Recaredo Veredas
El Siglo XXI será difícil para la literatura pero, paradójicamente, beneficioso para el microrrelato. Leer una novela en pantalla es para una inmensa mayoría, por mucho que los gurús de la tecnología pretendan lo contrario, difícil e incómodo. Sin embargo, acercarse hasta un texto que no supere la página y media implica un esfuerzo asumible. El microrrelato moderno busca una utopía –alcanzar en apenas unas líneas la profundidad de sus hermanos narrativos- y coquetea con la humorada. Para superar la tentación del chiste –el dinosaurio de Monterrosso, pese a su indiscutible ingenio, ha hecho mucho daño al género- y mantener la contundencia en el desenlace el autor debe poseer una capacidad de focalización, de síntesis y, sobre todo, de apoyo en la realidad compartida, que sólo pertenece a unos pocos. Cito la realidad compartida porque el microrrelatista está obligado a trazar los cimientos del relato en una sola frase. No dispone de más palabras. Los maestros de la miniatura, como Merino, incluso construyen personajes con matices, lo que resulta auténticamente meritorio. Su logro no debe equipararse a una Torre Eiffel de palillos, ya que la precisión responde a una verdadera necesidad: el microrrelato de calidad, como antes he mencionado, es una de las trincheras de la literatura. Aunque la huida de la anécdota sea una obligación ineludible, resulta conveniente cierto acercamiento al peligro. Incluso podría afirmarse que todo microrrelatista que se precie debe moverse hasta la frontera del ridículo para, desde allí, elevarse hasta la complejidad. Así lo hace nuestro autor, por ejemplo, en "Falsas impresiones":
El Siglo XXI será difícil para la literatura pero, paradójicamente, beneficioso para el microrrelato. Leer una novela en pantalla es para una inmensa mayoría, por mucho que los gurús de la tecnología pretendan lo contrario, difícil e incómodo. Sin embargo, acercarse hasta un texto que no supere la página y media implica un esfuerzo asumible. El microrrelato moderno busca una utopía –alcanzar en apenas unas líneas la profundidad de sus hermanos narrativos- y coquetea con la humorada. Para superar la tentación del chiste –el dinosaurio de Monterrosso, pese a su indiscutible ingenio, ha hecho mucho daño al género- y mantener la contundencia en el desenlace el autor debe poseer una capacidad de focalización, de síntesis y, sobre todo, de apoyo en la realidad compartida, que sólo pertenece a unos pocos. Cito la realidad compartida porque el microrrelatista está obligado a trazar los cimientos del relato en una sola frase. No dispone de más palabras. Los maestros de la miniatura, como Merino, incluso construyen personajes con matices, lo que resulta auténticamente meritorio. Su logro no debe equipararse a una Torre Eiffel de palillos, ya que la precisión responde a una verdadera necesidad: el microrrelato de calidad, como antes he mencionado, es una de las trincheras de la literatura. Aunque la huida de la anécdota sea una obligación ineludible, resulta conveniente cierto acercamiento al peligro. Incluso podría afirmarse que todo microrrelatista que se precie debe moverse hasta la frontera del ridículo para, desde allí, elevarse hasta la complejidad. Así lo hace nuestro autor, por ejemplo, en "Falsas impresiones":
«En los primeros años de nuestro matrimonio, el Manolín que culminaba su entrega amorosa me llenaba de desolación. Ahora, cuando en esos mismos momentos me llama por mi nombre verdadero, siento la tristeza de haber dejado de recordarle los abrazos apasionados de aquel desconocido.»
José María Merino (Santander, 1941) es uno de nuestros narradores más completos. Domina todas las distancias, desde el relato ínfimo al novelón decimonónico. Y en todas ha logrado excelentes resultados. Lo ha conseguido porque conoce a la perfección las reglas de cada género. Merino cumple con minuciosidad las cláusulas del contrato del microrrelatista, ya que sabe acercarse con sutileza hasta las vivencias más cotidianas, mostrando una mirada suficientemente distinta, que no defrauda las expectativas del lector, y, cuando la variedad lo exige, vira hacia rupturas radicales, próximas incluso al terror. Lo hace con la templanza necesaria, sin insistir en la insólita verdad de lo narrado, consiguiendo así, aunque parezca extraño, la verosimilitud. Es un método que tiene su origen en la oscura lucidez de Kafka o Walser, maestros en la recreación de lo siniestro en entornos cotidianos.
En el microrrelato no puede sobrar ni una sola palabra. Merino lo conoce y también sabe que la importancia del título, como introductor al núcleo central del relato, es trascendental. Las tres vertientes –el apoyo en el título, la contundencia en la exposición de la oscuridad y el enganche inmediato con la realidad compartida- aparecen, por ejemplo, en el microrrelato titulado "Posdata, que comienza": «Otra cosa: al acostarte, no te olvides de cerrar bien las puertas de los armarios. De lo contrario, pueden salir los trajes y los vestidos en la oscuridad a pasear por la casa…».
El problema inevitable que presentan demasiados libros de relatos (la exposición de demasiadas historias, demasiados mundos, obliga al lector a un esfuerzo que en demasiadas ocasiones considera desmesurado) se multiplica en las narraciones ínfimas. Sin embargo la confusión no amenaza a La glorieta de los fugitivos: al tratarse de una antología de relatos que provienen de épocas separadas por años, el conjunto gana variedad y carácter, consigue una progresión narrativa paralela a la poseída por los propios microrrelatos, que aporta a la obra homogeneidad y carácter. El volumen se cierra con una serie de textos paródicos, de aprendizaje, que tal vez no posean un gran valor literario, pero sí cumplen una importante función divulgativa. La glorieta de los fugitivos es, concluyendo, un magnífico acercamiento a las virtudes de la narración más corta y una demostración de su espléndido futuro.
En el microrrelato no puede sobrar ni una sola palabra. Merino lo conoce y también sabe que la importancia del título, como introductor al núcleo central del relato, es trascendental. Las tres vertientes –el apoyo en el título, la contundencia en la exposición de la oscuridad y el enganche inmediato con la realidad compartida- aparecen, por ejemplo, en el microrrelato titulado "Posdata, que comienza": «Otra cosa: al acostarte, no te olvides de cerrar bien las puertas de los armarios. De lo contrario, pueden salir los trajes y los vestidos en la oscuridad a pasear por la casa…».
El problema inevitable que presentan demasiados libros de relatos (la exposición de demasiadas historias, demasiados mundos, obliga al lector a un esfuerzo que en demasiadas ocasiones considera desmesurado) se multiplica en las narraciones ínfimas. Sin embargo la confusión no amenaza a La glorieta de los fugitivos: al tratarse de una antología de relatos que provienen de épocas separadas por años, el conjunto gana variedad y carácter, consigue una progresión narrativa paralela a la poseída por los propios microrrelatos, que aporta a la obra homogeneidad y carácter. El volumen se cierra con una serie de textos paródicos, de aprendizaje, que tal vez no posean un gran valor literario, pero sí cumplen una importante función divulgativa. La glorieta de los fugitivos es, concluyendo, un magnífico acercamiento a las virtudes de la narración más corta y una demostración de su espléndido futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario