteto de Alejandría o de Manhattan Transfer (un vago reflejo de esta, más centrada en el aspecto literario que en su conexión con lo científico, nos llegó a través de La colmena celiana), y acabó por extinguirse en los años 60 con el nouveau roman y en España con la que se conoció como novela metafísica. A partir de esta época (afortunadamente para algunos, desgraciadamente para otros), la novela se despojó de su conexión metafórica con los avances científicos y médicos (psicológicos) y volvió en gran manera al modo antiguo de contar, se embebió en sí misma y desistió (tal vez no supo aguantar el ritmo) de avanzar al compás de la ciencia. En muchos aspectos, retornó a los antiguos modos de un siglo atrás... pero esto ya es otra historia.
Lo que ahora nos ocupa es hacer ver al lector cómo Encuentro en el infinito participa de lleno en el pensamiento literario y científico de su época. Recursos (recién descubiertos entonces) como el monólogo interior o el flujo de conciencia la conectan con las preocupaciones psicológicas de aquel tiempo; mientras que el hecho de que el libro cuente las vidas paralelas de dos personajes que (y en esto el título es muy ilustrativo) corren parejas, comparten amistades, pero nunca llegan a encontrarse, quiere ser una metáfora de esa nueva concepción del mundo en virtud de la cual no hay una sola realidad inmutable y total, sino tantas realidades como intervinientes en ella, y realidades tan diferentes como diferentes e infinitas son las formas de captar el universo.
A día de la fecha, en que la novela ha vuelto (tal vez no tanto por pereza como por necesidad) a la peripecia, a la intriga y al esquema clásico, resulta reconfortante, sin embargo, de vez en cuando echar la vista atrás y volver a aquella época en que, a la par que las antorchas comenzaban a desfilar por las calles de Berlín, también los hombres de ciencia y los hombres de letras parecían encontrarse hermanados en busca de la forma de avanzar, pese a todo, en medio de aquella barbarie.

miércoles, febrero 27, 2008

El juego de Caín, César Mallorquí

Espasa, Madrid, 2007. 264 pp. 19,90 €

Elia Barceló

Todos los que hemos seguido a César Mallorquí desde los años noventa sabemos que es un contador de historias en estado puro. Sus primeras novelas —El coleccionista de sellos, que ya era una novela policíaca, además de fantástica— y novelas cortas —El círculo de Jericó— están entre la mejor ciencia ficción producida en España. Cuando empezó a escribir literatura para jóvenes lectores, dio muestras de su gran talento narrativo en obras como El último trabajo del señor Luna, La cruz de Eldorado, La catedral, o mi favorita, La mansión Dax.
Ahora nos ofrece de nuevo una novela para público adulto —aunque hay que reconocer que, como dice él mismo, no hay mucha diferencia entre contar historias para jóvenes o para mayores— que contiene todos los elementos necesarios para ofrecer el placer de lectura al que nos tiene acostumbrados. En esta ocasión, César nos brinda una novela policíaca clásica, al estilo de los grandes maestros estadounidenses de los años treinta y cuarenta, pero con menos sordidez y con más sentido del humor.
La protagonista, Carmen Hidalgo, una treintañera madrileña, propietaria de una pequeña agencia de detectives, narra en primera persona el caso que ha tenido que resolver. El presidente del Club de Fútbol Chamartín le encarga, haciendo gran hincapié en la confidencialidad, que investigue la vida de su jugador estrella: un joven colombiano que le ha costado muchos millones al club y ahora empieza a comportarse de modo francamente sospechoso.
Carmen acepta el caso, aunque no sabe nada del mundo del fútbol, y en seguida se ve envuelta en una situación cada vez más complicada y peligrosa a la que sólo podrá hacer frente con la ayuda de sus colaboradores que incluyen personajes tan exóticos como un asesino a sueldo esquizofrénico, una hacker obesa y una pandilla de motoristas
Cuando construye una historia, Mallorquí se apoya en dos pilares básicos: el misterio y el ritmo. Cada personaje que aparece, cada fragmento de conversación, cada llamada de móvil es una nueva pieza de un rompecabezas que nos estimula a reconstruir la imagen que no se nos revelará hasta el final. Sabemos que el narrador nos escamotea información, pero a la vez nos suministra datos que nos hacen plantearnos la resolución del caso como si formáramos parte del equipo encargado de hacerlo, y esos datos nos llegan constantemente, a un ritmo endiablado, sin darnos casi respiro. Apenas existen reflexiones o monólogos interiores; las descripciones son cortas y efectivas, lo suficiente para reconocer el mundo real en el que se mueven los personajes; el hecho de que la novela esté narrada en primera persona hace que nunca podamos asistir al mundo interior de los demás personajes y eso hace que el ritmo se acelere en la lectura. La prosa de Mallorquí en El juego de Caín es clara y efectiva, sin preciosismos ni demoras, al servicio de la historia, directa y actual.
El caso se desenvuelve a un ritmo imparable con constantes momentos de tensión y las vueltas de tuerca que esperamos sus lectores habituales hasta una resolución limpia y satisfactoria que nos deja un buen sabor de boca, aunque sea agridulce.
No puedo entrar en reflexiones sobre la temática profunda de la obra, a la que alude el título, porque, para hacerlo, tendría que destripar una de las mejores sorpresas de la historia y sería una tración, tanto al autor como a los lectores. Me limitaré a decir que, como toda buena novela negra, va más allá de un simple whodunnit, de un simple acertijo para dar con el culpable y pasar un buen rato haciéndolo.
La novela se lee de un tirón. Y en mi caso es literal: la empecé y la terminé en la misma tarde, pero no porque tuviera prisa en quitármela de encima, al contrario. Si la leí tan rápido es porque estaba deseando saber qué iba a pasar, cómo iba a resolver la intriga. Simplemente, porque la estaba disfrutando y no me apetecía parar ni tenía que gratificarme con ninguna otra cosa al final de cada capítulo. Luego, evidentemente, me dio lástima que se hubiese acabado, pero me consuelo pensando que sé de buena fuente que César nos ofrecerá pronto otro caso de Carmen Hidalgo.
Es decir, no se les ocurra empezarla después de cenar porque, cuando cierren el libro al final de la lectura, no les quedarán ya más que un par de horas de descanso.

martes, febrero 26, 2008

Contra la desnudez, Oscar Tusquets Blanca

Anagrama, Barcelona, 2007. 246 pp. 18 €

Guillermo Ruiz Villagordo

De Oscar Tusquets lo único que conocía, y de refilón, antes de leer este libro era su profesión de arquitecto, y sólo intuía por razones obvias que habría tenido algo que ver con la fundación de cierta editorial. Ahora lo que sé, y estoy seguro de que es lo que querría que asociaramos en primer lugar a su persona, es que es un cachondo. Y no exclusivamente por lo que están pensando. ¿O cómo llamarían a alguien que en unas “Advertencias previas” confiesa haber tenido que obligar a su editor a que escribiese Oscar sin acento en la o porque cuando nació ese nombre era más usual en Inglaterra y Alemania, donde no lleva tilde? ¿A alguien que nos plantea una ristra de sabrosas preguntas sobre la relación entre belleza y desnudez, sobre qué es el buen gusto y qué el mal gusto, sobre los parámetros cuantificables o no de la belleza, para luego soltarnos que no tiene respuesta a tamaños interrogantes, cómo va a tenerla, pero que promete desarrollarlas por extenso en las páginas siguientes?
En cuanto a la otra acepción de la palabra, mientras nos va mostrando el catálogo de las distintas representaciones de las partes del cuerpo humano en el arte y la publicidad (no necesariamente relacionadas con el desnudo, como en el caso del cabello y los ojos) Tusquets se deleita en consideraciones sobre culos, tetas, incluso penes, más o menos famosos, colmándolos de adjetivos admirativos que nos hacen mirar con nuevos ojos pinturas, esculturas, fotografías que está claro que no hemos apreciado como deberíamos.
Pero, cuidado, no es un interés físicamente lúbrico sino cultural, estéticamente lascivo. De hecho ahí radica la tesis de este atípico ensayo: la desnudez, como acto natural, no aporta nada más allá de la sexualidad, pero el erotismo, ¡ah!, ¡el erotismo!, la apropiación artística del cuerpo humano desnudo, eso sí que es capaz de satifacernos a muchos niveles. Hasta tal punto abomina de la desnudez que llega a decir, y quien lo lee no puede menos que estar de acuerdo en el fondo de su ser aunque por inercia se escandalice levemente: «No hay nada que hacer, un conjunto de hombres y mujeres desnudos, si están pálidos y en fila, me recuerda irremediablemente Auschwitz, y, si están morenos y retozando por las rocas, un pueblo aborigen australiano».
La verdad es que este libro es una gozada. Uno lee a Oscar y parece que está escuchándole en un monólogo ameno y apasionante que no precisa réplica (y no es que haya pasado aún por esa experiencia, la de escucharle, que casi parece que hablo de un amigo y no de un autor que acabo de descubrir). Es anárquico y disfruta con ello: se dispone a glosar el tema del rostro en el arte cuando, repentina y sibilinamente, se pone a recordar sus experiencias personales en el Crazy Horse, y para cuando vuelve de su particular viaje al pasado, decide que para qué hablar del rostro en el arte si es asunto tan complejo y extenso.
Por lo demás, el volumen está, como se suele decir, profusamente ilustrado, lo cual es de agradecer porque ayuda a que nos identifiquemos más fácilmente con esa condición que ya desde las primeras líneas reconoce en sí mismo el autor: «soy un voyeur con esporádicos instantes de creatividad artística». Un libro que es un bocato di cardinale que devorar de un golpe, vamos.

