Mercedes Cebrián
Si se pudiera medir la intensidad de ciertos personajes de novela, Charles, el protagonista de Postales de invierno, daría unos niveles tan altos que harían saltar las alarmas. Todo en esta novela se ve a través de su mirada, la de un hombre de veintiocho años —ojo: veintiocho años de los de mediados de los 70— enamorado o más bien obsesionado con Laura, una mujer casada con la que salió durante un tiempo cuando ella no estaba aún comprometida.
Las vidas de Charles y de sus familiares y conocidos (su madre, Clara, y su padrastro, Pete; su inseparable amigote Sam; su hermana Susan; su compañera de trabajo Betty…) son entre anodinas e insostenibles, por razones relacionadas con el entorno socioeconómico en el que viven y con el funcionamiento poco funcional de sus cerebros. En este paisaje vital y geográfico (un crudo invierno de 1975 en Washigton) sitúa Ann Beattie a sus personajes y nos narra durante 362 páginas su día a día, centrándose en la cotidianidad del obsesivo y apocado Charles.
El lector enseguida se dará cuenta de que la cabeza de Charles es una máquina de pensar en Laura: de recordar buenos y malos momentos (entre los buenos destaca el rico suflé de naranjas y Brandy que Laura hacía), de fantasear con otros que probablemente nunca tendrán lugar y de tratar de reparar sin solución los errores cometidos por ambos y que les posibilitarían ser felices juntos (“la realidad invade sus fantasías, es un problema que siempre ha tenido”, nos dice el narrador sobre Charles en una tercera persona muy cercana a aquel). Este mecanismo obsesivo, hiperrealista y excelentemente fabricado, impide, como no podía ser de otra manera, el avance de la acción. Pero, ¿de qué acción estamos hablando? Tampoco nos perderíamos grandes acontecimientos vitales si ésta avanzase más rápidamente, como mucho un paseo en coche hasta el supermercado o hasta la pizzería para comprar la comida que ninguno de los personajes quiere cocinar por pura desidia. Como Charles y su inseparable Sam son un par de tipos sin muchas aspiraciones vitales, fácilmente considerables niñatos, sus acciones son mucho menos interesantes que esa verborrea silenciosa que pasa por la cabeza del primero. Ese es el motor y a la vez el combustible de esta novela: las gafas que Charles lleva puestas para observar el mundo y la galería de personajes que tras ellas se nos muestra: todos son tristes y disfuncionales porque quien los mira también lo es.
Las vidas de Charles y de sus familiares y conocidos (su madre, Clara, y su padrastro, Pete; su inseparable amigote Sam; su hermana Susan; su compañera de trabajo Betty…) son entre anodinas e insostenibles, por razones relacionadas con el entorno socioeconómico en el que viven y con el funcionamiento poco funcional de sus cerebros. En este paisaje vital y geográfico (un crudo invierno de 1975 en Washigton) sitúa Ann Beattie a sus personajes y nos narra durante 362 páginas su día a día, centrándose en la cotidianidad del obsesivo y apocado Charles.
El lector enseguida se dará cuenta de que la cabeza de Charles es una máquina de pensar en Laura: de recordar buenos y malos momentos (entre los buenos destaca el rico suflé de naranjas y Brandy que Laura hacía), de fantasear con otros que probablemente nunca tendrán lugar y de tratar de reparar sin solución los errores cometidos por ambos y que les posibilitarían ser felices juntos (“la realidad invade sus fantasías, es un problema que siempre ha tenido”, nos dice el narrador sobre Charles en una tercera persona muy cercana a aquel). Este mecanismo obsesivo, hiperrealista y excelentemente fabricado, impide, como no podía ser de otra manera, el avance de la acción. Pero, ¿de qué acción estamos hablando? Tampoco nos perderíamos grandes acontecimientos vitales si ésta avanzase más rápidamente, como mucho un paseo en coche hasta el supermercado o hasta la pizzería para comprar la comida que ninguno de los personajes quiere cocinar por pura desidia. Como Charles y su inseparable Sam son un par de tipos sin muchas aspiraciones vitales, fácilmente considerables niñatos, sus acciones son mucho menos interesantes que esa verborrea silenciosa que pasa por la cabeza del primero. Ese es el motor y a la vez el combustible de esta novela: las gafas que Charles lleva puestas para observar el mundo y la galería de personajes que tras ellas se nos muestra: todos son tristes y disfuncionales porque quien los mira también lo es.
Postales de invierno está emparentado con Vía Revolucionaria de Richard Yates por ser ambos crónicas del desencanto ante el estilo de vida estadounidense. Yates centra su novela en los sesenta y Beattie en los setenta: las bandas sonoras son distintas —en Postales, Bob Dylan acaba de sacar disco nuevo—, pero el vacío del que nos hablan es similar, y fácilmente trasladable a nuestra década.
2 comentarios:
Coincido plenamente con esta crítica, leí el libro hace unos meses y aún dan vuelta por mi cabeza sus personajes.La dulzura de Charles, imaginando su vida con su casada amada, me parece de una brillantez absoluta.
Absolutamente recomendable. El prólogo de Fresán también es bastante digno, todo sea dicho
La verdad que los libros del asteroide se están convirtiendo en imprescincibles. Sólo por la frase que mencionas, "la realidad invade sus fantasías" merece la pena. Y, claro, por lo de Dylan.
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