Lumen, Barcelona, 2008. 207 pp. 18 €
José Manuel de la Huerga
«Todas las cartas de amor son/ Ridículas./ No serían cartas de amor si no fuesen/ Ridículas». sentenció hace un siglo Fernando Pessoa. Y éste que tenemos entre manos es un magnífico tratado de ridiculeces, desde el Poema de Gilgamesh a nuestros días, recogiendo, como el perfumista obsesivo, mínimas gotas de esencia de nuestra condición amatoria, tan ridícula. La verdad es que, vistos desde fuera, incluso contemplados con benevolencia, somos una especie digna de estudio: capaces de las más altas cimas del pensamiento, de la creación artística y científica, para caer inmediatamente en el amor como en la trampa menos artera y más evidente que se conozca, y de la que venimos estando prevenidos desde tiempo inmemorial.
Alberto Manguel, uno de los ratones de biblioteca más aplicados de nuestro tiempo, ha seleccionado este ramillete de flores amorosas, supongo que con el pálpito del poema de Pessoa como tesis imposible de refutar. El propio Manguel nos avisa en las primeras páginas: sólo el gusto personal, la intuición en la recolección de estos frutos cotidianos hacen coincidir en páginas contiguas poemas y cartas de amor que distan en el momento de su escritura cientos de kilómetros y de años, todos ellos de poetas, músicos, artistas y científicos conocidos en sus facetas digamos que profesionales.
Puede que este libro formara parte de la biblioteca del náufrago tras un desastre nuclear o de la caja de esencias humanas que enviáramos en la nave espacial como tarjeta de presentación a los extraterrestres. Desde luego que es una muestra bastante completa de lo mejorcito de cada casa. Ahí van algunos botones para nuestro sonrojo: «Tú, mi guerrero, tienes que marchar sobre mí...» (1700 a. C.), «—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cuánto? —Tu casa. Esta noche. Gratis». «Cuando usted se haya curado, yo estaré enferma». «Mi ángel, vivo en tu campanario». «Cuando estoy triste pienso en vos, como en invierno se piensa en el sol, y cuando estoy alegre pienso en vos, como a pleno sol se piensa en la sombra». «El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz». «Un parpadeo tuyo basta para que aparezca el mundo». (No desvelo quiénes son los autores y autoras de estas joyas, para que vayan a buscarlos y se sorprendan.) Y así podríamos seguir por los siglos de los siglos.
Pero es interesante reseñar un par de ideas que mueven al compilador de la antología: La brevedad como sinónimo de intensidad amatoria. Aunque los amantes suelen ser pesados hasta la arcada, a la hora de mandar poemitas y notas a la otra parte optan por la brevedad, son contundentes, infalibles como un teólogo o un juez. Luego ya vendrá el lector amante para resobar el texto decenas de veces e interpretarlo de las maneras más retorcidas. El texto intenso adquiere así categoría de ensalmo o fórmula mágica, sublimamos nuestros sentimientos y nos redimimos de nuestras condiciones más rastreras. ¡Qué buena prensa tenemos de nosotros mismos, cuando amamos (y nos aman)! Con un texto breve hipnotizamos a quien amamos, aunque no nos demos cuenta de que nosotros caemos también víctimas del embrujo.
Y ahí es donde queríamos llegar. Dice Manguel: «¿Qué revela un texto amoroso? ¿La identidad del amante o la del amado? ¿La voz de quien lee o de quien escribe? Quizá ni uno ni otro: es una tercera persona la que aparece, esa amada en el amado transformada». Nos tranquiliza saberlo: cuando amamos no somos tanto nosotros. Delegamos nuestra cursilería en un tipo extraño que se esconde entre nuestros pliegues como bambalinas. Por eso, años después del amor loco del comienzo, leemos una carta o un poema nuestros o de nuestra persona amada y nos sorprende: Cómo habremos podido escribir esta dulzainada. Y más aún: ¡que el otro trague!
Quien ame o quien no ame, quiera estudiar al género humano, quien odie y quiera darle la vuelta a la tortilla, que haga una paradita en esta fonda del amor y se tome unos vasos de esencia amorosa humana, que nos vuelve divinos (y ridículos).