lunes, febrero 25, 2008

Quién mató a Kennedy y por qué. Apuntes del natural, Eduardo Fraile

Premio «Fray Luis de León de Poesía». Junta de Castilla y León, Barrio de Maravillas, Valladolid, 2007. 61 pp. 8 €

José Gutiérrez Román

Aunque el título nos deje descolocados, vamos a hablar de un poemario, es más, de un excelente libro de poemas y, a su vez, de un excelente poeta como es Eduardo Fraile. Quizá desconocido para algunos lectores, este madrileño, que ha pasado la mayor parte de su vida en Valladolid, puede ser considerado como el Francisco Pino de nuestros días, y no sólo por las influencias estilísticas que pudiera tener del que fue su maestro y amigo, sino por lo parecido de sus trayectorias. Al igual que ocurrió con Francisco Pino durante buena parte de su carrera literaria, los libros que ha publicado Eduardo Fraile han aparecido en pequeñas ediciones (uno de ellos, Con la posible excepción de mí mismo, en Tansoville, sello creado por el propio autor), debido a lo cual no han gozado de la relevancia que merecerían. No tengo muy claro si esta situación se debe en parte a la propia voluntad del autor (como fue el caso de Pino, que hasta mediados de los años setenta no publicó en editoriales de ámbito nacional) o si se trata de otra injusta falta de reconocimiento en vida de un escritor notable, de las que tan sobrada está la historia de la literatura. Sea como fuere, el premio obtenido por este libro ofrece una especie de “justicia poética”, expresión, por otro lado, muy adecuada para definir la esencia última de esta obra.
Hablemos, pues, del libro. Lo que encontrará el afortunado lector en sus páginas es una poesía cercana y original que se adentra en la reflexión a través de escenas cotidianas de nuestra realidad (como la cola de del pan) y, sobre todo, a través de la exposición de recuerdos personales que sirven como pequeño ajuste de cuentas con el otro que fuimos, o quizás más con el que ahora somos. Pero no son poemas que se ahogan en el llanto por del tiempo perdido, sino que tratan de ahondar en la esencia del niño, del adolescente y del joven que comienza a adentrarse en los claroscuros del mundo adulto, y todo ello mediante una gozosa sensibilidad que refleja el temblor ante las perplejidades que nos provocan los descubrimientos. Aunque fiel a su estética anterior (con imágenes llenas de plasticidad y la personal recreación de la ciudad que le ha visto crecer), los poemas que engloban este libro adquieren un tono más narrativo, pudiendo funcionar incluso como pequeños relatos. Eduardo Fraile es un maestro en registrar a través de sus versos los reflejos más fugaces de la vida, ayudándose para ello de un excepcional manejo de las palabras.
Quién mató a Kennedy y por qué encierra también un paseo por las vidas literarias. Allí vemos aparecer, entre otros, a Claudio Rodríguez traído por una divertida anécdota personal, pero también está el retrato que hace Fraile de él mismo y de algunos insignes escritores a partir de unas imágenes de Carver, Onetti o Allen Ginsberg. De este último, además, se sirve para crear el reverso de su célebre Aullido, que en el caso de nuestro autor pasa a ser “Maullido”, y que resulta tan antológico como el del poeta norteamericano; cito como muestra los primeros versos: «He visto a los peores de mi generación/ escalar los dorados rascacielos del poder/ económico y trepar/ (como monos a los cocoteros) hasta las almenas/ (deslumbrantes como sus dentaduras) de las torres del poder/ político. Todos son presidentes/ (todos son prescindentes, todos son prescindibles)/ de algún Consejo de Administración/ o algo del Gobierno de algo./ Porque ellos son “alguien”, ellos “han llegado”/ de la nada a la monada, se han hecho a sí mismos/ y ahí están.» Hay otros poemas literarios en los que hallamos el lado más juguetón del autor, son los creados a partir del I Ching o del Tao Te King. Allí donde otros exhibirían su erudición, Eduardo Fraile juega con ella, poniéndola al servicio del poema, y no al revés.Nos encontramos, pues, ante un autor y un libro con un pulso muy personal. Pero por si esto no fuera suficiente, además, y para dejar constancia del que el título del libro no es sólo un reclamo, al finalizar su lectura nos será desvelada, de la forma más bella posible, la incógnita sobre quién mató a Kennedy y por qué.

viernes, febrero 22, 2008

Doble mirada: Lo puro y lo impuro, Colette

Traducción y prólogo de Gabriel Hormaechea. Global Rhythm, Barcelona, 2007. 147 pp. 20 €

1.
Marta Sanz

Hay reseñas que nos salen profesorales o líricas; algunas transparentan los otros trabajos que nos traemos entre manos; unas cuantas funcionan como una justificación, aspiran a ser sólo una lectura o revelan un estado de conciencia. Las hay que se impregnan con la voz del texto original: enmascarada de Colette, comienzo una disertación que es el síntoma de un encantamiento.
En Lo puro y lo impuro, Colette esboza los retratos de unos seres que son primero personas y, a posteriori, después del embalsamamiento de la página escrita, de forma secundaria, personajes: mujeres virilizadas y mujeres que aman a otras mujeres, donjuanes, adictas al opio y a los muchachos jóvenes, mujeres enamoradas de homosexuales y homosexuales enamorados de hombres con mono azul, alcohólicas sáficas que escriben poemas y se consumen pronto, echadoras del tarot... Todos tienen nombre: Charlotte, Damien, Marguerite Moreno, Renée Vivien, Amalia, May, Pepe, las Ladies of Langollem. En la literatura de Colette el texto de la vida siempre es mucho más grande que el texto de la literatura: en cada libro —también en éste, retrospectivo y tardío— exprime su experiencia vital como un limón ácido, agrio, a veces dulce, y sus personajes son casi siempre una escueta mascara, apenas el velillo con el que la consumidora de opio esconde la mirada al salir del fumadero. Por aquí desfilan quienes, de algún modo, deslumbraron a Colette como referentes de lo puro, de lo impuro, del placer, de la inocencia, de la libertad en contraposición al amor, de la soledad, de la búsqueda de uno mismo que a veces pasa por someterse a una violenta metamorfosis, a un estiramiento o encogimiento en el que los senos desaparecen por debajo de la blusa, el pelo se trasquila o una corona de rosas de pitiminí adorna la cabeza del más viril de los muchachos —su cogote como un tronco rubio—.
En el mundo de Colette —una mujer disfrazada de hombre, el chaleco, el traje, el pañuelo de seda; una mujer muy pintada que fue negro de su primer esposo, mimo, atenta escuchadora que sobre todo observaba—, da la impresión de que todos sus habitantes son hermafroditas, de que surgen especies con nuevas sexualidades, de que esa diferencia jamás es una culpa y de que el dolor es un concepto económico de la pasión amorosa o un corazón demasiado conforme, anestesiado, desatento a la llamada del cuerpo. Incluso en la tristeza se atisba una posibilidad de placer. Para alcanzar el placer hay que adiestrar la sensibilidad, tener los cinco sentidos a flor de piel o en la punta de la lengua, ser capaz de escribir cosas como «su negro e incitante perfume de trufa fresca, de cacao quemado, me infundió paciencia, un difuso apetito y optimismo» (p. 21). Habla del opio. A veces el lector puede sentirse fascinado, primariamente, por las palabras. No hay que disculparse.
El pensamiento no es nítido en la prosa de Colette. Ella trabaja con la impresión y al lector le cuesta entender, o quizás es que a la propia Colette le costaba entender; a menudo sorprenden algunas intuiciones contradictorias: por ejemplo, esa admiración por la fortaleza del hombre que cristaliza en el deseo de ser un muchacho y no una mujer travestida, la virilización como valor que expresa urgencia de libertad: «¿Por qué que me quieres arrebatar la ilusión de que he podido valer tanto como un chico?» (pág. 94), pregunta Amalia mientras se echa las cartas y sigue disertando sobre la ridiculez de esas mujeres que echan de menos el falo: no se trata de parecer un hombre, sino de poder valer, “significar” socialmente como el varón.
El prólogo y la traducción de Gabriel Hormaechea son espléndidos. En el primero, Hormaechea desbroza la temática de la obra de Colette, contextualizada en su marco histórico, y nos permite darnos cuenta de que el pensamiento de Colette está en la base de mucha de la literatura escrita por mujeres a lo largo del siglo XX y en lo que llevamos del XXI. Aunque sea un anacronismo, no resulta desafortunado afirmar que Colette es una escritora “postfeminista” muy cercana a la sensibilidad actual, sobre todo en lo que atañe a su reivindicación de la diferencia; a la vez, aboga por patrones “conservadores” como el matrimonio o la fiel tranquilidad, sobre todo, de las lesbianas. También el misterioso género de este libro —¿memorias?, ¿ensayo?, ¿entrevistas? para mí, una narración pulcramente medida en la que no se ha dejado nada al azar— enlaza con las formas actuales de búsqueda en el límite entre los géneros: una ambigüedad, una mezcla, que desde el ámbito de la textualidad y de sus moldes corredizos refleja los moldes corredizos de la sensualidad y de la vida que obsesionaron a la autora.
Colette no se parece en nada a una libertina, ya que su preocupación por el placer es un modo de comprometerse con la erradicación del dolor, las soledades, la muerte prematura, el sacrificio. Hormaechea señala en su prólogo que, a pesar de la distancia desde la que mira a sus protagonistas, Colette se compromete afectivamente con ellos. Ella lo define con la precisión y la belleza que caracterizan su lenguaje: «Expulsada y presente, testigo traslúcido, paladeaba una paz indefinible que no dejaba de producirme cierta vanidad de afiliada» (p. 122). No es una observadora aséptica, sino moral. Habla de las costumbres; perfila las que nos convierten en perros abandonados y señala conductas ejemplares que serían excéntricas, punibles, para una mentalidad rancia: la perfecta conyugalidad de las Ladies of Langollem.
Colette juzga con juicios, con su sentido del humor, con su esfuerzo de memoria, con sus metáforas. Cada metáfora es un modo de juzgar, certero, incisivo, bello (p. 128): «En otro tiempo, me escandalizaba dolorosamente que el macho prefiriera, en el cuerpo de la hembra, no tanto el atractivo de trampa profunda, de abismo liso, de viva corola marina, como la arrogancia intermitente de lo que más viril posee una mujer, y no olvido los senos. El hombre va a lo que puede tranquilizarlo, a lo que puede reconocer en ese cuerpo femenino cóncavo, en todo contrario al suyo, inquietante, nunca familiar, cuyo olor indeleble ni siquiera es terrestre, sino tomado de la zostera original, del marisco crudo.» Hermosa opacidad en la que cada metáfora es una mirada, una corriente eléctrica que sacude las neuronas, una decisión.


