miércoles, abril 04, 2007

La ciudad en invierno, Elvira Navarro

Caballo de Troya, Madrid, 2007. 106 pp. 11,90€

Marta Sanz

Paul Nizan en Aden Arabia escribe una de esas frases que los lectores atentos tardan en olvidar: «Yo tenía veinte años; no permitiré a nadie decir que es la edad más bella de la vida.» Clara, la protagonista de los cuatro fragmentos que componen este libro, ha cumplido quizás nueve, trece, dieciséis años... Sin embargo, en su recorrido vital no hay una evolución: sufrir no ayuda al crecimiento. La acción de sufrir no es como ese sueño del lactante que, por las noches, hace que a los niños se les alarguen los fémures dentro de sus cunitas. La vida de Clara está llena de puntas que se le van clavando en la piel a lo largo de los años, desde el principio. Puntas que no puede escamotear y que van debilitándola a medida que se va haciendo mayor. No es que la vida de Clara sea especialmente dura, no es que las condiciones socioconómicas de sus padres sean malas, no es que su hogar sea un hogar desestructurado; es que Clara tiene en su cerebro una especie de dispositivo para captar la tiniebla, el desamparo, la gelidez de las cosas. La hipersensibilidad de Clara hace del mundo un lugar inhabitable, como en las mejores muestras de la literatura de terror, pero sin caer jamás en el retruécano fantasmagórico. Todo lo que sucede aquí es posible. Lo posible duele, aunque a veces no queramos verlo. Por eso, en la contraportada de este libro, magnífico e hiriente, se dice que el dolor expresado a lo largo de sus páginas es «austero, laico, libre de aspavientos retóricos». Un dolor que llega al lector en forma de una prosa concreta y desnuda que da frío.
Sólo el primer fragmento de La ciudad en invierno merecería la publicación de esta joven autora nacida en Huelva en 1978. En “Expiación”, Clara se baña en la piscina con su burbuja de corcho adosada a la espalda y establece una lucha, acota los límites de su rencor, proyectado hacia la figura de su tía. Pero el rencor de Clara es un rencor orgánico. Clara sólo ve los filos cortantes de la realidad y esas visiones, posiblemente lúcidas, no la hacen mejor. Clara juega, desoye, es mala y hace sufrir a su tía. Mientras tanto ella sufre más que nadie. A Clara la regañan y ella promete algo que no se le puede prometer a nadie: querer sin ganas. En “Cabeza de huevo”, Clara exterioriza la violencia que su propio cuerpo adolescente le impone, una violencia interna que tiene que ver con la transformación, y que ella refleja contra la superficie de un espejo para ejercerla sobre alguien tal vez más débil. Es el único momento en el que Clara está acompañada: cuando la violencia es ejercida hacia fuera. La concisión pornográfica del relato espeluzna: sin paños de pureza ni velos. En La ciudad en invierno, Clara es la víctima de una violación y busca a su violador para formularle una pregunta; también es la víctima de un estigma y de un secreto, del amor de unos padres que ya no pueden protegerla de nada. En “Amor”, la pulsión erótica nace ya vieja y no puede salvar, ni siquiera emocionar, a alguien como Clara.
En La ciudad en invierno se reflexiona sobre el mal y sobre la maldad como respuesta a una percepción, como reflejo condicionado de una sensibilidad permeable a lo oscuro, a una realidad que desarma y frente a la que hay que articular una estrategia defensiva, casi animal, que, en el caso de Clara, es cada vez menos poderosa porque Clara es un animal, acosado por estímulos —internos y externos—, agredido por ellos, pero también es un animal razonador y, por tanto, susceptible de sentirse mal, entristecido, aislado. Clara se va debilitando a lo largo de los fragmentos de su existencia: primero es la distancia, después la acción, después cierta laxitud, por último, la negativa a la felicidad o al engaño. Victimas y victimarios, sus posiciones relativas —el psicópata como víctima, el débil como verdugo— se suceden a lo largo de La ciudad en invierno. Casi todos están dentro de Clara. Al lector le toca juzgar si está enferma o si es un monstruo o si no es nada más que una muchacha común. También le toca al lector decidir si, como se plantea en Elizabeth Costello (J.M. Coetzee, Random House Mondadori, 2005) hay realidades que no deberían mostrarse, porque sólo son obscenas y nada se aporta al género humano cuando se visibilizan. Quizás las niñas, las adolescentes, las mujeres como Clara no deberían salir a la luz. Deberían permanecer en el incógnito. Quizás deberíamos: las que tendemos a ver la llaga y lo sucio. De momento, ahí queda un libro que, en su despojamiento, pincha, y en su tristeza, perturba. Un libro valiente y sensible que trepana un túnel desde las cortezas, complacientes en su blandura, hacia los subterráneos. Creo que un libro es bueno cuando, al hablar de él, se nos olvida la literatura, sus resortes. Con este libro lo de menos es la literatura: en la ciudad de Clara siempre es invierno.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

El ideal: una magnífica reseña sobre un libro magnífico.

Anónimo dijo...

Muchas gracias por la acertada reseña.

Un abrazo:

Elvira Navarro.

Anónimo dijo...

SERA MUY BUEN LIBRO, PERO DEBE TENERSE MUY EN CUENTA LA EDAD DE LAS Y LOS JOVENES QUE LO LEEN.

Francisco Ortiz dijo...

Muy de acuerdo: un libro es bueno cuando nos olvidamos de que es literatura.