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jueves, junio 19, 2014

Michel Foucault y el poder. Viajes iniciáticos 1, Gilles Deleuze

Trad. Javier Palacio Tauste. Errata Naturae, Madrid, 2014. 168 pp. 18 €

Fernando Ángel Moreno

En este mes en el que se cumplen treinta años de la muerte Michel Foucault, acaecida un 25 de junio de 1984, aumentan las publicaciones sobre su obra. Entre todas ellas, una de las más interesantes es sin duda la que edita las transcripciones de las clases que el filósofo Gilles Deleuze impartió sobre el pensamiento del «historiador del poder» al poco tiempo de su muerte.
Cabe por tanto hablar aquí del autor de quien Foucault dijo: «Algún día el siglo será deleuziano». Deleuze es uno de los filósofos más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado. Entre otras líneas de pensamiento, defendió una visión rizomática de la búsqueda del conocimiento, es decir, mediante asociaciones no jerárquicas, sino horizontales. Esta visión era complementaria en cierta medida a la manera en que Foucault pretendía que se estudiara la historia. No es, por tanto, casualidad la influencia de ambos en movimientos políticos y sociales, muy activos en nuestros días, que defienden la horizontalidad como base de su funcionamiento.
Por otra parte, se ha llegado a afirmar que Deleuze fue tan buen intérprete como teorizador. Desde luego, aquí se comprueba esa cualidad, pues sus explicaciones sobre la teoría del poder de Foucault no dejan de ser una muestra de lucidez o, al menos, de fructífero diálogo con el pensamiento de su compañero.
En este primer volumen se recogen tres clases. Se puede hacer un poco árida la primera, en cuanto a las referencias a diagramas que no vemos y al conocimiento matemático que se nos exige a los iletrados de letras. Recordemos que son meras transcripciones de un discurso en un aula. Pero si se hace el esfuerzo o, sencillamente, se pasa a las dos siguientes, habrá recompensa. Deleuze desgrana la manera en que el saber (y todo cuanto lo rodea) mantiene problemáticas e inevitables relaciones con el poder: «No existe saber sin poder y no existe poder sin saber». Para ello, explica ambas categorías desde un punto de vista abstracto. Ahondar en estas relaciones implica entender todo un microcosmos de las relaciones humanas, imprescindible para comprender las grandes tendencias sociales. Todo empieza en los individuos y termina en los individuos, aunque nos hayamos acostumbrado perniciosamente a pensar en términos generales.
En este sentido, se describen con dureza algunas de las bases y de las consecuencias de «Mayo del 68», muy interesantes para leer nuestra propia situación política actual. Así, ahonda en los tipos sociales de lucha y los juegos de poder que estos originan, a partir de «una triple cuestión: las nuevas formas de lucha, el nuevo papel del intelectual y la nueva subjetividad». Deleuze defiende con ello el papel de la singularidad sobre el de la universalidad, de la acción sobre el concepto: «Un campo social no se define por una estructura. Se define por el conjunto de sus estrategias».
Por otra parte, incide en la necesidad social de las leyes. En este sentido, realiza una interesante contraposición entre legislación y normativación. Esta división lleva a una crítica clave en el libro de Foucault Vigilar y castigar: el problema más complejo es el de la normativización de individuos, de separarles entre lo «normal» y lo «anormal» sin verdaderos sustentos reales.
Como aglutinante de todo ello, encontramos la idea de que nadie tiene el poder, sino que se ejerce y se deja o no que ejerza. Son los principios básicos de la teoría del poder de Foucault, aquí explicitados, desglosados, aplicados a una realidad social que nos toca directamente.
Al fin y al cabo, Deleuze y Foucault no se limitaron a explicar el mundo, sino que intentaron transformarlo a partir de estos principios con su París VIII, la Universidad de Vincennes, que fundaron en 1968 y que prescindía de exámenes y de todo tipo de control académico o reconocimiento oficial de títulos. Por desgracia, ciertas diferencias enturbiaron su amistad, aunque no la mutua admiración.
Para quien disfrute del pensamiento abstracto y de las relaciones entre el poder, la sociedad y el individuo, resulta imprescindible profundizar en las palabras de ambos pensadores.

martes, mayo 28, 2013

Y siguió la fiesta: La vida cultural en el París ocupado por los nazis, Alan Riding

Trad. Carles Andreu. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2013. 489 pp. 25 €

