Pedro M. Domene
Un hombre enfermo pide a su hijo que le acompañe, quizá por última vez, a la isla adriática donde nació. Una vez allí se reencuentra con el paisaje luminoso de su infancia y de su juventud y, tras una breve estancia, el lugar resultará decisivo para ambos personajes. Este podría ser el resumen de un libro casi perfecto, La isla, en realidad, «una historia, como señala Claudio Magris, de vida y muerte», aunque, también, una obra festiva, el reverso de toda una tradición literaria triestina.
Giani Stuparich (Trieste 1891-Roma 1961) forma parte de un curioso y brillante grupo de jóvenes escritores: Scipio Slataper, Carlo Michelstaedter, Enrico Mreule, Carlo y Giani Stuparich, una generación marcada por una situación histórica, en un convulsionado comienzo del siglo XX, que llevaría a alguno de ellos al suicidio o a la muerte en la Primera Guerra Mundial: Michelstaedter y Slataper, respectivamente. Stuparich hereda esa madura responsabilidad de continuar el compromiso de sus desaparecidos amigos, y se convierte, de alguna manera, en el auténtico punto de referencia ético y cultural en aquellos años terribles de la mejor expresión de la literatura en Trieste.
Elvio Guagnini califica La isla como una de las cimas de la obra de Stuparich, cuya medida más fecunda es el relato breve, y entre otras muchas virtudes, por esa búsqueda del sentido de la vida tras la cual se descubre la nada, una nada de la que se extrae un significado indestructible. En La isla fluyen los días, se saborea el ambiente, el viento anuncia la destrucción, llega el final pero se aventura un futuro. Las distancias se acortan entre padre e hijo cuando, ambos, empiezan a saber algo más el uno del otro; es en esta escueta relación donde Stuparich despliega la mejor síntesis prosística de su producción narrativa, donde el sentido lírico adquiere sus mejores momentos, aquellos en los que el padre intenta darse una explicación a la situación vivida hasta el momento y el hijo empieza a sentir un inmenso cariño por alguien a quien siempre ha visto pleno de vitalidad, esa misma que él mismo perderá con el paso del tiempo. Tal vez se trata de una de las mejores y más sutiles meditaciones sobre la muerte, calificación de Ennio Emili, cuando hablaba de una triestinidad negra de estos escritores, ese lado oscuro que tan bien sabe desarrollar Stuparich, aunque en este caso se habla de un concepto de la muerte vital, positivo tras una visión más moralista y sublime.
Stuparich distribuye su narración de una forma magistral, pese a la linealidad narrativa de la misma. La concentración poética señalada ayuda a esa secuenciación de las imágenes, tan excelentemente traducidas por González Sainz, que nos descubren el cielo y el mar, sobre todo la luz de una forma despiadada, aunque con ese significado inconmovible que acompaña al viajero en su esencia última. La obra escrita en 1942 ofrece ese concepto de literatura europea humanizada que con el paso del tiempo ha perdido su valor más intrínseco, seguimos alejados de esa nobleza espiritual que ofrece al lector la mejor de las lecciones: una visión del mundo, el centro de todas las cosas con esa frescura matinal que nos invita a encarar un futuro, repleto de luz casi espiritual: vida y muerte, sol y aire.
2 comentarios:
Precioso libro, muy recomendable, al que ya dediqué un post en primavera (te anoto la página por si quieres leerlo). Por cierto, dignísimo y encomiable trabajo el de la editorial Minúscula, un David frente a los Goliat del mercado.
Saludos.
http://antonioserranocueto.blogspot.com/2008/05/la-isla-de-giani-stuparich.html
Gracias, Antonio, lo leeré. También yo considero esta obrita una pequeña joya universal, muy recomendable en los tiempos que corren. Me alegro que hayamos coincidido en nuestro juicio de valor. Un saludo, Pedro M. Domene
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