2.
Alicia Soria

Cuenta la leyenda que en su primer encuentro Marcel Proust y Colette mantuvieron el siguiente diálogo:

Marcel Proust: Señora, sus libros son los de un joven Narciso con el alma llena de lujuria.
Colette: Señor, usted delira. Mi alma está llena de frijoles y panceta.

Curioso encuentro entre el gran retratista de Sodoma y la osada cronista de Gomorra... Esta escena, además de interesarnos por poner frente a frente a dos figuras principales de la literatura francesa de principios del siglo XX, también puede darnos una idea del sofisticado mundo de los salones parisinos en los que se desarrolló buena parte de aquella vida cultural. Un universo plural y sorprendente, habitado por figuras fuera de lo común que disfrutaron de una extraordinaria libertad personal y creativa.
Dentro de este contexto, la figura de Colette destacó por lo osado, e incluso escandaloso, de su vida y obra. Sidonie Gabrielle Colette fue una escritora notable y una mujer fuera de lo común, íntimamente vinculada con su personaje literario más conocido, Claudine. Pero es quizá en Lo puro y lo impuro donde el vínculo entre obra y vida es más evidente, y donde la referencia abierta a sus contemporáneos nos ofrece una fotografía más precisa de Colette y su entorno parisino.
Es cierto que en Lo puro y lo impuro la autora enfoca su observación en un círculo muy concreto que no abarca el conjunto de sus relaciones: si bien menciona a Marcel Proust en tanto pintor de Sodoma, pasa por alto otros magníficos creadores con los que mantuvo relación, tales como André Gide o Paul Claudel. Cabe señalar la admiración que el autor de L’inmoraliste declaraba por la obra de Colette, así como sustanciales semejanzas en sus obsesiones literarias y existenciales (si bien afrontadas de tan diferente modo: luminosa ella, atormentado él).
Por el contrario, muchos de los personajes que asoman en Lo puro y lo impuro son artistas hoy casi olvidados: en especial las componentes de lo que podríamos llamar “el círculo de las amazonas” (inspirado en el título Pensées d’una amazona de Natalie Clifford Barney). Mujeres dedicadas al arte, emancipadas (en algunos casos, ricas herederas), muchas de ellas lesbianas, que estuvieron tan interesadas en hacer arte tanto en sus vidas como en sus obras. En los retablos que componen Lo puro y lo impuro, contemplamos el escenario exquisito, interesante y bastante decadente en el que se mueven estas artistas: unas lánguidas, otras enérgicas, pero todas cautivadoras.
Uno de los personajes a los que Colette dedica mayor atención es Renée Vivien, pseudónimo de Pauline Mary Tarn. Entre los poemas de Renée Vivien (de su nombre se puede deducir un revelador “renacida y viviente”) encontramos los más delicados himnos al amor sáfico, cargados de simbolismo y sin embargo rechazando la máscara. El retrato que de ella hace Colette inquieta y seduce al mismo tiempo: una mujer ingeniosa y seductora, inconstante y volátil, víctima de la poesía y el alcohol a partes iguales.
Dentro de este círculo, hay que destacar a Natalie Clifford Barney, cuyo salón fue el auténtico epicentro de este fenómeno protagonizado por figuras como la mencionada Renée Vivien, Emilienne d’Alençon, Liane de Pougy (bailarina en la que Proust se inspiró para crear a su inolvidable Odette de Crécy), o incluso la Bella Otero. Natalie Clifford Barney, lesbiana sin ambages y amiga del escándalo como forma de “librarse de engorros”, empezó a publicar poemas de amor abiertamente homosexuales en 1900.
Feminista combatiente y detractora de la monogamia, algunas de sus declaraciones resultan particularmente jugosas: «Tengo la impresión de que aquellos que osan rebelarse en cualquier época son aquellos que hacen la vida posible –son los rebeldes quienes expanden la frontera de lo correcto, poco a poco». Por otra parte, mantuvo sonados idilios con algunas de las componentes de este “círculo de amazonas” —por mencionar sólo dos, un romance tormentoso con Renée Vivien o una larga relación con Romaine Brooks.
En cuanto a esta última, icono del art déco y pintora especialmente dotada para el retrato, descolla por su existencia novelesca, que en cierta medida ha relegado a un segundo plano su arte, alejado de las tendencias vanguardistas. Si existió entre estas mujeres una voluntad inquebrantable para la propia realización, esa fue la de Romaine Brooks.
Existencias excéntricas, personalidades abrumadoras y creaciones genuinas son, entre otros, los puntos en común de este círculo de artistas marginales en tanto habitantes de los bordes de la historia, si bien no por secundarias o menos interesantes. Así supo reconocerlo Colette, y de tal manera lo retrata en Lo puro y lo impuro, un libro dedicado a unos personajes fascinantes (por mencionar otros nombres no exclusivamente femeninos, rescatemos también los de Édouard de Max o Robert d’Humières, individuos singulares que merecen recordatorio aparte) que brillaron con imprevisto fulgor durante un par de décadas. Un fulgor que, sin embargo, no sobrevivió al exceso de violencia que supone dos guerras mundiales seguidas, y que se apagó en una noche mucho más oscura que la que Renée Vivien y sus amigas amazonas jamás imaginaron:

«Nuestros besos lunares poseen pálidas dulzuras,
Nuestros dedos no hieren sobre la mejilla aterciopelada,
Y podemos, al desatarse la cintura,
Ser al tiempo amantes y hermanas».

jueves, febrero 21, 2008

Mi antagonista, Antón Arrufat

La Fábrica Editorial, Madrid, 2007. 70 pp. 14 €

Alejandro Luque

En Cuba son frecuentes los escritores totales, aquellos que abarcan todos los géneros: la poesía, la narrativa corta y larga, el ensayo y la escritura dramática. Como es natural, casi siempre uno de estos palos, un tono dominante, se inmiscuye en los otros. Si algo me gusta de Antón Arrufat, para empezar, es que evita muy bien estas interferencias. Si tiene que cambiar un enchufe, no busca en la caja de la fontanería: cuando escribe versos es —como dirían allá— tronco de poeta, cuando narra es un prosista puro, cuando hace teatro se ciñe a los ritos del género. Y lo sorprendente es que todo lo hace muy bien, disponiendo unas y otras obras como en un vecindario armónico y civilizado.
Si no me equivoco, esta nouvelle que acaba de ver la luz en España data nada menos que de 1963, y fue editada junto a algunos relatos en el volumen Mi antagonista y otras observaciones. Quiere decir esto que es anterior incluso a la obra de teatro Los siete contra Tebas (1968), que le valió la condena del régimen castrista y catorce años de silencio editorial, y por supuesto al novelón La caja está cerrada, que es de 1984.
Mi antagonista, no obstante, es un texto intemporal, que discurre ante el lector con unas óptimas intensidad y concentración, pero también con esa fluidez que caracteriza a los escritores de raza, desde Stevenson a lo mejor del boom. La historia es sencilla: un contable gris, que emplaza su matrimonio y su dicha a la llamada de alguien que le dé trabajo, recibe por fin el ofrecimiento de un puesto en una gran compañía frutícola en Isla de Pinos, un paraje apartado del mundo. Cuando empiezan a soplar vientos favorables para él, empiezan las complicaciones: la primera y fundamental, la aparición de un compañero que amenaza con desestabilizar su apacible rutina y eclipsarlo.
Empieza así un relato circular cuyas sugerencias exceden con mucho las setenta páginas de esta edición. Lo que arranca siendo el germen de un instinto de competitividad va a desatar un interesante juego de deseos y temores, sobre los cuales el autor explora los mecanismos de nuestros actos y de nuestras emociones, los resortes que dictan por igual la conducta que nos lleva al fracaso como a la consecución de nuestros éxitos. Creo percibir entre líneas una especie de superstición, la idea de que las propias flaquezas, el miedo íntimo, invoca los mismos males que pretende conjurar, les da solidez y relieve.
Relato aparentemente sencillo, pero con mucho jugo, Mi antagonista crea con la máxima economía de medios una atmósfera y unos perfiles tremendamente efectivos, algo que no sorprenderá a quienes ya conozcan sus otras obras editadas en nuestro país, como De las pequeñas cosas o Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud. La generación del 50 cubano (recordemos la última novela de Edmundo Desnoes) todavía nos tiene reservadas gratas y sabrosas sorpresas.

