Traducción y prólogo de Gabriel Hormaechea. Global Rhythm, Barcelona, 2007. 147 pp. 20 €
1.
Marta Sanz
Hay reseñas que nos salen profesorales o líricas; algunas transparentan los otros trabajos que nos traemos entre manos; unas cuantas funcionan como una justificación, aspiran a ser sólo una lectura o revelan un estado de conciencia. Las hay que se impregnan con la voz del texto original: enmascarada de
Colette, comienzo una disertación que es el síntoma de un encantamiento.
En
Lo puro y lo impuro,
Colette esboza los retratos de unos seres que son primero personas y, a posteriori, después del embalsamamiento de la página escrita, de forma secundaria, personajes: mujeres virilizadas y mujeres que aman a otras mujeres, donjuanes, adictas al opio y a los muchachos jóvenes, mujeres enamoradas de homosexuales y homosexuales enamorados de hombres con mono azul, alcohólicas sáficas que escriben poemas y se consumen pronto, echadoras del tarot... Todos tienen nombre: Charlotte, Damien, Marguerite Moreno, Renée Vivien, Amalia, May, Pepe, las Ladies of Langollem. En la literatura de
Colette el texto de la vida siempre es mucho más grande que el texto de la literatura: en cada libro —también en éste, retrospectivo y tardío— exprime su experiencia vital como un limón ácido, agrio, a veces dulce, y sus personajes son casi siempre una escueta mascara, apenas el velillo con el que la consumidora de opio esconde la mirada al salir del fumadero. Por aquí desfilan quienes, de algún modo, deslumbraron a
Colette como referentes de lo puro, de lo impuro, del placer, de la inocencia, de la libertad en contraposición al amor, de la soledad, de la búsqueda de uno mismo que a veces pasa por someterse a una violenta metamorfosis, a un estiramiento o encogimiento en el que los senos desaparecen por debajo de la blusa, el pelo se trasquila o una corona de rosas de pitiminí adorna la cabeza del más viril de los muchachos —su cogote como un tronco rubio—.
En el mundo de
Colette —una mujer disfrazada de hombre, el chaleco, el traje, el pañuelo de seda; una mujer muy pintada que fue negro de su primer esposo, mimo, atenta escuchadora que sobre todo observaba—, da la impresión de que todos sus habitantes son hermafroditas, de que surgen especies con nuevas sexualidades, de que esa diferencia jamás es una culpa y de que el dolor es un concepto económico de la pasión amorosa o un corazón demasiado conforme, anestesiado, desatento a la llamada del cuerpo. Incluso en la tristeza se atisba una posibilidad de placer. Para alcanzar el placer hay que adiestrar la sensibilidad, tener los cinco sentidos a flor de piel o en la punta de la lengua, ser capaz de escribir cosas como «su negro e incitante perfume de trufa fresca, de cacao quemado, me infundió paciencia, un difuso apetito y optimismo» (p. 21). Habla del opio. A veces el lector puede sentirse fascinado, primariamente, por las palabras. No hay que disculparse.
El pensamiento no es nítido en la prosa de
Colette. Ella trabaja con la impresión y al lector le cuesta entender, o quizás es que a la propia
Colette le costaba entender; a menudo sorprenden algunas intuiciones contradictorias: por ejemplo, esa admiración por la fortaleza del hombre que cristaliza en el deseo de ser un muchacho y no una mujer travestida, la virilización como valor que expresa urgencia de libertad: «¿Por qué que me quieres arrebatar la ilusión de que he podido valer tanto como un chico?» (pág. 94), pregunta Amalia mientras se echa las cartas y sigue disertando sobre la ridiculez de esas mujeres que echan de menos el falo: no se trata de parecer un hombre, sino de poder valer, “significar” socialmente como el varón.
