Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2008. 184 pp. 16 €
Yasmina Reza anota en El alba la tarde o la noche sus impresiones sobre Nicolás Sarkozy, al que sigue durante la larga campaña electoral que lo lleva al poder. No es una crónica. No es un retrato literario. Tampoco un relato de no ficción, ni un ensayo, ni un reportaje.
El alba la tarde o la noche: sí, falta una coma. Yasmina Reza dice que así «quería explicar que en la vida de un político no hay tiempo ni para poner una coma, no hay pausa, no hay posibilidad de respiro.» No es que falte, entonces: es que ha sido suprimida, tachada. No es lo mismo que falte o que la supriman. Como no es lo mismo que se te caigan los dientes o que te los quiten. Pues igual. En cualquier caso, El alba la tarde o la noche tiene buenos dientes. Feroces caninos, tiene. A veces muerde carne blanca y arranca lonchas. Otras veces, en cambio, lanza bocados al aire.
Muy raro resulta al principio El alba la tarde o la noche. Uno no entiende la rareza, no sabe qué le pasa al texto, o a uno. Luego descubres que son las pastas amarillas de Anagrama lo que no encaja. El entomólogo se pone delante de un bicho extraño que un niño le trae del jardín: tiene alas, tiene púas, tiene antenas y patitas que se agitan, y le parece ver en el abdomen una pelusa parecida al plumaje de un ave diminuta. El entomólogo se pregunta: ¿qué diablos es esto, una mariposa, un ciempiés, un ciempiesposa, una mariposapiés? Le pasa al entomólogo como al lector de El alba la tarde o la noche, lo mismo. Y son las pastas, es culpa de las pastas amarillas entre las que está acostumbrado a leer, qué sé yo, a Amis o a Kureishi o a McEwan, relatores de la vieja escuela, de los que toman aire antes de decir las cosas, o de los que tosen y lo desordenan todo, y tal como caen las frases sobre la mesa las disponen en la caja de las páginas. Pero El alba la tarde o la noche no tiene nada que ver. Ah, no.
El alba la tarde o la noche debería estar publicado en hojas de cuadros o de doble raya: es un bloc, un cuaderno de notas expuesto del mismo modo (parece) que se compuso: notas ligeras, antisintácticas, notas nominales muy poéticas algunas, desganadas otras: notas en un cuaderno de notas con pastas amarillas.
Yasmina Reza quiere retratar de cerca a un malo; mejor, retratar de cerca cómo nace y se forma la figura de un malo. Un malo corriente (hay cientos de ellos) que tiene la oportunidad mágica de dirigir un país. Al final resulta —lo sabemos— que el malo gana, que se eleva convenciendo sobre la honestidad y la sinceridad. El malo es querido y aclamado porque conoce el modo de elevar su flequillo en medio de los calvos y los mediocres.
Mediocres, palabra tan cruel.
Pero Reza también pretende que el lector piense en Reza antes que en Sarko, que los ojos se dirijan hacia las palabras de ella antes que hacia los gestos de él. Que el libro de pastas amarillas sea un libro de Reza en el que aparece —pintorescamente— un tipo que va a gobernar Francia. Por eso dice muy pronto, en las primeras diez páginas:
«Los poetas tienen el privilegio de obedecer a leyes intempestivas que no requieren lógica ni continuación aparente. Estas leyes sirven a una verdad que toda explicación traicionaría.
De esta libertad me sirvo aquí.»
De esa libertad.
Esa libertad hace que Sarkozy se vuelva invisible en un libro escrito sobre Sarkozy. Por otra parte, qué afrenta tan grande para quien quisiera ser ultravisible en cada momento, trasvisible, presente en cada sopa. Reza no deja que le veamos la cara, un alivio, por otra parte, y se demora en el estilo roto, en divagaciones («barreras, faros, carretera ciega, aeropuerto, ¿enumeraciones que traducen qué?», «ser adulto es estar solo»), en personajes gigantes y ensombrecidos, como la mayúscula G (no dirá jamás su nombre, y es la clave), o en otros pequeños como la intérprete “elegante” que interviene en una conversación entre dos ministros; o en un pajarito que pasa. Cualquier cosa para evitar a Sarkozy.
Lo sorprendente es que, como si quisiera reflejar el curso de un río deteniéndose no en el río sino en las piedras que el río mueve, Reza consigue que Sarkozy se desvele él solito en medio el desdén de la autora. Le tuvo que fastidiar.
