Prol. Horacio Vázquez-Rial. Navona, Barcelona, 2008, 195 pp. 12,50 €
Juan Pablo Heras González
Hoy parece una rareza. Se nos presenta como un Faulkner en tono menor, sepultado por años de olvido. Pero El camino del tabaco vendió más de dieciocho millones de ejemplares entre 1932 y 1940, tuvo una exitosa adaptación teatral en Broadway y fue llevado al cine por John Ford en 1941. Y aunque no ha dejado de reeditarse con cierta frecuencia, hoy uno se asoma a este libro presumiendo que va a encontrarse con los valores caducos de un éxito coyuntural. Sin embargo, una vez leído resulta más fácil explicar las razones de su reedición actual que las del éxito fulgurante que le acompañó en su aparición en el mundo. Es cierto que resulta más asequible que El ruido y la furia, y que hay algo de morboso en la elección del tema. Pero puedo asegurar que si esta novela hubiera sido escrita hoy y encontrara un editor valiente que se atreviera a sacarla a la luz —hoy, el riesgo comercial se compensa con un halo de clásico olvidado—, apenas se asomaría a las autopistas de los best-seller. Porque carece de personajes con los que el lector pueda simpatizar, de intrigas subyugantes y de prosas preciosistas. El camino del tabaco es una novela desnuda, amoral, un panorama tan aséptico como despiadado del subdesarrollo de la vida rural en el sur de Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Caldwell da cuenta de unos días en la vida de los Lester, una vieja familia arruinada que se resiste a emigrar a la ciudad, con la esperanza vana de que vuelva a brotar el algodón en el campo yermo en el que malviven. Su hambre sólo es comparable con su abulia y su mezquindad, y ahí van dos botones de muestra: Jeeter, el padre, siempre encuentra algo mejor que hacer cada vez que decide llevar a su hija de 18 años al hospital para que le cosan una monstruosa hendidura en los labios, que tiene desde que nació; la abuela es sistemáticamente ignorada, como si fuera invisible, y sobrevive comiendo raíces y hojas que encuentra ella misma por los alrededores. Cuando parece que nos asomamos a un descenso vertiginoso hacia lo animal, cuando parece que los personajes sólo se mueven por impulsos primarios de hambre y sexo, de repente aparecen patéticos vestigios de humanidad: la madre, Ada, tiene como única ilusión que la entierren con un vestido que esté a la moda del momento, que ya entonces cambiaba inexplicablemente cada año; Jeeter reza constantemente, pendiente de que sus acciones estén de acuerdo con la ley de un Dios inefable que no deja de castigarle; el hijo menor encuentra una fascinación sublime en escuchar el claxon de los coches. Es entonces cuando uno se pregunta si es la civilización o la barbarie lo que ha llevado a estos seres a ser más sensibles a las frías y brillantes curvas de un coche nuevo que a la agonía de una anciana moribunda o de un negro atropellado. Y todo parece indicar que es en esa encrucijada entre la selva primigenia y la ciudad de los hombres donde se halla el monstruo. Y, ojo, no cabe hablar de deshumanización, porque también en lo humano está la oscuridad, la misma de la que es espejo El camino del tabaco, un best-seller imposible e inexplicable que nos deja en el aire una pregunta cuanto menos inquietante: ¿en qué hemos cambiado como lectores a lo largo de este siglo.
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