Ediciones Vosa, Madrid, 2006. 426 pp. 18€
Miguel Baquero
Vaya por delante, para no engañar a nadie, que lo que sigue no va a ser una crítica literaria al uso. No quiere serlo ni, seguramente, puede serlo: resultaría absurdo tratar sobre La muerte de la esperanza atendiendo a sus aspectos técnicos, compositivos, estéticos... hacer, en suma, sobre él un análisis crítico. Este libro, que acaba de publicar Ediciones Vosa, se escapa a cualquier consideración tranquila, a cualquier estudio reposado. Principalmente, porque Eduardo de Guzmán nunca quiso emplear estas páginas para realizar una propuesta artística, o un ejercicio retórico (todo ello muy lícito, desde luego), sino para dejar testimonio, lo más vivo posible, de una época, más en concreto de nueve días: los primeros y los últimos de nuestra Guerra Civil. Este afán por el testimonio no implica, como muchos creen (y es que el reporterismo en España tampoco pasa por sus momentos más lúcidos), manga ancha para escribir de manera deslavazada o utilizar expresiones ramplonas; antes bien el lenguaje a todo lo ancho del libro resulta hermoso, pero hermoso sobre todo porque es efectivo, porque no emplea palabra de más que relaje la tensión ni palabra de menos que nos deje con la situación a medio describir. Es periodismo en su máxima expresión, digno de estudio en cualquier facultad de Ciencias de la Información si el uso de este horrendo anglicismo no lo hubiera vuelto todo tan hortera y relamido. Periodismo de ley, nacido en el fragor de la calle, en la confusión del momento, en los instantes críticos en que una noticia puede decidir el sentido de una guerra y la suerte de miles de personas, entre ellas el propio periodista.
Antes de nada, conviene ofrecer una breve semblanza de quién fue Eduardo de Guzmán, nuestro John Reed, como se afirma en el prólogo. Nacido en Villada (Palencia), en 1908, fue redactor y director de algunos de los periódicos más significativos de la Segunda República, siempre dentro de la corriente anarquista libertaria. De esta época data uno de los trabajos que le daría mayor fama: la cobertura de los famosos sucesos de Casas Viejas, donde realizó un memorable reportaje, sólo comparable con el de otro joven periodista a la sazón: Ramón J. Sender. Durante nuestra contienda civil siguió ejerciendo con gran brillantez la labor periodística. El 1 de abril fue capturado, junto con los últimos elementos republicanos, en el puerto de Alicante, de donde pasó al famoso Campo de los Almendros que describiera Max Aub y de ahí al campo de concentración de Albatera. De estos primeros días de prisión y cautiverio, da Guzmán detalle en El Año de la Victoria (Premio Internacional de Prensa en 1975), publicado también por Ediciones Vosa.
Condenado a muerte en 1940, junto con otros autores de la época como Miguel Hernández, es finalmente indultado ya entrado los años cuarenta, pero se le prohibe ejercer la labor periodística. Empieza entonces la carrera de Guzmán como autor de novelas del Oeste, policiacas, de espías... novelas que se vendían a duro y que firmaba con los seudónimos, no exentos de gracia, de Edward Goodman o Eddie Thorny, entre otros. Entretanto se ganaba la vida y malgastaba su talento con estas novelas (pese a que muchas de ellas contaban, y cuentan todavía, con el aplauso de los amantes del género), Guzmán fue labrando, en el exilio interior, una obra periodística sobre la materia de sus recuerdos que sólo pudo ver la luz con el fin de la dictadura franquista.
A ella pertenece esta La muerte de la esperanza, que se inicía el viernes 17 de julio de 1936, con el confuso rumor de que una guarnición se ha sublevado en Marruecos, lo que lleva a Guzmán al Parlamento, entonces de vacaciones, a preguntar al ministro. Sigue la crónica, a ritmo trepidante, de cuatro días de confusión, de carreras, de disparos perdidos, de llamadas desesperadas, de grupos pidiendo armas, de muertes, de coches que pasan por la Puerta del Sol entre una masa aglomerada en busca de noticias. Un relato en primera línea, a tal extremo que Guzmán nos narra el asalto al madrileño Cuartel de la Montaña desde una barricada, mezclado con los combatientes y agazapado ante el silbido de las balas. Esta primera parte concluye el lunes 20 de julio, tras cerca de noventa horas de tensión creciente, sin apenas dormir, colgado del teléfono.
La segunda parte abarca desde el martes 28 de marzo al sábado 1 de abril de 1939 y en ella, con ser todas buenas, se concentran las mejores páginas de este libro, sobre todo en lo que se refiere a la salida desesperada de Guzmán de Madrid, mientras ya por la calle circulan algunos coches haciendo gala de la bandera bicolor. El relato de cómo el camión lleno de antifascistas cruza el puente de Ventas, plagado de "pacos" o francotiradores que quieren impedir la salida de los antifascistas de la capital, para ganar la carretera de Valencia e intentar alcanzar la salvación, es uno de los más fascinantes que se han escrito nunca sobre la Guerra Civil. Asimismo, el relato de la tensa espera en el puerto de Alicante de un barco que no acaba de llegar, espera en la que poco a poco van menudeando los ataques de locura y los suicidios, es otro de los capítulos necesarios de esta La muerte de la esperanza. De nuevo es obligado recordar aquí a Max Aub, de quien Guzmán no desmerece, ni mucho menos. Quizás todo lo contrario, pues mientras Aub vierte poesía, en la medida de lo posible, sobre aquella triste estampa de los derrotados, Guzmán no tiene empacho, pese a su afinidad política, es narrar las miserias, ruindades y cobardías que (quizás inevitablemente) se produjeron durante aquella huida a la desesperada.
Un magnífico libro, en suma, imprescindible para quien quiera saber la verdad de aquellos días de primera mano, sin mixtificaciones, tergiversaciones ni falsos heroísmos. Un manual de periodismo, en estos tiempos en que tanta falta hace la decencia para esta vieja y antaño brava profesión.
Miguel Baquero
Vaya por delante, para no engañar a nadie, que lo que sigue no va a ser una crítica literaria al uso. No quiere serlo ni, seguramente, puede serlo: resultaría absurdo tratar sobre La muerte de la esperanza atendiendo a sus aspectos técnicos, compositivos, estéticos... hacer, en suma, sobre él un análisis crítico. Este libro, que acaba de publicar Ediciones Vosa, se escapa a cualquier consideración tranquila, a cualquier estudio reposado. Principalmente, porque Eduardo de Guzmán nunca quiso emplear estas páginas para realizar una propuesta artística, o un ejercicio retórico (todo ello muy lícito, desde luego), sino para dejar testimonio, lo más vivo posible, de una época, más en concreto de nueve días: los primeros y los últimos de nuestra Guerra Civil. Este afán por el testimonio no implica, como muchos creen (y es que el reporterismo en España tampoco pasa por sus momentos más lúcidos), manga ancha para escribir de manera deslavazada o utilizar expresiones ramplonas; antes bien el lenguaje a todo lo ancho del libro resulta hermoso, pero hermoso sobre todo porque es efectivo, porque no emplea palabra de más que relaje la tensión ni palabra de menos que nos deje con la situación a medio describir. Es periodismo en su máxima expresión, digno de estudio en cualquier facultad de Ciencias de la Información si el uso de este horrendo anglicismo no lo hubiera vuelto todo tan hortera y relamido. Periodismo de ley, nacido en el fragor de la calle, en la confusión del momento, en los instantes críticos en que una noticia puede decidir el sentido de una guerra y la suerte de miles de personas, entre ellas el propio periodista.
Antes de nada, conviene ofrecer una breve semblanza de quién fue Eduardo de Guzmán, nuestro John Reed, como se afirma en el prólogo. Nacido en Villada (Palencia), en 1908, fue redactor y director de algunos de los periódicos más significativos de la Segunda República, siempre dentro de la corriente anarquista libertaria. De esta época data uno de los trabajos que le daría mayor fama: la cobertura de los famosos sucesos de Casas Viejas, donde realizó un memorable reportaje, sólo comparable con el de otro joven periodista a la sazón: Ramón J. Sender. Durante nuestra contienda civil siguió ejerciendo con gran brillantez la labor periodística. El 1 de abril fue capturado, junto con los últimos elementos republicanos, en el puerto de Alicante, de donde pasó al famoso Campo de los Almendros que describiera Max Aub y de ahí al campo de concentración de Albatera. De estos primeros días de prisión y cautiverio, da Guzmán detalle en El Año de la Victoria (Premio Internacional de Prensa en 1975), publicado también por Ediciones Vosa.
Condenado a muerte en 1940, junto con otros autores de la época como Miguel Hernández, es finalmente indultado ya entrado los años cuarenta, pero se le prohibe ejercer la labor periodística. Empieza entonces la carrera de Guzmán como autor de novelas del Oeste, policiacas, de espías... novelas que se vendían a duro y que firmaba con los seudónimos, no exentos de gracia, de Edward Goodman o Eddie Thorny, entre otros. Entretanto se ganaba la vida y malgastaba su talento con estas novelas (pese a que muchas de ellas contaban, y cuentan todavía, con el aplauso de los amantes del género), Guzmán fue labrando, en el exilio interior, una obra periodística sobre la materia de sus recuerdos que sólo pudo ver la luz con el fin de la dictadura franquista.
A ella pertenece esta La muerte de la esperanza, que se inicía el viernes 17 de julio de 1936, con el confuso rumor de que una guarnición se ha sublevado en Marruecos, lo que lleva a Guzmán al Parlamento, entonces de vacaciones, a preguntar al ministro. Sigue la crónica, a ritmo trepidante, de cuatro días de confusión, de carreras, de disparos perdidos, de llamadas desesperadas, de grupos pidiendo armas, de muertes, de coches que pasan por la Puerta del Sol entre una masa aglomerada en busca de noticias. Un relato en primera línea, a tal extremo que Guzmán nos narra el asalto al madrileño Cuartel de la Montaña desde una barricada, mezclado con los combatientes y agazapado ante el silbido de las balas. Esta primera parte concluye el lunes 20 de julio, tras cerca de noventa horas de tensión creciente, sin apenas dormir, colgado del teléfono.
La segunda parte abarca desde el martes 28 de marzo al sábado 1 de abril de 1939 y en ella, con ser todas buenas, se concentran las mejores páginas de este libro, sobre todo en lo que se refiere a la salida desesperada de Guzmán de Madrid, mientras ya por la calle circulan algunos coches haciendo gala de la bandera bicolor. El relato de cómo el camión lleno de antifascistas cruza el puente de Ventas, plagado de "pacos" o francotiradores que quieren impedir la salida de los antifascistas de la capital, para ganar la carretera de Valencia e intentar alcanzar la salvación, es uno de los más fascinantes que se han escrito nunca sobre la Guerra Civil. Asimismo, el relato de la tensa espera en el puerto de Alicante de un barco que no acaba de llegar, espera en la que poco a poco van menudeando los ataques de locura y los suicidios, es otro de los capítulos necesarios de esta La muerte de la esperanza. De nuevo es obligado recordar aquí a Max Aub, de quien Guzmán no desmerece, ni mucho menos. Quizás todo lo contrario, pues mientras Aub vierte poesía, en la medida de lo posible, sobre aquella triste estampa de los derrotados, Guzmán no tiene empacho, pese a su afinidad política, es narrar las miserias, ruindades y cobardías que (quizás inevitablemente) se produjeron durante aquella huida a la desesperada.
Un magnífico libro, en suma, imprescindible para quien quiera saber la verdad de aquellos días de primera mano, sin mixtificaciones, tergiversaciones ni falsos heroísmos. Un manual de periodismo, en estos tiempos en que tanta falta hace la decencia para esta vieja y antaño brava profesión.
1 comentario:
Leí en su día El año de la victoria, un libro excelentemente escrito, una crónica clara y dura sobre la represión que siguió al término de la guerra civil, testimonio inapelable de los métodos y los fines del régimen recién instaurado (el único fascismo que, junto con el portugués, pervivió en Europa). Eduardo de Guzmán es uno de nuestros grandes autores, no sólo por lo que cuenta, sino también y sobre todo por la altura con lo que lo cuenta, por su estilo.
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