«Todas las cartas de amor son/ Ridículas./ No serían cartas de amor si no fuesen/ Ridículas». sentenció hace un siglo Fernando Pessoa. Y éste que tenemos entre manos es un magnífico tratado de ridiculeces, desde el Poema de Gilgamesh a nuestros días, recogiendo, como el perfumista obsesivo, mínimas gotas de esencia de nuestra condición amatoria, tan ridícula. La verdad es que, vistos desde fuera, incluso contemplados con benevolencia, somos una especie digna de estudio: capaces de las más altas cimas del pensamiento, de la creación artística y científica, para caer inmediatamente en el amor como en la trampa menos artera y más evidente que se conozca, y de la que venimos estando prevenidos desde tiempo inmemorial.
Alberto Manguel, uno de los ratones de biblioteca más aplicados de nuestro tiempo, ha seleccionado este ramillete de flores amorosas, supongo que con el pálpito del poema de Pessoa como tesis imposible de refutar. El propio Manguel nos avisa en las primeras páginas: sólo el gusto personal, la intuición en la recolección de estos frutos cotidianos hacen coincidir en páginas contiguas poemas y cartas de amor que distan en el momento de su escritura cientos de kilómetros y de años, todos ellos de poetas, músicos, artistas y científicos conocidos en sus facetas digamos que profesionales.
Puede que este libro formara parte de la biblioteca del náufrago tras un desastre nuclear o de la caja de esencias humanas que enviáramos en la nave espacial como tarjeta de presentación a los extraterrestres. Desde luego que es una muestra bastante completa de lo mejorcito de cada casa. Ahí van algunos botones para nuestro sonrojo: «Tú, mi guerrero, tienes que marchar sobre mí...» (1700 a. C.), «—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cuánto? —Tu casa. Esta noche. Gratis». «Cuando usted se haya curado, yo estaré enferma». «Mi ángel, vivo en tu campanario». «Cuando estoy triste pienso en vos, como en invierno se piensa en el sol, y cuando estoy alegre pienso en vos, como a pleno sol se piensa en la sombra». «El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina o meretriz». «Un parpadeo tuyo basta para que aparezca el mundo». (No desvelo quiénes son los autores y autoras de estas joyas, para que vayan a buscarlos y se sorprendan.) Y así podríamos seguir por los siglos de los siglos.
Pero es interesante reseñar un par de ideas que mueven al compilador de la antología: La brevedad como sinónimo de intensidad amatoria. Aunque los amantes suelen ser pesados hasta la arcada, a la hora de mandar poemitas y notas a la otra parte optan por la brevedad, son contundentes, infalibles como un teólogo o un juez. Luego ya vendrá el lector amante para resobar el texto decenas de veces e interpretarlo de las maneras más retorcidas. El texto intenso adquiere así categoría de ensalmo o fórmula mágica, sublimamos nuestros sentimientos y nos redimimos de nuestras condiciones más rastreras. ¡Qué buena prensa tenemos de nosotros mismos, cuando amamos (y nos aman)! Con un texto breve hipnotizamos a quien amamos, aunque no nos demos cuenta de que nosotros caemos también víctimas del embrujo.
Y ahí es donde queríamos llegar. Dice Manguel: «¿Qué revela un texto amoroso? ¿La identidad del amante o la del amado? ¿La voz de quien lee o de quien escribe? Quizá ni uno ni otro: es una tercera persona la que aparece, esa amada en el amado transformada». Nos tranquiliza saberlo: cuando amamos no somos tanto nosotros. Delegamos nuestra cursilería en un tipo extraño que se esconde entre nuestros pliegues como bambalinas. Por eso, años después del amor loco del comienzo, leemos una carta o un poema nuestros o de nuestra persona amada y nos sorprende: Cómo habremos podido escribir esta dulzainada. Y más aún: ¡que el otro trague!
Quien ame o quien no ame, quiera estudiar al género humano, quien odie y quiera darle la vuelta a la tortilla, que haga una paradita en esta fonda del amor y se tome unos vasos de esencia amorosa humana, que nos vuelve divinos (y ridículos).
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