Trea, Gijón, 2008. 87 pp. 12 €.
Alba González
Hay libros que invitan al desconcierto. Occidente de Juan Carlos Gea (Albacete, 1964) es uno de ellos. Pero si como decía Stendhal hablar de política en una novela es como un pistoletazo en medio de un concierto, no es menos de agradecer que este poeta afincado en Gijón revuelva las faldas y chaqués de los lectores con semejante cañonazo épico. No es nuevo en su producción el abordar textos de recorrido largo, recuperaciones, no por prosaicas menos líricas, de los pulsos de la epopeya: su anterior libro, El temblor (publicado en 2005 en la misma casa) poetizaba sobre el terremoto que sacudió Lisboa un Sábado de Santos de 1755.
Occidente tiene varias partes, dos de ellas nombradas: la primera son las Vísperas, la última, las Completas. Horas de rezo para enmarcar un día, un tiempo extendido en los versos pero cercado, por si el lector tiene la tendencia de perder los relojes, por estas marcas que señalan el inicio de la loa a dios, o la celebración del descanso. El topos es una ciudad costeña, es Gijón, pero transmutada: los barcos que llegan a su puerto se atragantan con la fricción de sus consonantes y piden, como una salmodia al vaivén del mar, remolcadores que les permitan la tierra firme, el contacto.
Si tomamos uno de esos barcos para fondear en el puerto y observar la línea de edificios de la ciudad, invirtiendo un tanto el foco del libro, vemos que la voz de estos versos pasea con ritmos cambiantes: la lentitud de las tardes en el muelle, jubilados, niños, rutinas… la curiosidad a la que llaman las pocas piedras viejas que su paisaje industrial oculta y que nos conforman, a veces el fervor con el que se toma un credo (esto es: un verso) y se profieren palabras viejas para cobijarse del frío urbano o se piensa en el mundo tomando los ropajes de un viejo sátrapa, la costumbre de la carta admonitoria. Y la voz que camina, el poeta que observa y compone, oscila —así lo vemos desde el barco, tal vez refugiados de la llovizna pesada que vuelve oleosos los huesos y se cuela en el libro— siendo occidente-geografía, occidente-pensamiento, occidente-modernidad.
"Todo rueda a poniente: / es el curso de las cosas vistas desde un punto fijo". Tenemos el mundo y tenemos al sujeto en este Occidente. Y todo —ese sujeto, ese mundo— inexorablemente lanzados hacia las puestas de sol que tan bien se versifican desde una ciudad con mar, que tan bien se comprenden. Hay un cierto desmoronamiento en el discurso que sostiene Juan Carlos Gea en este libro, una firme sensación decadente al observar el universo circundante: se le dice al rey de Uruk, en larga carta que: "Y, respecto a las cosas, apreciamos sus fragmentos. / Por eso las hacemos volar en mil pedazos / para luego reconstruirlas por un precio razonable / y empezar todo de nuevo. / Así crece la escombrera». Y en otro punto se dice, al respecto de una estatua real de esta ciudad: «No es el índice de un César imperioso; / se parece más bien al de un padre resignado / que, muy a su pesar, envía al niño al sótano / ante el hecho incontestable: que la raza degenera".
Si no bastan los fragmentos para retratar la personalísima voz de este poeta, vayan pues algunas otras imágenes; primero una que puede servir para retratar el papel de esa voz en este libro: "Ya lo habéis adivinado: yo soy reo, / no menos que vosotros, y este empleo / como guía, mi escarmiento. Ni me agradan / estas sayas ni este andar con el sermón / de unas vidas ejemplares". Luego aquella que describe una de las esencias del poemario: "Esto es la normalidad: sobre marcas cambiantes / de los clanes e imperios, de reinos y comarcas / principados y provincias, señoríos, / esta luz marca otro límite: horizonte / por encima del cual sólo vuelan las gaviotas".
Terminemos por el nombre: Occidente. Dice el diccionario que proviene del verbo occido que significa caer y aludimos así al punto geográfico por el que se pone el sol. Curiosamente, hay dos verbos latinos con similares raíces, de tal modo que occido, proviniendo de otro matiz pero con una flexión estrechamente relacionada, significaría muerte. "¿Quién sabría decirme cuánto dura un nombre propio? / Lo que dura el propio cuerpo: exactamente". De la caída y su proceso (caída en edad, en mores, en piedra hecha ruinas, incluso en discurso), por lo tanto de origen y fin —así lo marcan las partes— habla, me atrevería a sugerir, este libro.
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