miércoles, febrero 20, 2008

Pieza única, Mirolad Pavic

Trad. Drubravka Sużnjević. Sexto Piso, Madrid, 2007. 150+86 pp. 27€

Paul Viejo

Está empeñado Milorad Pavić (Belgrado, 1929) en que sus novelas no sean sólo eso o, al menos, no llamarlas únicamente “novela”. Por eso, y porque cada una acostumbra a ser y aparecer presentada como una suerte de juego formal, les viene acompañando a sus libros un término que lo complementa: así, la más famosa de ellas, el Diccionario jázaro era una novela-léxico; una novela-crucigrama y una novela-clepsidra fueron, respectivamente, Paisaje pintado con té y El interior del tiempo. La última en llegarnos (junto a los cuentos de Siete pecados capitales) había sido El último amor en Constantinopla y venía con el membrete bastante explícito de novela-tarot. Sin embargo ahora, con el “novela-delta” que suscribe esta Pieza única, no tengo muy claro ni a qué corresponde con exactitud, ni qué clase de delta es ese. Pero sí una cosa, que Pavić va a volver a jugar con nosotros, y a hacernos jugar con su lectura. Casi seguro.
En este caso, de entrada, el libro viene partido en dos, o mejor, vienen dos libros unidos en uno. El más delgado de ellos, apenas ochenta páginas con una sobria cubierta monocroma donde se lee “Cuaderno azul. Inspector superior Eugen Stross”, nos pone, de un solo vistazo, en guardia: si alguien ha realizado una investigación, será porque ha habido un crimen. Y conociendo a Pavić es fácil pensar que el lector, de no ser el muerto, sí va a ser al menos uno de los investigadores. Desde la primera páginas de esta “libreta” sabemos que son las anotaciones y las averiguaciones obtenidas en torno a caso de homicidio. Y pronto, también, que no se trata de una trama lineal, sino que son muchos los factores a tener en cuenta, y que este Inspector Stross del que poco sabemos ha tenido (como el lector, antes o después) que lidiar con sueños, con poetas rusos, con hechizos y maldiciones, con personajes andróginos.
El otro de los volúmenes, el que se llama, ahora sí, “Pieza única” y que aparentemente es el grueso de la novela, nos deja ya claro que nos encontramos con una historia policiaca, donde se encargan unos asesinatos y se llevan a cabo. Sabemos quién, cómo y cuándo. Y a partir de aquí, si no lo ha hecho antes, es decir, a partir de la página 1 (o de la 87, si es que no empezó por esta parte) deberá el lector ir recopilando huellas de perfumes (así se estructurarán los 11 capítulos que forman la “novela”), conversaciones e informes (anexados al final del libro) y sobre todo anotando sueños, ensueños y desvelos. Todo junto nos llevará, llevará al lector, hasta el final de este delta. ¿Y para qué llegar al final? ¿Y al final de qué? ¿O es el principio?
Y es que el éxito o el fracaso de su investigación (de su lectura) dependerá únicamente de él, de ese lector que se ha puesto en manos de Pavić. Unas manos, se lo advierto ya, casi asesinas.

martes, febrero 19, 2008

Nueva York, el deseo y la quimera, Alfonso Armada

Espasa, Madrid, 2007. 402 pp. 22 €

Doménico Chiappe

El libro empieza así: «La ciudad es la trama». Acertada frase. Este es un ensayo sobre una ciudad que pareciera inabordable. En estos últimos años, los creadores de Nueva York han reconstruido la ciudad con una originalidad que parecía agotada hasta que ocurrió el 11 de septiembre. Alfonso Armada lo logra a partir de tres registros muy distintos, que sirven, cada uno, como eslabón de la estructura: el planteamiento adquiere un tono poético cuyo tema circunda la ciudad como un personaje en creación. Una digresión que se rompe cuando el narrador se materializa como corresponsal del diario ABC y revive los atentados terroristas contra las Torres Gemelas. La rutina de una mañana cualquiera en la que un avión se incrusta contra un edificio y las muertes se imaginan en tiempo real. Se confirman luego cuando el estupor avasalla. La cotidianidad destruida de un neoyorquino tan heterogéneo como todos: la fotógrafa Corina Arranz que sube a una terraza para captar el horror que acontece. Suya es la foto que ilustra la portada de esta edición. «Renegando por su falta de previsión, bajé a comprar rollos de película para C.», rememora Armada.
Pero esta visión de la primera persona, del testigo privilegiado (Armada era corresponsal en esta ciudad), que bien pudiera ser suficiente para un libro egocéntrico, cede a un hermoso ensayo, que rinde tributo a la ciudad y a los escritores que se apropiaron de sus calles, especialmente Henry Roth. Pero también Dos Passos, Camba, Whitman, DeLillo, Capote... Un viaje a la historia de un ser que crecía. Porque Nueva York, en esta obra, se presenta siempre como personaje. Se transforma a lo largo de los años de la emigración (irlandeses, rusos, polacos, judíos...) y los rascacielos (como el Word Trade Center) y que respira malherida después del 11-S. Armada extrae de infinitas lecturas las anécdotas, las cifras, las metanarraciones, los nombres, el capital, las religiones y la convivencia, la contradicciones, lo vital de las personas anónimas como Stephani Betancourt, «que es seneca, quería conseguir un marido de su misma tribu y acabó desposando a un portorriqueño». Armada transmite cuáles líneas subrayó en sus ejemplares, qué anotó al margen de la hoja. Lo hace renunciando, así como ya lo hizo al protagonismo, a la voz sapiente, académica, pedante. Y, en cambio, desarrolla una voz repleta de sorpresa, desde «la infancia de la emoción», de la «fascinación y la perplejidad».
La tercera parte de esta compleja obra selecciona pasajes de su diario personal, y sirve como conclusión del relato. La partida de este dramaturgo y periodista curtido en las matanzas africanas. El adiós a Nueva York. «Nadie revisó nuestro equipaje ni comprobó verdaderamente nuestras identidades. Arreados como ganado para hacernos ver lo absurdo de querer seguir viajando en tren en un país que desprecia ese medio de transporte comunista, atravesamos Maniatan de sur a norte por túneles oscuros dignos de ratas, unos campos elíseos de ratas, con esporádicos hachones de luz natural que punteaban el cansancio y el hastío de una ciudad y una profesión».

lunes, febrero 18, 2008

El ojo del halcón, Luis Manuel Ruiz

Alfaguara, Madrid, 2007. 253 pp. 17, 50 €

Amadeo Cobas

Que «el invierno es un estado de ánimo» es algo que sabemos, se lo hemos oído decir a escritores como Ramón Pernas. Lo que quizá no sabíamos es que «envejecer es perder peso... ir liberando lastre, desprenderse de toda la basura acumulada, desnudarse. Soltar los sacos de arena y echar a volar». Esta afirmación la hace Luis Manuel Ruiz a través del personaje de su novela, Santiago Beltrán, abuelo que en el recorrido por el invierno de su vida, solo, encuentra un aliciente inesperado y motivador cuando un enigma le sale al encuentro al heredar una caja repleta de objetos a priori sin sentido, que le lega un amigo al perecer. Y es una motivación nueva, diferente, arrolladora, que le hace desprenderse del «tedio y la sensación de inutilidad que le oprimían desde que se jubiló».
Aunque el bueno de Santiago asume riesgos con los que no contaba, lo mismo que Ruiz, convirtiendo a un anodino señor ya de edad provecta en el protagonista de trepidantes aventuras que llegan a poner en peligro su vida, al estilo de un Indiana Jones (salvando las distancias, permítaseme la comparación) a la española. Así como se aproxima al desenlace de la novela, así como la intriga va perdiendo la velada turbidez de sus ocultos embrollos, la amenaza aguarda… y el escritor consigue con habilidad engatusar al lector para animarle a proseguir en la lectura para llegar a desentrañar qué pinta el ojo de esa deidad egipcia con efigie de halcón en esta trama policíaca en el tiempo actual; también con la sugerencia de una escritura esmerada en el manejo de figuras, belleza y ornato diseminados de manera que no empalaguen, va abocándonos al pliegue a partir del cual se desvelarán los enigmas y saldrán a la luz las conspiraciones serias en las que un detective aficionado se ha involucrado sin saber ni cómo, quizá por el peso del recuerdo del amigo fallecido, el poso amargo que la vida le ha dejado, o el paso de los días sin reconciliarse con su hija, su único contacto con la realidad y el cariño.
Tiene razón Santiago Beltrán cuando postula que «el mundo es como la arena: si uno no aprieta el puño, se escurre entre los dedos». Siempre se encuentra un aliciente para vivir, hay que tener paciencia para buscarlo.