Justo al principio lo dice: «los escritores tienen en común con los tiranos que someten el mundo a su deseo.» Reza somete la imagen de Sarkozy a sus deseos, pero los suyos no son tan distintos de los nuestros. Quiero decir, nosotros queremos verlo ambicioso, severísimo, oportunista, engañabobos. Y ella nos ofrece la figura del perfecto neocon, bien peinadito y atento sobre sus alzas a cada cámara que le guiña una lente. Por otra parte, es el Sarkozy que imaginábamos, justo.
El malo. Qué bueno que el malo tuviera cara de malo y las uñas largas, que fuera fácil decir cosas feas sobre él, que cuando caminase pateara a posta a unos gatitos pequeñines que lloran desconsolados. Pero no. Los malos son hábiles y educados, caen bien dentro de sus trajes, se mueven bien, seducen. Reza siente que no puede decir cosas muy graves. ¿Acaso no es amable, acaso no hace su trabajo con dedicación, no tiene coherentes ideas dentro de su conservadora cabeza, no sabe agradar a quien le pide atención? Y entonces, ¿cómo desmontarlo en piezas, cómo hacer que se revele su verdadera, siniestra, oculta identidad? Reza dice: no hay ninguna identidad oculta. Sarkozy es justo lo que vemos, no más que lo vemos.
Qué afrenta, ¿eh?, qué terrible el ataque: pegarse a los talones de un gran tipo durante meses para descubrir que es exactamente lo que se ve, que por mucho que metas la nariz no encontrarás nada distinto de lo que todos ya conocen. ¿Os parecía soberbio? Es que es soberbio. ¿Su ambición os resultaba desmedida? Es que no tiene medida su ambición. ¿Pensabais que le obsesionaba su imagen? Su imagen, y nada más, es su única preocupación real.
Reza compone a un Sarkozy que actúa como un mimo de Sarkozy como camino para exhibir un estilo que erizaría la piel si la carne sobre la que mordiera tuviera más proteína.
Apuesta: si cuando propuso (¿le propusieron?) este libro, Reza hubiera sabido que detrás de Sarkozy sólo encontraría a Sarkozy, seguro que se habría negado a seguir. O bien habría cambiado a Sarko por Frank Ribéry, que tiene cara de malo de veras, con cicatrices, escupitajos y malas pulgas. Por eso, quizá, se olvida muy pronto de S para buscar en G la medida del hombre que gasta su tiempo en busca de otro tiempo.
Porque el tiempo que circula entre el alba y la noche es la trama y la espiral de alambre que une las hojas del bloc.
El alba la tarde o la noche: sí, falta una coma. Yasmina Reza dice que así «quería explicar que en la vida de un político no hay tiempo ni para poner una coma, no hay pausa, no hay posibilidad de respiro.» No es que falte, entonces: es que ha sido suprimida, tachada. No es lo mismo que falte o que la supriman. Como no es lo mismo que se te caigan los dientes o que te los quiten. Pues igual. En cualquier caso, El alba la tarde o la noche tiene buenos dientes. Feroces caninos, tiene. A veces muerde carne blanca y arranca lonchas. Otras veces, en cambio, lanza bocados al aire.
Muy raro resulta al principio El alba la tarde o la noche. Uno no entiende la rareza, no sabe qué le pasa al texto, o a uno. Luego descubres que son las pastas amarillas de Anagrama lo que no encaja. El entomólogo se pone delante de un bicho extraño que un niño le trae del jardín: tiene alas, tiene púas, tiene antenas y patitas que se agitan, y le parece ver en el abdomen una pelusa parecida al plumaje de un ave diminuta. El entomólogo se pregunta: ¿qué diablos es esto, una mariposa, un ciempiés, un ciempiesposa, una mariposapiés? Le pasa al entomólogo como al lector de El alba la tarde o la noche, lo mismo. Y son las pastas, es culpa de las pastas amarillas entre las que está acostumbrado a leer, qué sé yo, a Amis o a Kureishi o a McEwan, relatores de la vieja escuela, de los que toman aire antes de decir las cosas, o de los que tosen y lo desordenan todo, y tal como caen las frases sobre la mesa las disponen en la caja de las páginas. Pero El alba la tarde o la noche no tiene nada que ver. Ah, no.
El alba la tarde o la noche debería estar publicado en hojas de cuadros o de doble raya: es un bloc, un cuaderno de notas expuesto del mismo modo (parece) que se compuso: notas ligeras, antisintácticas, notas nominales muy poéticas algunas, desganadas otras: notas en un cuaderno de notas con pastas amarillas.
