1. Recaredo Veredas
Las circunstancias personales de Martín Cerda (1930-1991) sólo podían originar una obra tan fragmentaria, tan perfecta pese a su aparente descuido, como La palabra quebrada: Cerda escribió cuatro mil artículos, era considerado el maestro del ensayo en su Chile natal, pero sólo publicó dos libros, antes de que su biblioteca y toda su obra inédita murieran pasto de las llamas: La palabra quebrada es una obra fragmentaria, como fragmentario es el punto de vista que sobre el mundo posee Cerda. Es la suya una perspectiva radicalmente moderna.
La palabra quebrada es un libro voluntariamente amputado, vocacionalmente incompleto, que habla con fervor de temas muy diversos, vinculados en su parte inicial e intermedia con las motivaciones que conducen a un autor a utilizar la escritura para mostrar su mirada sobre el mundo. En la zona final aborda las consecuencias –con frecuencia desastrosas- que la perseverancia en la mirada tiene para los literatos y ensayistas más valerosos. Uno de los móviles que motivaron la creación de este libro es la consideración de Ortega, por su desinterés por la narrativa, como autor incompleto, lo que a Cerda le indigna, le extraña y le obliga a reivindicar la brillantez y validez por sí misma de la escritura ensayística. Y no sólo del ensayo, sino del boceto, de ese apunte que inevitablemente provoca la incursión del lector en un tema que sólo va a conocer levemente pero suscita su intento, irremediablemente fallido, de preguntar, buscar, interrogar… La deriva temática de Cerda no es caótica, es similar a la que ocurre en una conversación sosegada, en la que los temas lentamente crecen, evolucionan y mutan, llevados por una lógica no demasiado evidente pero sí perceptible, que termina generando una totalidad, que si bien no acepta fácilmente una definición, sí es plausible y enlaza con la tesis central de su autor, definida por la necesidad de una indagación continua, casi perpetua.
Sus reflexiones sobre la autoría resultan especialmente interesantes, ya que para Cerda cualquier disociación entre autor y obra es absurda. No en vano, uno de los grandes móviles de su obra es la máxima de Montaigne: “soy yo mismo la materia de mi libro”. Su punto de partida es un momento fundamental de la historia de la indagación del hecho literario: cuando, en palabras de Benjamin, el autor ya no solicita la protección de un príncipe sino la conquista de un mercado. Muestra sin ambages la compleja, contradictoria y muchas veces vergonzante relación del autor con el capital. La postura de Cerda es interesante y desengañada, tal vez un tanto simplista, pero irremediablemente provocadora: “En toda sociedad economicista, el autor no tiene, en verdad, otra imagen de sí mismo que la planilla de liquidación de derechos que cada cierto tiempo le presenta su editor”.
La fragmentación provoca que, dentro de una obra dedicada en principio a la génesis del ensayo, a la creación de una modesta poética del género, aparezcan pequeños y reveladores microensayos, construidos como inicios truncados, que muestran, por ejemplo, cómo el desencanto del discurso revolucionario francés fue el germen que originó el pesimismo y el nihilismo que, según sus palabras, definen toda la palabra escrita durante el Siglo XIX. También resultan apasionantes sus reflexiones sobre la destrucción del hogar por el sistema capitalista, sobre la degradación que la omnipresencia del trabajo ha causado en la utopía de vida privada. Especial interés posee su mirada sobre la literatura testimonial, considerada como un medio para proteger la subjetividad en un momento urgente, una manera de guardar lo que Blanchot denominaba “la preocupación de los días”. Estas reflexiones son vinculadas con un ejemplo concreto: la barricada que supuso la perseverancia de Kafka en la creación de su diario, una obra que significa, en palabras de Cerda “…la búsqueda de un puente entre la singularidad de su existencia y la vida diaria de los demás hombres.”
No es una obra especialmente fácil pero el esfuerzo merece la pena. Los temas que trata son complejos pero la nitidez de la prosa de Cerda, su capacidad para exponer su pensamiento de forma ordenada, sin caer en perversiones lingüísticas -sumamente frecuentes en el lenguaje académico- salva el abismo. Es una obra plagada de referencias que posibilitan, casi obligan, nuevas lecturas. Una obra que ofrece luz en un mundo lector plagado, como bien expresa su autor, de “nombres, títulos, trozos y frases que se entrecruzan, superponen y confunden en un interminable juego diabólico”.
2. José Luis Gómez Toré
El hecho de que un autor como el chileno Martín Cerda (1930-1991) sea apenas conocido en este lado del Atlántico es una muestra más de esa persistente anomalía de nuestras letras, por la que las literaturas en español no acaban nunca de forjar un diálogo sostenido y fluido entre sí. Por otra parte, el hecho de que la poesía sea, en la literatura chilena, el género que más difusión ha tenido fuera de sus fronteras así como la corta obra de Martín Cerda (gran parte de su escritura inédita desapareció en un incendio) no han favorecido su conocimiento por parte del lector español. Por ello, se agradece especialmente esta edición de Andrés Fisher en una editorial que está apostando fuerte por la difusión de las literaturas hispanoamericanas. El libro, publicado en Chile por primera vez en 1982, recibió ese mismo año el premio Gabriela Municipal y el Municipal de Santiago y, un año más tarde, el de la Academia Chilena de la Lengua. Más de veinte años ha tardado en aparecer en nuestro país y, a pesar del retraso, los lectores españoles estamos hoy de enhorabuena.
El juego metaliterario de la segunda parte del título (Ensayo sobre el ensayo) no podría resultar más acertado, ya que el chileno no sólo escribe un valioso estudio sobre ese género literario que desafía toda limitación genérica (incluso, la de su adscripción a la literatura si entendemos ésta como una institución cultural cerrada y no como una matriz de formas, que se inventa a sí misma en cada época y en cada escritor de valía). Su libro hace lo que dice. En sí mismo, el libro es un ensayo ejemplar, en el que se funden la pasión por el hecho mismo de la escritura y la reflexión no sólo literaria, sino también social, histórica, política.
Como en todo buen ensayo, aquí el abundante recurso a la digresión no es una torpeza sino un arte. Martín Cerda salta, sin perder nunca el rumbo, de un tema a otro pero es su personal mirada la que da unidad al texto.. El género ensayístico sirve como lente de aumento para ilustrar de forma ejemplar esa conciencia fragmentaria que impregna nuestra sensibilidad actual y que se percibe asimismo en buena parte de la narrativa y la poesía del siglo XX (incluso del teatro contemporáneo, en el que son tan frecuentes los diálogos rotos, los monólogos quebrados en una voz incapaz de sostener su propia coherencia). El ensayo, forma abierta por antonomasia, denuncia la imposibilidad de la obra total. El ensayista, sea cual sea su ideología o su estética, tiene que reconocer que no hay un Libro, sino muchos libros, todos incompletos, todos fragmentos de algo: "Desde Montaigne, en verdad, el ensayista no ha hecho otra cosa que (re)comenzar un libro imposible, donde lo esencial es siempre la pregunta, el gesto interrogante, la búsqueda, la brazada del náufrago". Y como en los restos de un naufragio, la mirada de Martín Cerda bucea en la cultura europea para rastrear los pecios (Benjamin, Jünger, Blanchot, Lukács, Barthes...) de una mirada perpleja y dolorida sobre la historia contemporánea. Llama la atención el hecho de que el autor preste escasísima atención al ensayo escrito en lengua española (prácticamente, con la excepción de su admirado Ortega y Gasset) y que se centre sobre todo en escritores francófonos y de lengua alemana. Dicha ausencia se debe, no por supuesto a un desconocimiento, sino a una elección personal. A pesar de la pulcritud de sus análisis y sus penetrantes reflexiones, la escritura ensayística de Martín Cerda no deja de ser (algo también característico del ensayo) también, y de forma muy sutil, casi invisible, una escritura del yo (aunque de un yo camuflado, irónico si se quiere). Los nombres que surgen al hilo de la escritura son los que más le importan, los que han ido sosteniendo una voz que se sabe siempre a punto de quebrarse.