viernes, febrero 15, 2008

Cumbres borrascosas, Emily Brontë

Ilustraciones de Baltasar Klossowski de Rola (Balthus). Trad. Roberto Bartual. Artemisa, Madrid, 2007. 624 pp. 39,95 €

Carmen Fernández Etreros

Cada vez que leo Cumbres borrascosas siento esa llamada profunda y vital de la naturaleza que trasmite esta emblemática obra romántica del XIX. La novela relata el profundo y trágico amor imposible de dos jóvenes, Catherine y Heathcliff. Una pasión que supo transmitir con una fuerza irrepetible Emily Brontë. Tengo que reconocer que todavía me conmueven las famosas palabras de Catherine Earnshaw, «Nelly, Heathcliff soy yo». Un amor que traspasa la vida, que llega más allá de la muerte gracias a las apariciones del fantasma de la protagonista. «Mi amor por Heathcliff se asemeja a las rocas eternas que sobresalen profundamente enterradas en la tierra: son motivo de escaso goce para quien las contempla pero al mismo tiempo son necesarias» (p. 142). Lo oculto de la naturaleza salvaje y de las pasiones humanas se funden en un relato que ha seducido a los lectores desde 1847.
Esta vez llega a mis manos esta nueva edición de Cumbres borrascosas editada con primor y cuidado por la editorial Artemisa. Esta misma editorial canaria, que ya está instalada en Madrid, publicó hace unos meses el original libro Mitsou. Historias de un gato. Después del éxito la innovadora editorial ha sorprendido, entre sus nuevas publicaciones, con una versión diferente de Cumbres borrascosas, traducida de manera original por Roberto Bartual e ilustrada por Baltasar Klossowski, Balthus.
Entre los aciertos de esta edición está la serie de quince dibujos, más once estudios preparatorios, con la que el pintor Balthus rindió su particular homenaje a esta obra en 1933. Al principio me sorprendió que se incluyeran al final del volumen y no se fundieran en el conjunto del texto, pero al no estar reflejados todos los capítulos de la obra sino solamente quince, también me parece lo más adecuado agruparlos al final del texto. El pintor capta en estos dibujos a plumilla esa relación tormentosa entre los dos protagonistas y el universo frío y cruel de la novela y de sus tristes personajes.
Lo que me ha desconcertado un poco es la traducción del habla del criado Joseph, y en ocasiones también de Hareton, al lenguaje rural de la época por el traductor. Personalmente este recurso choca con mis recuerdos de las palabras repetitivas de este plomizo personaje de Wuthering heights.
Cumbres borrascosas, publicada por primera vez en 1847, fue la única novela de Emily Brontë, que murió prematuramente a los treinta años, y ha sido considerada un clásico de la literatura inglesa, a pesar de que inicialmente, debido a su innovadora estructura, desconcertó a los críticos. Sin embargo es ahora esa estructura la que maravilla a cualquier lector. Un primer narrador desconcertado, Mr. Lockwood, alquila la apacible Granja del tordo y anima a la señora Dean, la segunda narradora y gran conocedora de la historia de la familia desde su infancia, a que le cuente los secretos que guardan los extraños habitantes de la casa de los páramos, Cumbres Borrascosas. Una técnica de la indeterminación desconcierta al lector y despierta su impaciencia. Con maestría la escritora dosifica las pistas y los secretos familiares hasta el final del relato logrando mantener al lector inquieto hasta sus últimas páginas.
En suma: una cuidada edición, una novela inolvidable y el lujo de contemplar los dibujos de Balthus. Todo un placer.

jueves, febrero 14, 2008

Persépolis (integral), Marjane Satrapi

Trad. Albert Agut. Norma, Barcelona, 2007. 366 pp. 25 €

José Morella

La película Persépolis, adaptación del cómic homónimo de Marjane Satrapi, es un producto diseñado para gustar a nuestras pequeñas almas burguesas en nuestros anchos sillones orejeros. Resulta que una niña iraní de familia acomodada y politizada vive una vida fantasiosa y absorbe las ideas de sus padres en un ambiente culto, abierto y progresista. A esa niña le toca vivir un periodo histórico lleno de conflictos que afectan directamente a su familia, partidaria de la “revolución blanca” que impulsó el sah en Persia. La diferencia entre ella y muchos otros niños de Persia es que sus padres pudieron pagarle el viaje y la manutención en la no muy económica ciudad de Viena para evitarle pasar el trago, privilegio del que muchos otros adolescentes no disfrutaron. Resulta que la niña es muy desgraciada en la vieja Europa, puesto que las costumbres son disipadas y la envilecen. De manera que vuelve a su país. Y allí las costumbres no son lo suficientemente disipadas para ella, y vuelve a marcharse.
Para alguien poco versado en la historia de Irán, como yo, las preguntas que quedan en el aire son muchas: ¿cuál es la visión sobre el tema por parte de los iraníes menos favorecidos económicamente? ¿Cuál fue su experiencia? ¿Cómo habría contado lo mismo una niña cuyos padres no creían en el sah o no podían enviarla a Europa? ¿Y por qué muchas familias no confiaban en el sah? Creo que la vida en Irán debe de ser muy difícil, y no soy nadie para defender algo que no conozco y cuyas razones se me escapan, pero también creo que Persépolis adula la conciencia de los lectores occidentales, y lubrifica todos nuestros prejuicios escondidos: el Islam es la barbarie que ensucia nuestros sagrados valores democráticos y elimina nuestros privilegios ganados con sangre en la guillotina de París y en las minas de carbón de la Gran Bretaña. Nosotros y nuestros valores somos la solución a todos los problemas de la gente sin democracia del mundo, de todos los países en los que se castra la felicidad del pueblo. Si los persas se levantaron en masa contra el sah es porque no conocían otra cosa que la barbarie, pobrecitos.
Pero eso es maniqueísmo puro, una visión etnocéntrica calcada a la que se tuvo con los indios en la conquista de América (aunque más de 500 años después, cuando ya tenemos la palabra “etnocentrismo” y la comprendemos perfectamente: la hemos acuñado nosotros). Los españoles evangelizamos a aquellas pobres criaturas sin alma, y encima se nos quejaban. Les hicimos humanos en lugar de bestias (vale, tuvimos que aperrear a algunos para convencerlos, pero eso ahora lo llamarían “daños colaterales”), y ellos, ingratos, nos acusan de aniquilar sus civilizaciones, y osan incluso ganar elecciones, como en Bolivia, y discutirnos nuestro sagrado derecho de chupar de la madre tierra sus recursos naturales.
Resulta también reseñable el hecho de que los europeos que ahora alaban la película y el cómic no pintaran demasiado en Persia. El sah contaba con el apoyo de los Estados Unidos, pero Europa era lo que sigue siendo ahora, el poli bueno que no da la cara y que le tiene miedo a su propio compañero, el poli malo, el sheriff duro que hace el trabajo sucio. Al final todos queremos lo mismo: la pasta, el petróleo o lo que haya, sacarle el jugo a la cosa lo más pronto posible. Si me pagan, yo me pongo el velo o me lo quito, o bailo una chirigota. ¿Dónde hay que firmar?
Si la revolución islámica tuvo un apoyo tan grande entre la población, ¿no tendría nada que ver el hecho de que mucha gente ni de lejos podía vivir una vida tan acomodada como la pequeña y soñadora Mafalda persa del cómic? ¿Tampoco tenían nada que ver la represión y las torturas de la SAVAK o policía política del sah, creada con ayuda israelí y americana? ¿O es que el apoyo popular a Jomeini se dio solo porque todos los persas eran unos ignorantes? No lo sé, la verdad es que la mayoría de nosotros no lo sabemos, no tenemos los conocimientos necesarios para saberlo, y nos encantaría que nos ilustraran al respecto. Pero Persépolis no quiere ilustrarnos sino halagarnos y vendernos la moto. Qué listo y progresista y demócrata eres, lector, y qué brutos son otros. Tú sí que vales.
No se trata aquí, ni mucho menos, de defender la revolución de Jomeini o sus valores —Dios o Alá me libren—, puesto que hay otros países musulmanes en los que, parece ser, no es necesario instaurar regímenes tan radicales para respetar los preceptos de la religión y la tradición. Tampoco se trata de creer que los indígenas precolombinos vivían en un edén sin violencia. Sólo quiero incidir en que los productos de consumo rápido y fácil como Persépolis hacen lo siguiente: darnos masticado el pensamiento para ofrecernos el bolo alimenticio final en un bonito envoltorio. Solo hay que cogerlo y pasarle el código de barras por la máquina. Llegamos a casa, lo metemos en el microondas —¿o es en el DVD?— y nos lo cenamos en un periquete.