El prólogo y la traducción de
Gabriel Hormaechea son espléndidos. En el primero,
Hormaechea desbroza la temática de la obra de
Colette, contextualizada en su marco histórico, y nos permite darnos cuenta de que el pensamiento de
Colette está en la base de mucha de la literatura escrita por mujeres a lo largo del siglo XX y en lo que llevamos del XXI. Aunque sea un anacronismo, no resulta desafortunado afirmar que
Colette es una escritora “postfeminista” muy cercana a la sensibilidad actual, sobre todo en lo que atañe a su reivindicación de la diferencia; a la vez, aboga por patrones “conservadores” como el matrimonio o la fiel tranquilidad, sobre todo, de las lesbianas. También el misterioso género de este libro —¿memorias?, ¿ensayo?, ¿entrevistas? para mí, una narración pulcramente medida en la que no se ha dejado nada al azar— enlaza con las formas actuales de búsqueda en el límite entre los géneros: una ambigüedad, una mezcla, que desde el ámbito de la textualidad y de sus moldes corredizos refleja los moldes corredizos de la sensualidad y de la vida que obsesionaron a la autora.
Colette no se parece en nada a una libertina, ya que su preocupación por el placer es un modo de comprometerse con la erradicación del dolor, las soledades, la muerte prematura, el sacrificio.
Hormaechea señala en su prólogo que, a pesar de la distancia desde la que mira a sus protagonistas,
Colette se compromete afectivamente con ellos. Ella lo define con la precisión y la belleza que caracterizan su lenguaje: «Expulsada y presente, testigo traslúcido, paladeaba una paz indefinible que no dejaba de producirme cierta vanidad de afiliada» (p. 122). No es una observadora aséptica, sino moral. Habla de las costumbres; perfila las que nos convierten en perros abandonados y señala conductas ejemplares que serían excéntricas, punibles, para una mentalidad rancia: la perfecta conyugalidad de las Ladies of Langollem.
Colette juzga con juicios, con su sentido del humor, con su esfuerzo de memoria, con sus metáforas. Cada metáfora es un modo de juzgar, certero, incisivo, bello (p. 128): «En otro tiempo, me escandalizaba dolorosamente que el macho prefiriera, en el cuerpo de la hembra, no tanto el atractivo de trampa profunda, de abismo liso, de viva corola marina, como la arrogancia intermitente de lo que más viril posee una mujer, y no olvido los senos. El hombre va a lo que puede tranquilizarlo, a lo que puede reconocer en ese cuerpo femenino cóncavo, en todo contrario al suyo, inquietante, nunca familiar, cuyo olor indeleble ni siquiera es terrestre, sino tomado de la zostera original, del marisco crudo.» Hermosa opacidad en la que cada metáfora es una mirada, una corriente eléctrica que sacude las neuronas, una decisión.
2.
Alicia Soria
Cuenta la leyenda que en su primer encuentro Marcel Proust y Colette mantuvieron el siguiente diálogo:
Marcel Proust: Señora, sus libros son los de un joven Narciso con el alma llena de lujuria.
Colette: Señor, usted delira. Mi alma está llena de frijoles y panceta.
Curioso encuentro entre el gran retratista de Sodoma y la osada cronista de Gomorra... Esta escena, además de interesarnos por poner frente a frente a dos figuras principales de la literatura francesa de principios del siglo XX, también puede darnos una idea del sofisticado mundo de los salones parisinos en los que se desarrolló buena parte de aquella vida cultural. Un universo plural y sorprendente, habitado por figuras fuera de lo común que disfrutaron de una extraordinaria libertad personal y creativa.
Dentro de este contexto, la figura de Colette destacó por lo osado, e incluso escandaloso, de su vida y obra. Sidonie Gabrielle Colette fue una escritora notable y una mujer fuera de lo común, íntimamente vinculada con su personaje literario más conocido, Claudine. Pero es quizá en Lo puro y lo impuro donde el vínculo entre obra y vida es más evidente, y donde la referencia abierta a sus contemporáneos nos ofrece una fotografía más precisa de Colette y su entorno parisino.
