451, Madrid, 2008. 190 pp. 12,50 €
Juan Pablo Heras
El nuevo volumen de la colección 451.Re:, que trata de verter a los clásicos en moldes de autoría española contemporánea, y que hasta ahora ha visitado al Mío Cid, a Bécquer y a Shakespeare, entre otros, aborda esta vez las comedias de Lope de Vega. Una selección de ocho narradores sobradamente conocidos (o si no, lo merecen) trata de dar nueva vida a los clásicos lopescos y nos ofrece resultados sorprendentes.
Dice el maestro José Luis Sanchis Sinisterra en Dramaturgia de textos narrativos que existen dos maneras básicas de llevar al teatro un texto narrativo: una dramaturgia fabular y una dramaturgia discursiva. La primera mantiene la fábula (personajes, espacios, acciones) y transforma el discurso; la segunda trata de recuperar un discurso peculiar para volcarlo en otro género y contar, quizá, otra historia. Estos conceptos nos sirven ahora si los reflejamos convenientemente en un espejo. En Comedias de Lope el camino ha sido, salvo en una excepción, inverso: trasladar lo dramático a lo narrativo, en un proceso que podríamos llamar, abusando del griego, narraturgia.
Veamos los casos de narraturgia fabular, sin duda los mayoritarios: la mayor parte de los autores de la antología han optado por retomar lo esencial de la trama de las comedias lopescas y construir un relato ambientado en la actualidad, tratando de rastrear en nuestro mundo las problemáticas humanas ya reflejadas por Lope. Juan Madrid y Félix Romeo recrean dos dramas de abuso de poder, Fuenteovejuna y Peribáñez, en circunstancias actuales: el primero en un trepidante e irónico thriller de mafia marbellí, el segundo en una trama de corrupción que revela los mecanismos ocultos de las políticas municipales; para El villano en su rincón, Sonia García Soubriet encuentra en la sociedad de castas de la India el mejor espacio en el que recuperar el tópico clásico del beatus ille, diseccionado con un hábil y fascinante uso de la perspectiva narrativa. José Ovejero lleva el adulterio de El castigo sin venganza a un ambiente universitario, y propone un interesante juego literario entre un narrador, quizá trasunto del gracioso Batín, que interviene en el cuento para satisfacer la extraña ansia del protagonista por hacer de su vida un buen relato. Es precisamente en los momentos en los que se subrayan los recursos puramente narrativos cuando estos relatos alcanzan sus mayores aciertos, como en la divertida versión de Los locos de Valencia que propone Cristina Sánchez-Andrade, tejida alrededor de una vibrante y particular voz narrativa.
Pero otros se han preocupado menos de la fábula y han optado por el camino de la exploración, de la indagación en el espíritu de la comedia lopesca. Entre estos casos de narraturgia discursiva sobresalen las excelentes propuestas de Menchu Gutiérrez en torno a El perro del hortelano y de Andrés Ibáñez para El caballero de Olmedo. Ambos hacen aflorar la voz interior de los protagonistas de los dramas y sacan oro del fino retrato psicológico que subyace bajo la clásica caracterización conceptista de la comedia nueva y el armazón neoplatónico de la tragedia. Gutiérrez revitaliza la frase hecha («el perro del hortelano, que ni come ni…») y la convierte en metáfora palpitante; Ibáñez indaga en la metafísica del amor y de la muerte en coordenadas clásicas.
Por último, Alicia Giménez Bartlett es la única que opta por mantener la forma dramática, e incluso la polimetría lopesca, trasladando, eso sí, la acción de La dama boba a un grupo de jóvenes que leen La dama boba: su propuesta no por sencilla es menos valiosa.
En resumen, no sólo un excelente ejercicio para alumbrar con nueva luz la comedia de Lope, sino una valiosa antología de relatos radicalmente contemporáneos.
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