miércoles, febrero 13, 2008

Las aguas silenciosas, Francisco Álvarez Velasco

Trea, Gijón, 2007. 80 pp. 10 €

Alba González Sanz

Los lectores de Francisco Álvarez Velasco encontramos en su anterior libro Noche (Hiperión, 2005; Premio Antonio Machado en Baeza), una suerte de canción crepuscular volcada sobre la naturaleza, el cuerpo del otro, las vivencias o la amenaza de la muerte. Con el listón en un libro de madurez tan cerrado, Las aguas silenciosas (Trea, 2007) viene a dar un paso más, organizando un todo de dolor reposado donde lo que antes eran elementos característicos (la casa, la mujer, la naturaleza) se subordinan a un ejercicio de recuerdo hecho desde una posición en la que las palabras vida o muerte podrían perfectamente cambiarse por memoria y meta.
La metáfora elegida para titular el conjunto de poemas es la del río: lo que su curso se lleva, lo que se queda en sus orillas, lo que no puede permanecer y es arrastrado por la corriente. Sucede que de todos los ritmos que puede tener el agua, es ese conducirse en silencio el que arrastrará irremediablemente a la muerte. Y una vez consciente de que el tenue murmullo se convierte en una banda sonora involuntaria, en un hilo musical de fondo que no va a ya a abandonarle, el sujeto poético vuelve sobre su experiencia y aún canta (porque una cosa es asumir, pero otra resignarse) a todas aquellas cosas que hacen disminuir el sonido del agua: los amigos, los poetas, la mujer querida, los buenos recuerdos, la nieta.
Por preámbulo, unos versos de Vallejo y en el fondo algunos nombres de otros navegantes con parecido mirar, desde Manrique a Machado. Cuenta el autor que este libro ha sido escrito en los últimos dos años, simultáneo a Noche, y es difícil no imaginarse al poeta apartando los poemas que eran más guijarros en el limo de la última estación de paso, de aquellos en los que la naturaleza era aún gozosa aunque se mirase bajo la luz del atardecer y estaba preñada de primavera.
Leer la tierra es un privilegio reservado a un puñado de autores conscientes de la textura exacta del suelo que pisan, aunque esté camuflado por asfaltos y urbanidad. Francisco Álvarez Velasco se cuenta entre ellos y merece la pena un libro que no consigue ser oscuro, porque la mirada es de sosiego y en toda la crudeza del trayecto terminal que plantea, consigue dejarnos una pequeña llama de calor en cada poema. Tal vez porque la memoria es nuestro único patrimonio, para bien y para mal.

martes, febrero 12, 2008

No me dejes nunca, Jason

Guión y dibujo: Jason. Color: Hubert. Traductor: Óscar Palmer. Astiberri, Bilbao, 2008. 48 pp. 12 €

Ricardo Triviño

Haya paz. No es que el loco de Jason Voorhees vaya a volver con su machete sanguinolento a protagonizar una nueva pesadilla en las pantallas de cine. En este caso, quien regresa es John Arne Sæterøy, alias Jason, el artista noruego que más renombre está adquiriendo fuera de las fronteras de su país gracias a su original retrato de la fragilidad y soledad humanas.
Su primera historia larga, Lomma full av regn, ya le hizo merecedor del premio Sproing de cómic (el más importante de Noruega). Después, ¡Chhht! y Espera... le abrieron las puertas internacionales, con nominaciones a los premios Ignatz y el galardón como mejor nuevo talento en los premios Harvey de 2002. Un año antes, había vuelto a recibir el premio Sproing, esta vez por su revista Mjau Mjau, donde desde 1997 edita sus propios trabajos, del mismo modo que lo hacen otros autores actuales conocidos, como Daniel Clowes (Ghost World, Ice Haven) con su Eightball o Chris Ware (Jimmy Corrigan, Rusty Brown) con Acme Novelty Library.
Frente a la indiferencia que su obra sufre en su país natal más allá de los círculos académicos, el reconocimiento internacional ha ido creciendo. El caso más claro es el de Francia, donde todos sus trabajos han sido traducidos, algunos de los cuales han sido coloreados por el artista francés Hubert (Hubert Boulard). Gracias al premio Harvey, sus trabajos empezaron a ser publicados por el gigante estadounidense del cómic independiente Fantagraphics, un gran mecenas si se cuenta con la dura competencia que resultan las hordas de superhéroes y villanos mainstream con que Marvel y DC inundan las tiendas.
En España, este enero vio la luz su tercera obra en castellano, aunque ya ha publicado más de una decena, nuevamente de manos de la editorial Astiberri. No me dejes nunca, traducción sentimentaloide del original titulado escuetamente Hemingway, aparece después de la publicación de las magníficas ¡Chhht! y Espera.... Jason continúa haciendo uso de un universo tan personal como extravagante donde animales antropomórficos hacen introspección de sus propias acciones en un entorno paradójicamente familiar y ajeno. En un tebeo de Jason, el lector puede encontrar desde gente caminando con zancos sin ninguna razón aparente hasta muertos vivientes o máquinas del tiempo. La heterogeneidad, la mezcla de géneros y situaciones, hacen del trabajo del autor noruego un objeto extraño y, a la vez, atrayente.
Esta nueva obra nos sitúa en un París de la bohemia donde Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound y James Joyce se encuentran en busca del sueño de sus vidas: ser historietistas. Partiendo de este desconcertante planteamiento, la obra narra sus vidas diarias, a modo de relato cotidiano, reflejando, como ya es típico en Jason, el desamparo y la melancolía que los envuelve. Sin embargo, el libro cambia radicalmente cuando empieza a desarrollarse un guión policiaco donde el cuarteto de artistas decide dar un golpe. Entonces, la trama se ramifica en los diferentes caminos que ha seguido cada uno de los protagonistas y va desvelando, paulatinamente, los puntos irresueltos de la historia.
No me dejes nunca, al igual que el próximo cómic que posiblemente publicará Astiberri, Yo maté a Hitler, mezcla la crónica diaria con la ciencia-ficción y el género negro, obteniendo resultados interesantes al romper los esquemas prefijados. Sin embargo, comparada con las obras anteriores editadas en castellano, de perfil más reflexivo, tal vez carezca de su hondura e impacto, pues la trama policiaca arrastra con ello. Este nuevo relato sigue siendo, no obstante, una excusa excelente para asomarse al peculiar mundo de este prometedor autor noruego.

lunes, febrero 11, 2008

Wicked. Memorias de una bruja mala, Gregory Maguire

Trad. Claudia Conde. Planeta, Barcelona, 2007. 512 pp. 19 €

Luis García

Frex y Melena van a tener una hija. Hasta aquí, todo normal. La anormalidad, la rareza (y quedémonos con el concepto de que raro es lo que es diferente), estriba en que esa niña no será como las demás nacidas en Munchkinland, donde se desarrolla en un principio Wicked, esta primera novela del autor norteamericano Gregory Maguire. Cuando la comitiva de unos titiriteros comandados por El Reloj del Dragón del Tiempo se acercan a la ciudad, sus habitantes —en un ataque de furia— se vuelven como locos contra su Pastor unionista, Frex, quien había sido advertido de las nada pacíficas intenciones de quien los dirigía y, desobedeciendo sus palabras, se disponen a ser inconscientes actores de una obra de teatro no escrita para hacer realidad una vieja leyenda: es el día señalado. Mientras tanto, Melena, custodiada por una vieja, una pescadora y una doncella dará a luz a su hija en el bosque: una “hermosa” niña de nombre Elphaba, de color verde y dientes de tiburón.
Este es el escenario de la novela, también subtitulada Memorias de una bruja mala. Este es el punto de partida de una obra que en los Estados Unidos causa furor desde su primera publicación en 1995, hasta el punto que ya existe su versión musical. Ésta es, pues, la exposición de los hechos, tal y como se nos presentan. Faltaría ahora un análisis de esa otra imagen que —a la manera platónica— es fácil reconocer al otro lado del espejo, a poco que se tenga la mente abierta y dispuesta a reconducir toda la información. Porque, ¿qué hay mas allá de los limites de Gillikin, Muchking, Wend Hardings y Quadings, los cuatro condados en los que esta dividido el país de Oz? Ya lo han descubierto: estamos situados en el mismo Oz del cuento original de L.F. Baum, mucho antes de la llegada de Dorotea, de Víctor Fleming e incluso del propio Mago.
¿Qué hay mas allá, repito, de dichas fronteras? La nada, lo mismo que nosotros fuera de nuestra región, ciudad, o barriada. A su manera, Oz es una recreación virtual con un sistema económico, político, jurídico y religioso independiente. Y, en ese contexto, la llegada de “alguien” diferente como Elphaba, o posteriormente su hermana, Nessarose, también demonizada por una extraña invalidez que no voy a desvelar, causa un profundo trastorno a todos sus habitantes. Un trastorno perverso sólo entendible desde el paralelismo que podemos (y debemos) hacer con nuestra propia realidad, ya que Elphaba de alguna forma será la encargada de dinamizar y dinamitar todo un sistema social en el que tan sólo sobreviven los fuertes. (¿Cuándo una bruja se convierte en mala salvo que lo sea por definición?). Desde ese punto de vista, Wicked es una ácida crítica a los regimenes fascistas y al capitalismo más ortodoxo, aquel que no admite entre los suyos a los raros (raro es diferente, acuérdense) y los excluye sin piedad. Porque raros son los Elphabas de turno, pero también los nacidos en las tierras de los Quadings, por ejemplo, rechazados y humillados a partes iguales.
Hay un momento en la lectura de la novela en que la repulsión inicial que se le tiene a Elphaba se convierte lentamente en una mezcla de compasión y cariño. Eso nos llevaría a pensar que el autor, Gregory Maguire, consigue otro de los objetivos de la novela: la crítica a los prejuicios de una sociedad hipócrita y desordenada, que cree ver y admitir la maldad en estado puro donde no se encuentra. Y si algo hay que decir en contra de la novela, aparte del maniqueísmo que hace que la comparemos por ejemplo con sus primas lejanas, las sagas de Harry Potter y El señor de los anillos, es que a menudo la información que se nos facilita, resulta un tanto... atropellada y pueril. Pero es, en definitiva, una interesante novela que admitiría y necesitaría varias lecturas.

