Elia Barceló
«Un agente debe enseñar a su corazón a ser cruel». Ese es el lema aprendido e interiorizado por Leo Demidov, el protagonista de El niño 44.
En 1953, en Moscú en pleno periodo stalinista, al joven Leo, un «prometedor miembro del MGB» (el Departamento de Seguridad del Estado), se le ordena ir a calmar los ánimos de una familia, cuyo hijo de cinco años ha sufrido un accidente en las vías del tren. El padre del pequeño es un colega de Leo y no cree que se trate de un accidente, sino de un asesinato. Pero como el asesinato es un crimen propio de sociedades capitalistas y degeneradas, según la lógica del Estado no es posible que se dé en Moscú.
Leo Demidov es un hombre de partido, un comunista convencido que mata y tortura profesionalmente, que disfruta de las pequeñas ventajas que le proporciona su cargo y está dispuesto a sacrificar cualquier cosa por el supremo interés del Estado. Lleva toda su vida enseñando a su corazón a ser cruel pero, cuando —después de haber torturado a un inocente y cuando su propia esposa es acusada de traición al Estado— empieza a darse cuenta de que la maquinaria estatal no es infalible, también empieza a dudar de ciertas verdades establecidas.
Sus dudas se van agrandando cuando el odio de un colega le vale una deportación a Voualsk y la degradación de ser destinado a la Militsia (el equivalente de la policía, en un país donde el crimen no existe por decreto) y, poco a poco, empezará a darse cuenta de que anda suelto un asesino de niños desde hace años y que sus crímenes siempre han quedado impunes.
A pesar de que ya al comienzo de la novela nos encontramos con la muerte de un niño, hacen falta muchas páginas para darse cuenta de que, en la base, estamos leyendo una novela negra, o policiaca, o criminal; una historia basada en el caso real de Andrei Chikatilo, el Destripador de Rostov, que a partir de 1977 asesinó a 55 mujeres y niños.
En la novela, Tom Rob Smith coloca la acción en 1953 para poder presentar el momento más intenso del estalinismo, poco antes de la muerte del dictador. La ambientación en la Rusia estalinista es tan fuerte y está tan bien lograda que el lector se siente como si hubiese entrado de nuevo en el mundo del Orwell de 1984, sólo que con referencias reales, históricas, más que utópicas. El niño 44 debe mucho a Orwell, y a Solzhenitsyn y su Archipiélago Gulag.
La novela está en perfecta sintonía con la sociedad que refleja: es dura, cruel, sin concesiones –al menos durante los primeros dos tercios–, poblada de personajes perfectamente creíbles que sufren, aplastados por un sistema criminal, arbitrario, demencial, donde la máxima «Confía, pero vigila» se ha convertido ya en «Vigila a aquellos en quienes confías», donde ya no existen la confianza ni la solidaridad, donde el miedo es omnipresente. El lector se pasa el rato preguntándose: ¿qué haría yo en esas circunstancias? Y es algo que enriquece mucho la lectura, por encima de la anécdota y de la peripecia de los protagonistas.
El último tercio de la novela, sin dejar de ser apasionante de leer, ya que nos vamos acercando a la resolución de la intriga, introduce muchos elementos anglosajones que, a mi entender, rebajan la fuerza del texto y lo acercan un poco a una película de Hollywood, lo que no habría sido en absoluto necesario. Pero no hay que olvidar que esta es la primera novela de un autor que se ha ganado la vida hasta el momento escribiendo guiones para series de televisión, de manera que su forma de trabajar está muy orientada a lo visual y a los golpes de efecto. De hecho, los derechos de filmación de la novela ya han sido adquiridos por Ridley Scott a quien, al parecer, le entusiasma la construcción de otros mundos con grandes escenarios, como demostró en Blade Runner y en Gladiator, y que ahora quiere enfrentarse al desafío de reconstruir la Rusia estalinista.
En resumen: al principio El niño 44 resulta angustiosa, opresiva y terrible; muy intensa. Poco a poco el lector va asistiendo a la evolución de los personajes principales, (salvo el malo, que no evoluciona en absoluto), y va entrando en el juego de esa sociedad opresiva donde el miedo se escribe con mayúscula. Luego aparece un rayito de esperanza. Y no voy a decir más para no estropearle a nadie el final. Sólo decir que vale la pena leerla, que se disfruta, se aprenden algunas cosas sobre un país y una época que no resultan frecuentes en las novelas policiacas, y su lectura satisface hasta el final.
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