José Luis Gómez Toré
Quien conozca libros anteriores de Juan Andrés García Román (Granada, 1979) como Las canciones de Lázaro o Launa y se acerque a los poemas de El fósforo astillado comprobará hasta qué punto nos encontramos ante una escritura en constante búsqueda, que explora siempre nuevos territorios, nuevas experiencias del lenguaje. El fósforo astillado es, en el más pleno sentido del término, un poemario y no una mera colección de poemas. Los textos pueden ser leídos aisladamente sin perder su temperatura poética (sirvan de ejemplo excelentes poemas como El cohetero de la nieve, Has soñado el poema (La lágrima centrifugada) o Por primera vez estás triste (Belisario envía tropas a los árboles). Sin embargo, sólo alcanzan su pleno significado en el conjunto. El poeta nos invita a leer los diferentes textos como parte de una estructura dramática, la del supuesto ensayo general de una ópera, lo que le permite introducir, a modo de intertextos, los retazos de un "Cuaderno del apuntador". El juego, sugerente y divertido a la vez, nos muestra la complejidad de la propuesta. El poeta sabe que vivimos en la era del comentario, de la cita, de la intertextualidad elevada a su máxima potencia ("Nuestra actitud respecto a la poesía podría definirse de este modo:/nos tocaba actuar después de un mago"). Algo que no resultaría tan inquietante si no nos asaltara una y otra vez la sospecha de que detrás de ese laberinto de espejos no hay nada a lo que agarrarnos: "No atravieses las imágenes -te dicen- detrás no hay nada, ningún tesoro tras la catarata". Por otra parte, la referencia operística resulta muy acertada en su doble vinculación con el teatro y la música. La música recrea la fascinación de ese juego de repeticiones y variaciones, de armonías y disonancias, que se le plantea al poeta moderno. Éste sabe que no escucha ya la secreta armonía del universo, sino, como decía irónicamente Enrique Lihn, en todo caso "la musiquilla de las pobres esferas". Asimismo, las referencias teatrales no resultan arbitrarias: desde el siglo XIX, una de los caminos que ha buscado la poesía para evitar el solipsismo ha sido el juego dramático entre distintas voces, desde la certeza de que en el lenguaje nunca, ni siquiera en el monólogo, hay un solo hablante. Esa pluralidad de voces responde asimismo a la certeza de la imposibilidad de una obra definitiva y de una verdad definitiva, sólo nos queda "Alcanzar el estado de "ensayo general". Y representarlo, representar el ensayo".
Como el norteamericano John Ashbery, uno de los poetas vivos más importantes y una evidente influencia en buena parte de la joven poesía española, García Román se atreve al difícil arte de jugar, sobre todo, en la superficie de las cosas. La literatura, pero también la historia, nos ha enseñado a desconfiar de quien pretende ser sublime en cada palabra, de quien quiere ser profundo sin haber conquistado el derecho a la hondura. Y es que "cuando estás/ a punto de decir, a las palabras que rodean la palabra/ les entra la risa floja". La distancia irónica tiene sus riesgos, entre ellos el de sumergirnos en esa trivialidad que parece amenazarnos por doquier en una sociedad donde todo parece destinado a convertirse en mercancía ("Eso es capitalismo: la risa de una nadadora de sincronizada"). Con todo, detrás de la superficie se esconde una insospechada profundidad que tiene que ver con la historia de amor que el poeta deja entrever. Hölderlin soñaba con que el lenguaje de los amantes fuera el lenguaje fraterno de la humanidad. En ese amor se deja ver el atisbo de fragil utopía que atraviesa el poemario: frente al lenguaje que cosifica, que nos borra, el astillado sueño de un lenguaje verdadero, la utopia que se parodia pero a la vez se encarna como una promesa necesaria, aunque tal vez siempre inconclusa, en la inteligente textura de este libro.
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