viernes, febrero 08, 2008

La pulga de acero, Nikolái Leskov

Trad. Sara Gutiérrez. Impedimenta, Madrid, 2007. 122 pp. 15,20 €

Óscar Esquivias

Cuando tenía dieciséis años empecé a asistir a los conciertos de la Sociedad Filarmónica de Burgos. Se ofrecían en un modesto salón de actos de la Caja del Círculo Católico y solían ser los viernes por la tarde. Supongo que era una sociedad con fondos modestos y rara vez contrataban una orquesta: generalmente escuchábamos recitales de pianistas, dúos, cuartetos, agrupaciones de cámara y poco más. Abundaban los intérpretes de los países del Este y daba un poco de ternura ver las camionetas o los coches destartalados que estaban aparcados a las puertas del auditorio, con sus matrículas checoslovacas o polacas o de algún otro país comunista (todavía no había caído el telón de acero). Una vez terminado el concierto, los músicos metían en el maletero los estuches con sus instrumentos, sus fracs enfundados, y se iban a otra ciudad para seguir tocando cuartetos de Smetana o sonatas de Beethoven. Estos músicos, fuera del escenario, tenían un aspecto vulgar y enfermizo, parecían padres de familia acatarrados y llenos de deudas, y daba un poco de lástima verlos arrancar su coche y marchar con aire dubitativo por la calle Julio Saéz de la Hoya.
El caso es que solíamos escuchar música de cámara y, a menudo, obras de compositores inusuales: Bohuslav Martinů, Leoš Janáček, George Enescu y muchos otros. Allí fue donde escuché por primera vez un cuarteto de Shostakóvich, que no es precisamente un autor raro pero al que nunca habían programado hasta entonces. Recuerdo que me quedé absolutamente anonadado. Su música poseía una belleza desoladora: su energía y también su tristeza parecían infinitas y a mí me conmovió hasta lo más íntimo.
Claro, yo era joven y muy impresionable y descubría aquella música por primera vez. A quien sí había leído ya (y con parecido entusiasmo al que me produjo el cuarteto de Shostakóvich) era al escritor Nikolái Leskov. Había sido por azar: en el rastro compré un librito de saldo de la editorial Bruguera que contenía dos relatos: Lady Macbeth de Mtsensk y El pensador solitario. Aquel libro parecía inofensivo y tenía una portada amable, con una ilustración de una regordeta señorona rusa, ricamente ataviada. Pero al igual que los catarrosos músicos de la Filarmónica se convertían en el escenario en intérpretes de una música salvaje, aquel volumen de apariencia ñoña contenía en sus páginas vitriolo puro. La lectura de Lady Macbeth me subyugó: era una obra brutal, no sólo por su sangriento argumento sino, sobre todo, por la intensidad con la que Leskov describía las emociones y los pensamientos de sus personajes. La carnalidad del relato, su ambigüedad moral y la sabiduría narrativa del autor en seguida lo convirtieron en uno de mis libros favoritos. Lo releí una y otra vez y corrí a las librerías y bibliotecas de Burgos en busca de más títulos de Leskov, pero fue inútil: parecía no haber escrito otra cosa que esa Lady Macbeth que tanto me había gustado. Sólo años más tarde, en Madrid, pude leer en la Biblioteca Nacional toda su obra publicada en España desde los años cuarenta. Mi amor por su literatura se acrecentó: ¡qué autor más maravilloso! Me interesaban mucho sus personajes, generalmente hombres humildes y raros que trataban de vivir en radical coherencia con sus ideas, sin hacer concesiones a nadie más que a su conciencia o a sus sentimientos (esto a algunos les acercaba a la santidad y a otros al crimen). Me producía mucha tristeza el que, para muchos, Leskov no fuera más que el autor en el que se inspiró Shostakóvich para escribir el libreto de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, un poco el equivalente ruso de Antonio García Gutiérrez con Il trovatore de Verdi. ¡Qué gran error! Leskov es un autor absolutamente maravilloso y apasionante.
Lo cierto es que en España ha tenido poca suerte editorial. Prácticamente sólo se ha traducido y reeditado su Lady Macbeth y hasta que la editorial Alba no publicó en 2003 una antología de relatos traducida por Fernando Otero Macías era prácticamente imposible encontrar nada más. Por eso esta traducción de Sara Gutiérrez para Impedimenta es una auténtica noticia: ¡Leskov vuelve a estar en las librerías españolas! Ojalá pronto vengan nuevos títulos (si algún editor me está leyendo, le pido de rodillas, arrastrándome por la ceniza y besándole los pies que reedite Tres hombres de Dios).
Cuando leí la obra de Leskov traducida (que es una pequeña parte de todo lo que escribió), descubrí también esta novelita de La pulga de acero (título abreviado de Relato sobre el zurdo bizco de Tula y la pulga de acero; las otras ediciones que conozco dudan entre dar el protagonismo en el título a La pulga —Reguera, c. 1945— o al Zurdo —Ráduga, 1987 y Alba, 2003—). Sea La pulga o El Zurdo, lo cierto es que el lector que sólo conozca a Leskov por su Lady Macbeth debe prepararse para encontrarse con un mundo narrativo diametralmente opuesto: La pulga tiene un delicioso aire de cuento infantil, con sus exageraciones, sus retos imposibles y sus palabras inventadas. Es cierto que bajo su apariencia bienhumorada y fantasiosa, de charlotada en la que quien menos se lo merece se lleva los bastonazos, se encierra una acerba crítica social, pero lo que domina es una sensación de ligereza, de relato popular, casi de narración oral, entretenidísima y llena de encanto. Es un cuento ruso muy en la línea de esos relatos de inocentes tocados por el dedo de Dios, capaces de hacer cosas extraordinarias, y muy coherente con el resto de la obra de Leskov, con esos personajes en los que plasma su concepto del «alma rusa» (la religiosidad, la pureza, la bondad, el patriotismo). No diré mucho más, porque es un relato tan breve que no conviene manosearlo con explicaciones innecesarias: el lector me lo agradecerá. Sólo advertiré a quien crea conocer esta obra por alguna de las ediciones anteriores que, en realidad, no ha leído La pulga: muchos de los juegos de palabras que utiliza constantemente el autor no aparecen en otras traducciones. Cuando leí la versión de Sara Gutiérrez redescubrí, maravillado, un texto del que (aparte del placer de la lectura) no esperaba ninguna sorpresa. No fue así. Esta versión se acerca como ninguna otra al original ruso y lo hace con toda la simpatía y la belleza de los cuentos de Leskov. Vamos, no sé qué hacen que no corren a la librería para comprarlo ahora mismo.

jueves, febrero 07, 2008

Memorias del desarrollo, Edmundo Desnoes

Mono Azul, Madrid, 2007. 252 pp. 19,95 €

Alejandro Luque

En 1966, el escritor Edmundo Desnoes publicó Memorias del subdesarrollo, una de las mejores novelas de la historia de Cuba y sin duda la mejor de su generación, la del 50, con permiso de grandes nombres como Antón Arrufat, Reinaldo Arenas, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet o César López. Lo que hacía único este volumen era el enfoque que se daba a la Revolución castrista: ni desde la militancia ni desde Miami, sino todo lo contrario. Su protagonista es un burgués que ve cómo sus hermanos de clase se marchan de la isla a toda prisa, pero él decide quedarse para sentirse libre de viejas ataduras, pero también porque sabe que va a presenciar algo insólito e irrepetible. Esta situación sirve en bandeja apasionantes reflexiones acerca del subdesarrollo, más allá de los parámetros políticos o económicos, como un factor cultural profundamente arraigado. De este obra hizo Tomás Gutiérrez Alea, el director de Fresa y Chocolate, una insuperable versión cinematográfica. Encontré un descojonado —Borges habría dicho “fatigado”— ejemplar de Memorias del subdesarrollo en un tenderete callejero de La Habana, y desde entonces ha sido una de mis lecturas predilectas. Cuando, no hace mucho, la editorial Mono Azul lanzó este título por primera vez en España (¡cuarenta años de retraso!), me quedé perplejo ante la escasa repercusión que tuvo. O los críticos de este país andan en sabe dios qué ignotas joyas, o se demuestra que sin un aparataje publicitario ruidoso, o el marchamo de una editorial gorda, a nuestros colegas se les van las mejores: apenas un par de reseñas, y tampoco muy entusiastas. También pudiera ser que yo me haya convertido en un casi solitario fanático, en cuyo caso me permito empecinarme en mi empresa para abordar una novela complementaria de la mencionada, estas Memorias del desarrollo que acaban de llegar a las librerías. Desnoes, exiliado e instalado en Nueva York desde 1979, ha querido cerrar un ciclo escribiendo desde la otra orilla, desde el mundo rico y civilizado. De nuevo el punto de vista vuelve a ser altamente estimulante, porque el alter ego narrador, perfectamente integrado en los Estados Unidos, siente a la vejez el desgarro de ser un hijo pródigo de la Revolución, una rama injertada en un árbol cuyas raíces no son las suyas. Es sólo el punto de partida de una narración que toca muchas claves y traza, a lo largo de 250 páginas, un universo personal de contradicciones e interrogantes.
Uno de los episodios más intensos empieza cuando el protagonista adquiere un bastón con cabeza de perro, lo llama Fiddle —pronúnciese ‘fidel’— y sostiene un largo diálogo con él. Rizando el rizo, podemos entrever que dog (perro) se lee a la inversa como dios (god), pero quizá ese juego sea ya para sacar nota. Lo cierto es que en la ciudad desarrollada el individuo existe en tanto consumidor, o sea, vale lo que tiene; su nostalgia de Cuba parte de una identidad que se basaba en lo que hacía. El intelectual se encaramaba sobre su obra y ésa era su estatura, era alguien porque sus libros tenían el poder de intervenir en la realidad. Sin embargo, ese abrazo de la Revolución podía aniquilarlo: bastaba con molestar al poder para que éste lo aplastara como a un insignificante insecto. En el mundo desarrollado, por el contrario, la censura contra el intelectual se ejerce por asfixia: hay tantos libros, tantas cadenas de televisión, que la condena a la invisibilidad la dicta sibilinamente el exceso. Resulta curioso que Memorias del desarrollo viera la luz al mismo tiempo que la edición americana de Exit ghost, lo último de Philip Roth. También hay en estas páginas una reflexión alrededor de la vejez, pues en la sociedad de consumo todo, incluido el ser humano, es desechable. Pero el anciano de Memorias se resiste a ser arrumbado en el trastero en tanto sigue deseando, y sobre todo acarreando una memoria. En él concurren los dos caminos, el que tomó y el que quiso rechazar, lo que fue y lo que podía haber sido, todo trenzado en una soga que le ata a la vida y le impele a emprender una huida en busca del verdadero yo. No desmenuzaré los sucesivos episodios ni el contundente final de esta obra, pero sí adelanto que hay un mensaje para los lectores del futuro, una suerte de testamento literario absolutamente fascinante. Y una advertencia: el autor asume el riesgo de desarrollar los diálogos casi en formato bilingüe inglés y español, algo que ya ensayara en cuentos como Jack y el guagüero. Ignoro si este hecho será molesto para quienes desconozcan la lengua de Shakespeare aun en sus nociones más básicas, pero creo que el experimento está justificado. La conciencia del personaje discurre en castellano, pero los diálogos con sus vecinos estadounidenses tal vez quedarían desvirtuados con la traducción. La sensación de dos planos —también idiomáticos— se hace de este modo mucho más poderosa. Cuatro décadas después de Memorias del desarrollo, Desnoes ha vuelto a sacar músculo para cerrar el círculo y demostrar, de paso, que aquella obra maestra no fue una iluminación pasajera. Esta segunda parte, aunque independiente de la primera, es un torrente similar de buena prosa que arrastra ideas punzantes directas a la conciencia. Un minucioso juego desmontable que proporcionará al lector muchas horas de placer y no pocas preguntas desasosegantes. Nunca es tarde para descubrir a un maestro escondido.

miércoles, febrero 06, 2008

Los Metabarones, Juan Giménez / Alejandro Jodorowsky

Mondadori, Barcelona, 2007. 605 pp. 44,90 €

Julián Díez

Años antes de convertirse en el gurú de cientos de millares de ociosas de todo el mundo, Alejandro Jodorowsky escribió algunos de los mejores cómics de ciencia ficción de la historia. La principal de sus sagas, Los Metabarones, se presenta por primera vez en castellano de manera integral. La ingestión consecutiva de la obra —un tanto empalagosa, para qué negarlo; que el lector se dé por avisado y dosifique los episodios para mayor disfrute— ofrece rápidamente varias conclusiones. La primera, que sus méritos no habrían llegado jamás a trascender de no ser por Juan Giménez, el dibujante argentino que dotó a esta historia de un verdadero aliento épico, singular. La segunda, que el cómic permite a un autor como Jodorowsky afrontar excesos tan de su gusto, y que resultarían ridículos en la literatura, con un mayor margen de tolerancia en el lector, lo que resulta aquí tremendamente útil. La ciencia ficción literaria ha dado progresivamente de lado una de sus posibilidades como herramienta narrativa: la alegoría. El poder llevar a la reflexión sobre otras cosas a través de exageraciones en la narración, mediante disfraces y espejos. Los metabarones es una obra profundamente alegórica: las tremebundas historias de los cinco señores guerreros de un distante futuro de escala interestelar no buscan sostenerse en ningún momento en cimientos de verosimilitud. Son herramientas para reflexionar sobre nuestro entorno, y en particular, para hablar con una máscara conveniente de cuestiones como la agresividad humana o el ansia del poder. Jodorowsky siempre ha manifestado una especial admiración por la serie novelística Dune, de Frank Herbert. Incluso intentó adaptarla al cine ya en los setenta, en un disparatado proyecto en el que Salvador Dalí interpretaría al emperador sentado en un trono en forma de retrete. Cabe enlazar a esta serie con esa vieja pasión, llevando los mecanismos que Dune comenzó a desarrollar hasta un paroxismo visual y temático. En cuanto a cada historia en sí, personalmente no puedo sino concluir que van desfilando en un leve, pero continuado, descenso de interés. Othon, el trisabuelo, el primer relato, cuenta con una frescura brutal que se va tiñendo muy levemente de autocomplacencia y metarreferencialidad con el paso de los episodios. Para cuando se publicó la historia final, Sin nombre, el último metabarón, Jodorowsky ya no era un excéntrico imaginativo, sino el personaje que hoy lee el tarot psicomágico en el telediario de Sánchez Dragó en Telemadrid, y que disparata sus chorradas habituales en el —por lo demás interesantísimo— epílogo. Y, quieras que no, eso se nota. Sin embargo, el volumen se termina porque uno ya está enganchado, y además siguen existiendo pequeños detalles que justifican el interés —a través del detallismo de Giménez, pero también por los extremismos bizarros de la imaginación de Jodorowsky—. Mención aparte merece la edición de Mondadori. Agrupar una serie como esta en un solo tomo es un deleite para los aficionados, y supone el tipo de labor editorial que justifica la existencia de las grandes compañías, que pueden afrontar el riesgo de publicar volúmenes tan caros. Desgraciadamente, para hacerlo viable comercialmente se ha optado por un formato algo inferior al original, por lo que el dibujo de Giménez pierde vistosidad. Es posible que los amantes del cómic extremos, pues, sientan que aún está pendiente una integral en las mejores condiciones posibles; para los lectores casuales, como yo, la experiencia es satisfactoria por sí misma.

martes, febrero 05, 2008

La noche del risón, Gonzalo Moure

Anaya, Madrid, 2007. 104 pp. 14 €

Ignacio Sanz

Gonzalo Moure es un escritor celebérrimo entre el público infantil y juvenil, uno de los más queridos en colegios e institutos. Comunica en la corta distancia con verdadera pasión y remueve las entretelas de los muchachos que lo escuchan boquiabierto. He tenido ocasión de comprobarlo. Ha ganado muchos de los premios de este género lo que garantiza su solvencia y oficio. Por mi parte lo había catado en alguna de sus obras anteriores pero, si he de decir la verdad, lo había encontrado ligeramente ternurista. No creo que eso sea un baldón para su obra, posiblemente el ternurismo enlace bien con el espíritu dominante de la infancia.
La noche de El Risón, la novela objeto de este comentario, es una obra descarnada, llena de crudeza que retrata una noche de temporal en un pueblo costero del norte. Y lo hace en primera persona. Esta experiencia que resulta iniciática para el narrador, se traslada con todas las emociones al espíritu del lector que vive esos mismos desasosiegos y peligros. Por eso me ha sorprendido tanto esta novela verdaderamente extraordinaria.
Nos encontramos en una taberna; los ecos del temporal llegan hasta el ambiente tenebroso donde un grupo heterogéneo de personajes cuentan historias increíbles para ir sobrellevando esa noche horrible. La tensión domina el ambiente; a una historia desgarradora sucede otra horripilante y a ésta una macabra. Los que cuentan son tipos curtidos de la costa, marineros con experiencia, pero el narrador ya no es el adolescente que vivió aquella noche inolvidable, sino un hombre maduro que la recuerda mientras espera con paciencia en un aeropuerto pegado a su ordenador para aliviar las muchas horas de retraso.
Según avanzaba en su lectura me llegaban los ecos de Baroja, de Melville o de Stevenson, de Poe. Y qué curioso, en alguna página del final me encontré con estos autores a los que el Moure expresamente cita.
La leí un sábado por la mañana. Tenía una cita y, contra mi costumbre, llegué tarde por culpa de La noche de El Risón. Puedo decir que se mentí trasladado a mi años juveniles, cuando don Pío se apoderaba de mis tardes contando las mil fatigas y aventuras de sus personajes. Al viejo placer de la lectura, esta novela corta y espléndida añade la remembranza de esos años en los que fuimos subyugados para siempre por la fiebre de la lectura. Literatura de alto voltaje.