Traducción de Laura Calvo Valdivielso. Impedimenta, Madrid, 2008. 171 pp. 17,60 €
Marta Sanz
«Leo era un muchacho bastante vulgar, pero tenía buen corazón y mucho dinero. A Yvette le resultaba simpático. Pero ¡comprometerse! ¡Qué idea tan absurda! Sintió impulsos de regalarle un juego de sus bragas de seda, para que se comprometiese con ellas.»
Este pensamiento de Yvette, la virgen, sería en un libro de hoy una manifestación de manierismo pseudofeminista, una simpática salida de pata de banco; pero a la altura de 1926, no lo era en absoluto. Cuando se habla de Lawrence siempre se saca a colación su forma de acercarse al sexo, al escándalo, a la diferencia de clase y de género. Posiblemente la palabra diferencia no sea más que un eufemismo de lucha, igual que la expresión visión del mundo para hablar de literatura no suele ser más que un eufemismo para encubrir la ideología, y la prevenida posición del escritor que se interroga en los libros es un modo de curarse en salud ante la incorrectísima postura del que arriesga respuestas –a menudo equivocadas- y se expone a ser acusado de aleccionador o de dogmático, a colocarse en las antípodas de un verdadero espíritu de la literatura que, paradójica y ortodoxamente, se identifica con la ambigüedad, con el decir sin decir, con el no pillarse los dedos, con el cartel de no molestar. Es confortable —hipócritamente poco autoritaria— la efigie del escritor dubitativo que nos invita a compartir su duda. Sin embargo, hay escritores que reivindican la aseveración como función comunicativa y no son despreciables. La aseveración también deja huecos, estimula la respuesta, implica preguntas, no es mineral. En ese lado percibo las narraciones de Lawrence.
En El amante de Lady Chatterley, en Mujeres enamoradas o en Sol, la pulsión erótica recorre las páginas como tema explícito y también como metáfora para dibujar un contexto en el que el sexo, consumado o no consumado, se esgrime como arma de rebelión y pegamento para reconstruir los cristales rotos de la identidad. Existe una sintonía, en este sentido, entre Lawrence y García Lorca. En La virgen y el gitano asistimos a una marea erótica, a un desbordamiento, que va dejando sus marcas a lo largo de la novela a través de las palabras con las que Yvette da forma a sus reflexiones —Yvette también piensa con su vagina y con su piel arrebujada en carne de pollo ante un estímulo— y que al final se recogen en una respuesta alegórica de la naturaleza: se rompe un dique y se lleva por delante el símbolo estentóreo de la represión contra Yvette, contra el sexo, contra el derecho de crecer y de ser, contra la madre en fuga de Yvette, «aquella que fue Cynthia», una mujer escindida por culpa de la mirada falsaria, perversamente idólatra, de su esposo, el abandonado rector. Lawrence define unos personajes antipáticos por sus aristas, por su sequedad, por su amabilidad siempre falsa; el rector se conforma a sí mismo como hombre generoso, comprensivo y capaz de perdonar, conservando en formol la imagen de pureza de su esposa antes de lo que abandonase: se queda con la idea, no con la mujer, y con esa elección cree haber edificado su bondad. Sus hijas son fruto del resentimiento y de una sospecha: la reproducción de la conducta de una madre infiel, de una serpiente. El amor filial es imposible, y el lector siente el frío de la rectoría, la caricatura del contacto, el forzadísimo desplazamiento de la mano al apoyarse sobre un hombro ajeno. Lawrence perfila personajes que son como esquemas desollados de un manual de anatomía: los tendones psicológicos quedan al aire, las tuercas oxidadas de los corazones, que a su vez son la reproducción a escala moral de los mecanismos de un mundo minúsculo y belicoso. Profundamente obsceno. Lawrence se arriesga a que sus criaturas repelan al lector en un universo de letras, músicas y campiñas complacientes.
Una presa se rompe y ahoga a la Abuela, animalizada como sapo. Dos modelos de mujer —la reprimida y castradora, y la rebelde— se contraponen dentro de la castigada psicología de Yvette, una muchacha que con un racionalismo doloroso se pregunta qué debería pensar o sentir: un deber ser que se desbarata ante la aparición de un gitano en el que percibe la mirada copulatoria que la construye y la libera. La modernidad de Lawrence reside tanto en la no pasividad de la virgen, como en no confundir el sexo con el enamoramiento: el sexo es una corriente que vincula al ser humano con su propia naturaleza y le hace freudianamente libre.
El gitano es lo que podría denominarse, activando un tópico, un personaje magnético, electrizante, un nómada que atesora en su biografía algún acto heroico, un hombre que, contraviniendo las normas sociales y viviendo según las leyes de su etnia —no lo olvidemos—, es al fin y al cabo un patriota. El gitano —como el guardabosques, como los obreros que trabajan al sol mientras una dama los contempla chupándose el dedo índice— es el otro, lo masculino, y para subrayar la trasgresión de las chatterleys y de las yvettes del mundo, pertenece a una clase y a una etnia consideradas socialmente inferiores. En la vulneración de los límites que separan a los amantes surgen el morbo y la trascendencia política de la pasión en la literatura, la magnitud sobredimensionada de un deseo que es como la presa rota que se lleva por delante la rectoría, los sapos, a las abuelas. Yvette y su gitano luchan por sobrevivir a una catástrofe húmeda —la destrucción como epifanía de purificación— que es imagen de la cópula. En su mutuo deseo no hay intereses ni predisposición social; para subrayarlo, Lawrence coloca como contrapunto la relación, también mal vista, entre «la pequeña judía», rica y divorciada —una antena capta un toque antisemita en el tratamiento de este personaje—, y su joven y diletante compañero quien entiende las pulsiones de Yvette y sabe diferenciar el deseo del mero apetito: hay algo más refinado, más nuclear, más agudo, en el deseo.
Al final nos damos cuenta de que hemos estado leyendo una novela de formación y a la vez un cuento de hadas tan sexuales como aquella de Piel de asno en la adaptación cinematográfica de Jacques Demy, una parábola sobre la que se mueven arquetipos: la virgen, el gitano, la madre huida, la abuela, el rector. La naturaleza restaura el orden haciéndonos ver que las únicas leyes que los seres humanos debemos respetar son la suyas. También al final el autor de esta parábola muestra su magnanimidad hacia el gitano —el sujeto del que emana el deseo, el despertador de la libido de Yvette...— y, condescendientemente, en la última línea de la novela lo humaniza, le da la palabra, le pone nombre.
4 comentarios:
¡Maravilloso!
Me encantó el anterior libro de Impedimenta: "Botchan".
¡Ah! y sigo quitándole las camisas a estos libros cuando tomo café en La Central.
Es que me encanta posar y me pierde la coquetería.
¡Canonización para Impedimenta, ya!
Hum... todavía queda mucho lawrence por editar?
quiero leerla !!pero ya!!
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