Yasmina Reza quiere retratar de cerca a un malo; mejor, retratar de cerca cómo nace y se forma la figura de un malo. Un malo corriente (hay cientos de ellos) que tiene la oportunidad mágica de dirigir un país. Al final resulta —lo sabemos— que el malo gana, que se eleva convenciendo sobre la honestidad y la sinceridad. El malo es querido y aclamado porque conoce el modo de elevar su flequillo en medio de los calvos y los mediocres.
Mediocres, palabra tan cruel.
Pero Reza también pretende que el lector piense en Reza antes que en Sarko, que los ojos se dirijan hacia las palabras de ella antes que hacia los gestos de él. Que el libro de pastas amarillas sea un libro de Reza en el que aparece —pintorescamente— un tipo que va a gobernar Francia. Por eso dice muy pronto, en las primeras diez páginas:
«Los poetas tienen el privilegio de obedecer a leyes intempestivas que no requieren lógica ni continuación aparente. Estas leyes sirven a una verdad que toda explicación traicionaría.
De esta libertad me sirvo aquí.»
De esa libertad.
Esa libertad hace que Sarkozy se vuelva invisible en un libro escrito sobre Sarkozy. Por otra parte, qué afrenta tan grande para quien quisiera ser ultravisible en cada momento, trasvisible, presente en cada sopa. Reza no deja que le veamos la cara, un alivio, por otra parte, y se demora en el estilo roto, en divagaciones («barreras, faros, carretera ciega, aeropuerto, ¿enumeraciones que traducen qué?», «ser adulto es estar solo»), en personajes gigantes y ensombrecidos, como la mayúscula G (no dirá jamás su nombre, y es la clave), o en otros pequeños como la intérprete “elegante” que interviene en una conversación entre dos ministros; o en un pajarito que pasa. Cualquier cosa para evitar a Sarkozy.
Lo sorprendente es que, como si quisiera reflejar el curso de un río deteniéndose no en el río sino en las piedras que el río mueve, Reza consigue que Sarkozy se desvele él solito en medio el desdén de la autora. Le tuvo que fastidiar.
Justo al principio lo dice: «los escritores tienen en común con los tiranos que someten el mundo a su deseo.» Reza somete la imagen de Sarkozy a sus deseos, pero los suyos no son tan distintos de los nuestros. Quiero decir, nosotros queremos verlo ambicioso, severísimo, oportunista, engañabobos. Y ella nos ofrece la figura del perfecto neocon, bien peinadito y atento sobre sus alzas a cada cámara que le guiña una lente. Por otra parte, es el Sarkozy que imaginábamos, justo.
El malo. Qué bueno que el malo tuviera cara de malo y las uñas largas, que fuera fácil decir cosas feas sobre él, que cuando caminase pateara a posta a unos gatitos pequeñines que lloran desconsolados. Pero no. Los malos son hábiles y educados, caen bien dentro de sus trajes, se mueven bien, seducen. Reza siente que no puede decir cosas muy graves. ¿Acaso no es amable, acaso no hace su trabajo con dedicación, no tiene coherentes ideas dentro de su conservadora cabeza, no sabe agradar a quien le pide atención? Y entonces, ¿cómo desmontarlo en piezas, cómo hacer que se revele su verdadera, siniestra, oculta identidad? Reza dice: no hay ninguna identidad oculta. Sarkozy es justo lo que vemos, no más que lo vemos.
Qué afrenta, ¿eh?, qué terrible el ataque: pegarse a los talones de un gran tipo durante meses para descubrir que es exactamente lo que se ve, que por mucho que metas la nariz no encontrarás nada distinto de lo que todos ya conocen. ¿Os parecía soberbio? Es que es soberbio. ¿Su ambición os resultaba desmedida? Es que no tiene medida su ambición. ¿Pensabais que le obsesionaba su imagen? Su imagen, y nada más, es su única preocupación real.
Reza compone a un Sarkozy que actúa como un mimo de Sarkozy como camino para exhibir un estilo que erizaría la piel si la carne sobre la que mordiera tuviera más proteína.
Apuesta: si cuando propuso (¿le propusieron?) este libro, Reza hubiera sabido que detrás de Sarkozy sólo encontraría a Sarkozy, seguro que se habría negado a seguir. O bien habría cambiado a Sarko por Frank Ribéry, que tiene cara de malo de veras, con cicatrices, escupitajos y malas pulgas. Por eso, quizá, se olvida muy pronto de S para buscar en G la medida del hombre que gasta su tiempo en busca de otro tiempo.
Porque el tiempo que circula entre el alba y la noche es la trama y la espiral de alambre que une las hojas del bloc.
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