Es cierto que en Lo puro y lo impuro la autora enfoca su observación en un círculo muy concreto que no abarca el conjunto de sus relaciones: si bien menciona a Marcel Proust en tanto pintor de Sodoma, pasa por alto otros magníficos creadores con los que mantuvo relación, tales como André Gide o Paul Claudel. Cabe señalar la admiración que el autor de L’inmoraliste declaraba por la obra de Colette, así como sustanciales semejanzas en sus obsesiones literarias y existenciales (si bien afrontadas de tan diferente modo: luminosa ella, atormentado él).
Por el contrario, muchos de los personajes que asoman en Lo puro y lo impuro son artistas hoy casi olvidados: en especial las componentes de lo que podríamos llamar “el círculo de las amazonas” (inspirado en el título Pensées d’una amazona de Natalie Clifford Barney). Mujeres dedicadas al arte, emancipadas (en algunos casos, ricas herederas), muchas de ellas lesbianas, que estuvieron tan interesadas en hacer arte tanto en sus vidas como en sus obras. En los retablos que componen Lo puro y lo impuro, contemplamos el escenario exquisito, interesante y bastante decadente en el que se mueven estas artistas: unas lánguidas, otras enérgicas, pero todas cautivadoras.
Uno de los personajes a los que Colette dedica mayor atención es Renée Vivien, pseudónimo de Pauline Mary Tarn. Entre los poemas de Renée Vivien (de su nombre se puede deducir un revelador “renacida y viviente”) encontramos los más delicados himnos al amor sáfico, cargados de simbolismo y sin embargo rechazando la máscara. El retrato que de ella hace Colette inquieta y seduce al mismo tiempo: una mujer ingeniosa y seductora, inconstante y volátil, víctima de la poesía y el alcohol a partes iguales.
Dentro de este círculo, hay que destacar a
Natalie Clifford Barney, cuyo salón fue el auténtico epicentro de este fenómeno protagonizado por figuras como la mencionada
Renée Vivien,
Emilienne d’Alençon,
Liane de Pougy (bailarina en la que
Proust se inspiró para crear a su inolvidable Odette de Crécy), o incluso la
Bella Otero.
Natalie Clifford Barney, lesbiana sin ambages y amiga del escándalo como forma de “librarse de engorros”, empezó a publicar poemas de amor abiertamente homosexuales en 1900.
Feminista combatiente y detractora de la monogamia, algunas de sus declaraciones resultan particularmente jugosas: «Tengo la impresión de que aquellos que osan rebelarse en cualquier época son aquellos que hacen la vida posible –son los rebeldes quienes expanden la frontera de lo correcto, poco a poco». Por otra parte, mantuvo sonados idilios con algunas de las componentes de este “círculo de amazonas” —por mencionar sólo dos, un romance tormentoso con
Renée Vivien o una larga relación con
Romaine Brooks.
En cuanto a esta última, icono del
art déco y pintora especialmente dotada para el retrato, descolla por su existencia novelesca, que en cierta medida ha relegado a un segundo plano su arte, alejado de las tendencias vanguardistas. Si existió entre estas mujeres una voluntad inquebrantable para la propia realización, esa fue la de
Romaine Brooks.
Existencias excéntricas, personalidades abrumadoras y creaciones genuinas son, entre otros, los puntos en común de este círculo de artistas marginales en tanto habitantes de los bordes de la historia, si bien no por secundarias o menos interesantes. Así supo reconocerlo
Colette, y de tal manera lo retrata en
Lo puro y lo impuro, un libro dedicado a unos personajes fascinantes (por mencionar otros nombres no exclusivamente femeninos, rescatemos también los de
Édouard de Max o
Robert d’Humières, individuos singulares que merecen recordatorio aparte) que brillaron con imprevisto fulgor durante un par de décadas. Un fulgor que, sin embargo, no sobrevivió al exceso de violencia que supone dos guerras mundiales seguidas, y que se apagó en una noche mucho más oscura que la que
Renée Vivien y sus amigas amazonas jamás imaginaron:
«Nuestros besos lunares poseen pálidas dulzuras,
Nuestros dedos no hieren sobre la mejilla aterciopelada,
Y podemos, al desatarse la cintura,
Ser al tiempo amantes y hermanas».