Marta Sanz
Cristales rotos. Cortes. Furia y cansancio. Dolor físico y moral. Dolor ideológico. Y el leitmotiv de que el deseo siempre acaba desembocando en angustia; la expectativa, en frustración. En el centro y en los bordes de un mundo donde no todos navegamos en el mismo barco por mucho que se empeñen en decirnos que sí: hay burros de primera y de segunda en esta arca de Noé. Las cifras cantan en la vida cotidiana y en la escritura de Peio H. Riaño que, defenestrándose desde lo alto de la torre de marfil de un supuesto experimentalismo metaliterario, baja, se coloca sobre las aceras, se lo llevan un poco los demonios y se muestra sanamente maleducado al hablar de dinero, evidenciando lo que, aunque no suela importar en la literatura, de verdad es importante: “Una chabola no es gratis, cuesta cerca de trescientas mil pesetas”. O las veces que se va a Zara en un año. El reverso convencional de la poesía –la zafiedad de los números, el álgebra, los años de cotización, las úlceras de estómago y una tristeza que se sabe muy bien de dónde viene- es la propia poesía. Y digo esto de la poesía, porque yo leo este libro como un poema en el que, sobre todo, se agradece que algunos escritores metan la nariz donde no les mandan: en las páginas de economía de los periódicos, en los entresijos del cuarto mundo, acá y allá, en la somatización de una miseria globalizada que nos convierte en la carne de cañón (todo lleva carne, pero habría que preguntarse ¿la carne de quién?) de las tumbonas de los psicoanalistas, de las esterillas de las lecciones de yoga, de las respiraciones profundas de los gurús de la meditación...
Cristales rotos que se clavan en las partes blandas y también, sin la delicadeza quirúrgica del perro andaluz de Buñuel, en la pupila y en el blanco del ojo de una voz poliédrica y múltiple, acaso convenientemente esquizoide, que comienza hablando en voz baja –“Yo era un modesto empresario que se arruinó. Un niño disléxico..."- para ir subiendo el tono hasta alcanzar la desvergüenza, la incorrección, el alarde de vulnerabilidad que implica cada grito: “Ahora que no existo para nadie desapareceré por dentro. Adiós.” La elocución del libro me recuerda a esa canción del grupo argentino Bersuit en la que su cantante calvo comienza cantando entre dientes, con una sonrisa, y acaba vociferando, aullando... “¡En la selva se escuchan tiros!” Creo que se titula Sr. Cobranza. El autor de Todo lleva carne golpea al lector justo en el plexo solar: lo hace con un brazo fatigado, pero a la vez lleno de una pasión y racionalidad reconciliadas a lo largo de estas páginas. Por debajo de todas las palabras hay pulso que late muy deprisa y la propuesta de lectura es, consecuentemente, vertiginosa; la palabra te conduce al vórtice del sumidero a través de distintos géneros textuales: los listados, los diálogos onanistas –que no son de besugos, porque, insisto, aquí todo lleva carne-; los jpg que cuestionan la tesis de que el pensamiento crítico es incompatible con la brevedad y la fugacidad de los textos telemáticos; poemas y versos que son como canciones; historias sin continuidad, historias que no lo son y que cobran sentido desde la simultaneidad que construye nuestro tiempo. No hay apología de la fragmentariedad posmoderna sino constatación del desconcierto y del dolor ante el desorden, ante la sinrazón impostada de las piezas del puzzle.
A Peio H. Riaño parece que le importa muy poco escribir una novela o no. Quiere contar algo que no es necesariamente una historia. No se empeña en conseguir que el lector pase las páginas para morder el queso de una aventura. De una historieta. De una luz que de pronto se enciende en el torreón de una casa sumergida en la bruma y la luz lunar. No se explota el subterfugio de las decoraciones ni de la elipsis. A veces ni siquiera el personaje convencional nos ayuda mantener nuestro pacto con su propuesta; sin embargo, nos quedamos a su lado porque sabemos que este escritor, esta voz que a veces es una y a veces múltiple, que a veces se imposta y a veces suena sospechosamente a autobiografía (¿hay algún problema con este tipo de discurso? Espero que no...), en definitiva, este autor sabe que a menudo se usa “la ficción como licencia para mentir”. Así que él se coloca en otro lugar: en el de un discurso apasionado y anti-irónico, próximo al de la poesía, un discurso tan alucinado y visionario como racional, quizá un discurso de revelación que no tiene miedo y a la vez manifiesta su propia incertidumbre, su debilidad, su incapacidad para el dogmatismo y para no caer en contradicciones. Será por la angustia. Una desoladora idea de futuro se atenúa – o tal vez se intensifica- con la llegada de un hijo al que se atiende sin profesionalidad, con la misma actitud un poco desprolija con la que el autor o la voz del texto se trata a sí misma: la personalidad, la identidad, no importan... sin embargo, nos pasamos todo el día dándoles vueltas hasta el punto de que incluso seguimos perpetuándonos –en los libros, en los hijos, en los árboles...- en las peores condiciones. Un libro incómodo: es decir, muy recomendable.