La palabra quebrada es un libro voluntariamente amputado, vocacionalmente incompleto, que habla con fervor de temas muy diversos, vinculados en su parte inicial e intermedia con las motivaciones que conducen a un autor a utilizar la escritura para mostrar su mirada sobre el mundo. En la zona final aborda las consecuencias –con frecuencia desastrosas- que la perseverancia en la mirada tiene para los literatos y ensayistas más valerosos. Uno de los móviles que motivaron la creación de este libro es la consideración de Ortega, por su desinterés por la narrativa, como autor incompleto, lo que a Cerda le indigna, le extraña y le obliga a reivindicar la brillantez y validez por sí misma de la escritura ensayística. Y no sólo del ensayo, sino del boceto, de ese apunte que inevitablemente provoca la incursión del lector en un tema que sólo va a conocer levemente pero suscita su intento, irremediablemente fallido, de preguntar, buscar, interrogar… La deriva temática de Cerda no es caótica, es similar a la que ocurre en una conversación sosegada, en la que los temas lentamente crecen, evolucionan y mutan, llevados por una lógica no demasiado evidente pero sí perceptible, que termina generando una totalidad, que si bien no acepta fácilmente una definición, sí es plausible y enlaza con la tesis central de su autor, definida por la necesidad de una indagación continua, casi perpetua.
Sus reflexiones sobre la autoría resultan especialmente interesantes, ya que para Cerda cualquier disociación entre autor y obra es absurda. No en vano, uno de los grandes móviles de su obra es la máxima de Montaigne: “soy yo mismo la materia de mi libro”. Su punto de partida es un momento fundamental de la historia de la indagación del hecho literario: cuando, en palabras de Benjamin, el autor ya no solicita la protección de un príncipe sino la conquista de un mercado. Muestra sin ambages la compleja, contradictoria y muchas veces vergonzante relación del autor con el capital. La postura de Cerda es interesante y desengañada, tal vez un tanto simplista, pero irremediablemente provocadora: “En toda sociedad economicista, el autor no tiene, en verdad, otra imagen de sí mismo que la planilla de liquidación de derechos que cada cierto tiempo le presenta su editor”.
La fragmentación provoca que, dentro de una obra dedicada en principio a la génesis del ensayo, a la creación de una modesta poética del género, aparezcan pequeños y reveladores microensayos, construidos como inicios truncados, que muestran, por ejemplo, cómo el desencanto del discurso revolucionario francés fue el germen que originó el pesimismo y el nihilismo que, según sus palabras, definen toda la palabra escrita durante el Siglo XIX. También resultan apasionantes sus reflexiones sobre la destrucción del hogar por el sistema capitalista, sobre la degradación que la omnipresencia del trabajo ha causado en la utopía de vida privada. Especial interés posee su mirada sobre la literatura testimonial, considerada como un medio para proteger la subjetividad en un momento urgente, una manera de guardar lo que Blanchot denominaba “la preocupación de los días”. Estas reflexiones son vinculadas con un ejemplo concreto: la barricada que supuso la perseverancia de Kafka en la creación de su diario, una obra que significa, en palabras de Cerda “…la búsqueda de un puente entre la singularidad de su existencia y la vida diaria de los demás hombres.”
No es una obra especialmente fácil pero el esfuerzo merece la pena. Los temas que trata son complejos pero la nitidez de la prosa de Cerda, su capacidad para exponer su pensamiento de forma ordenada, sin caer en perversiones lingüísticas -sumamente frecuentes en el lenguaje académico- salva el abismo. Es una obra plagada de referencias que posibilitan, casi obligan, nuevas lecturas. Una obra que ofrece luz en un mundo lector plagado, como bien expresa su autor, de “nombres, títulos, trozos y frases que se entrecruzan, superponen y confunden en un interminable juego diabólico”.
2. José Luis Gómez Toré
El hecho de que un autor como el chileno Martín Cerda (1930-1991) sea apenas conocido en este lado del Atlántico es una muestra más de esa persistente anomalía de nuestras letras, por la que las literaturas en español no acaban nunca de forjar un diálogo sostenido y fluido entre sí. Por otra parte, el hecho de que la poesía sea, en la literatura chilena, el género que más difusión ha tenido fuera de sus fronteras así como la corta obra de Martín Cerda (gran parte de su escritura inédita desapareció en un incendio) no han favorecido su conocimiento por parte del lector español. Por ello, se agradece especialmente esta edición de Andrés Fisher en una editorial que está apostando fuerte por la difusión de las literaturas hispanoamericanas. El libro, publicado en Chile por primera vez en 1982, recibió ese mismo año el premio Gabriela Municipal y el Municipal de Santiago y, un año más tarde, el de la Academia Chilena de la Lengua. Más de veinte años ha tardado en aparecer en nuestro país y, a pesar del retraso, los lectores españoles estamos hoy de enhorabuena.
El juego metaliterario de la segunda parte del título (Ensayo sobre el ensayo) no podría resultar más acertado, ya que el chileno no sólo escribe un valioso estudio sobre ese género literario que desafía toda limitación genérica (incluso, la de su adscripción a la literatura si entendemos ésta como una institución cultural cerrada y no como una matriz de formas, que se inventa a sí misma en cada época y en cada escritor de valía). Su libro hace lo que dice. En sí mismo, el libro es un ensayo ejemplar, en el que se funden la pasión por el hecho mismo de la escritura y la reflexión no sólo literaria, sino también social, histórica, política.
Como en todo buen ensayo, aquí el abundante recurso a la digresión no es una torpeza sino un arte. Martín Cerda salta, sin perder nunca el rumbo, de un tema a otro pero es su personal mirada la que da unidad al texto.. El género ensayístico sirve como lente de aumento para ilustrar de forma ejemplar esa conciencia fragmentaria que impregna nuestra sensibilidad actual y que se percibe asimismo en buena parte de la narrativa y la poesía del siglo XX (incluso del teatro contemporáneo, en el que son tan frecuentes los diálogos rotos, los monólogos quebrados en una voz incapaz de sostener su propia coherencia). El ensayo, forma abierta por antonomasia, denuncia la imposibilidad de la obra total. El ensayista, sea cual sea su ideología o su estética, tiene que reconocer que no hay un Libro, sino muchos libros, todos incompletos, todos fragmentos de algo: "Desde Montaigne, en verdad, el ensayista no ha hecho otra cosa que (re)comenzar un libro imposible, donde lo esencial es siempre la pregunta, el gesto interrogante, la búsqueda, la brazada del náufrago". Y como en los restos de un naufragio, la mirada de Martín Cerda bucea en la cultura europea para rastrear los pecios (Benjamin, Jünger, Blanchot, Lukács, Barthes...) de una mirada perpleja y dolorida sobre la historia contemporánea. Llama la atención el hecho de que el autor preste escasísima atención al ensayo escrito en lengua española (prácticamente, con la excepción de su admirado Ortega y Gasset) y que se centre sobre todo en escritores francófonos y de lengua alemana. Dicha ausencia se debe, no por supuesto a un desconocimiento, sino a una elección personal. A pesar de la pulcritud de sus análisis y sus penetrantes reflexiones, la escritura ensayística de Martín Cerda no deja de ser (algo también característico del ensayo) también, y de forma muy sutil, casi invisible, una escritura del yo (aunque de un yo camuflado, irónico si se quiere). Los nombres que surgen al hilo de la escritura son los que más le importan, los que han ido sosteniendo una voz que se sabe siempre a punto de quebrarse.
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