Cristales rotos. Cortes. Furia y cansancio. Dolor físico y moral. Dolor ideológico. Y el leitmotiv de que el deseo siempre acaba desembocando en angustia; la expectativa, en frustración. En el centro y en los bordes de un mundo donde no todos navegamos en el mismo barco por mucho que se empeñen en decirnos que sí: hay burros de primera y de segunda en esta arca de Noé. Las cifras cantan en la vida cotidiana y en la escritura de Peio H. Riaño que, defenestrándose desde lo alto de la torre de marfil de un supuesto experimentalismo metaliterario, baja, se coloca sobre las aceras, se lo llevan un poco los demonios y se muestra sanamente maleducado al hablar de dinero, evidenciando lo que, aunque no suela importar en la literatura, de verdad es importante: “Una chabola no es gratis, cuesta cerca de trescientas mil pesetas”. O las veces que se va a Zara en un año. El reverso convencional de la poesía –la zafiedad de los números, el álgebra, los años de cotización, las úlceras de estómago y una tristeza que se sabe muy bien de dónde viene- es la propia poesía. Y digo esto de la poesía, porque yo leo este libro como un poema en el que, sobre todo, se agradece que algunos escritores metan la nariz donde no les mandan: en las páginas de economía de los periódicos, en los entresijos del cuarto mundo, acá y allá, en la somatización de una miseria globalizada que nos convierte en la carne de cañón (todo lleva carne, pero habría que preguntarse ¿la carne de quién?) de las tumbonas de los psicoanalistas, de las esterillas de las lecciones de yoga, de las respiraciones profundas de los gurús de la meditación...
Cristales rotos que se clavan en las partes blandas y también, sin la delicadeza quirúrgica del perro andaluz de Buñuel, en la pupila y en el blanco del ojo de una voz poliédrica y múltiple, acaso convenientemente esquizoide, que comienza hablando en voz baja –“Yo era un modesto empresario que se arruinó. Un niño disléxico..."- para ir subiendo el tono hasta alcanzar la desvergüenza, la incorrección, el alarde de vulnerabilidad que implica cada grito: “Ahora que no existo para nadie desapareceré por dentro. Adiós.” La elocución del libro me recuerda a esa canción del grupo argentino Bersuit en la que su cantante calvo comienza cantando entre dientes, con una sonrisa, y acaba vociferando, aullando... “¡En la selva se escuchan tiros!” Creo que se titula Sr. Cobranza. El autor de Todo lleva carne golpea al lector justo en el plexo solar: lo hace con un brazo fatigado, pero a la vez lleno de una pasión y racionalidad reconciliadas a lo largo de estas páginas. Por debajo de todas las palabras hay pulso que late muy deprisa y la propuesta de lectura es, consecuentemente, vertiginosa; la palabra te conduce al vórtice del sumidero a través de distintos géneros textuales: los listados, los diálogos onanistas –que no son de besugos, porque, insisto, aquí todo lleva carne-; los jpg que cuestionan la tesis de que el pensamiento crítico es incompatible con la brevedad y la fugacidad de los textos telemáticos; poemas y versos que son como canciones; historias sin continuidad, historias que no lo son y que cobran sentido desde la simultaneidad que construye nuestro tiempo. No hay apología de la fragmentariedad posmoderna sino constatación del desconcierto y del dolor ante el desorden, ante la sinrazón impostada de las piezas del puzzle.
A Peio H. Riaño parece que le importa muy poco escribir una novela o no. Quiere contar algo que no es necesariamente una historia. No se empeña en conseguir que el lector pase las páginas para morder el queso de una aventura. De una historieta. De una luz que de pronto se enciende en el torreón de una casa sumergida en la bruma y la luz lunar. No se explota el subterfugio de las decoraciones ni de la elipsis. A veces ni siquiera el personaje convencional nos ayuda mantener nuestro pacto con su propuesta; sin embargo, nos quedamos a su lado porque sabemos que este escritor, esta voz que a veces es una y a veces múltiple, que a veces se imposta y a veces suena sospechosamente a autobiografía (¿hay algún problema con este tipo de discurso? Espero que no...), en definitiva, este autor sabe que a menudo se usa “la ficción como licencia para mentir”. Así que él se coloca en otro lugar: en el de un discurso apasionado y anti-irónico, próximo al de la poesía, un discurso tan alucinado y visionario como racional, quizá un discurso de revelación que no tiene miedo y a la vez manifiesta su propia incertidumbre, su debilidad, su incapacidad para el dogmatismo y para no caer en contradicciones. Será por la angustia. Una desoladora idea de futuro se atenúa – o tal vez se intensifica- con la llegada de un hijo al que se atiende sin profesionalidad, con la misma actitud un poco desprolija con la que el autor o la voz del texto se trata a sí misma: la personalidad, la identidad, no importan... sin embargo, nos pasamos todo el día dándoles vueltas hasta el punto de que incluso seguimos perpetuándonos –en los libros, en los hijos, en los árboles...- en las peores condiciones. Un libro incómodo: es decir, muy recomendable.
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