Ángeles Prieto Barba

Gracias a los setenta años transcurridos desde la ocupación nazi, en el vecino país galo se pueden revisar con toda seriedad y rigor las distintas actitudes de colaboracionismo y de resistencia frente a ella. Elogiosa postura historiográfica en contraste claro con el apasionamiento visceral con el que seguimos analizando nuestra propia guerra, preludio de aquella otra. Y fruto de ese lavado a conciencia de trapos sucios, es este magnífico ensayo.
No obstante, el lector español tuvo ocasión de conocer el tema con cierta profundidad muy recientemente, en el año 2006, cuando apareció traducido el trabajo ingente del gran experto británico en la Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor y su esposa Artemis Cooper, denominado París después de la liberación: 1944-1949, título no exacto porque engloba también los tres años de ocupación analizados aquí con todo detalle: de 1942 a 1944. Hay que señalar que ambos libros son complementarios y que además, quien haya leído el primero, disfrutará sin duda con este segundo. Recomendación que también se extiende a quien hubiera consultado previamente el polémico análisis de Tony Judt, Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses, 1944-1956, publicado en 2007.
Ahora bien, en Y siguió la fiesta nos encontramos ante un estudio muy bien estructurado y completo, más que los anteriores que he citado, pues presta atención a todos y cada uno de los aspectos de la vida cultural parisina, sin permitir que el evidente peso y marchamo ideológico de escritores e intelectuales franceses (Sartre, Camus, Malraux, Colette, Gide, Mauriac, Aragon, Morand, Éluard, Péret, Duras, Céline, Drieu la Rochelle, etc.) o foráneos residentes, nos oculte a actores, pintores, cantantes, gestores de museos, sastres, editores, cineastas, gentes del music-hall o la danza. Pues en esa Capital Mundial de las Artes que fue París, al menos hasta ese momento, todas ellas resultan indisociables, constituyendo esta visión de conjunto muy necesaria.
El resultado es un volumen plagado de informaciones extraídas de fuentes diversas (bibliografía histórica y literaria, prensa, entrevistas...), ante las cuales es obligada la desmitificación de aquellos años, reconociendo por ejemplo que el ejército nazi permitió efectivamente que los artistas parisinos prosiguieran con sus espectáculos o que incluso se impulsara la tradicional cultura gala bajo el régimen de Vichy. Un libro donde también se analiza espinosos temas como la segura responsabilidad francesa en el drama del Holocausto, la despreocupación y falta de compromiso de Jean Paul Sartre frente a la actitud de Camus o el papel posterior de Aragon como grand inquisiteur estalinista, pero que también recoge labores verdaderamente heroicas como la del periodista norteamericano Varian Fry o dolorosos dramas como el de Irène Némirovsky. El expolio tremendo de obras de arte por parte de un Goering voraz, o cómo se cercenó de un modo brutal todo intento de resistencia tras la ejecución de un cadete nazi en el metro de París, ejemplares o bochornosas historias como las de Joséphine Baker, la escritora Colette, el editor Raymond Deiss, la funcionaria de museos Rose Valland, el actor Sacha Guitry, el músico Maurice Hewitt y tantos otros que interesa conocer, convierten este libro en un trabajo instructivo y certero pero sobre todo, ecuánime.

martes, abril 02, 2013

La Primera Guerra Total, David A. Bell

Trad./Prol. Álvaro Santana Acuña. Alianza Editorial, Madrid, 2012. 448 pp. 28 €

Ángeles Prieto Barba

Bajo la imprecisa expresión histórica “guerra total”, forjada en el siglo XX durante la Primera Guerra Mundial, entendemos ahora la movilización de todos los recursos de un Estado para destruir por completo a otro. Una locución casi metafísica, pues en principio debemos poner en cuestión si es posible disponer absolutamente de todos los recursos (humanos, científicos, industriales, agrícolas, naturales, civiles y militares) al servicio de una guerra como también, y al mismo tiempo, nos preguntamos si es factible conseguir la destrucción total (que no la simple rendición) de un país enemigo. Aunque no nos quepa duda de que el enunciado “guerra total” sea elocuente y efectivo para definir claramente la tendencia u objetivo de nuestras guerras más cercanas. Incluso de toda guerra, si estudiamos su desarrollo y evolución histórica. Pues bien, David A. Bell, historiador británico de impecable formación, nos propone en esta primera publicación de su libro en España, aceptar esta aseveración aplicada en principio al furor bélico desatado en Francia tras la Revolución Francesa, culminado con las Guerras Napoleónicas.
Pero lo que ocurrirá con la lectura de este libro singular es que muy pronto esta hipótesis de partida pasa a segundo plano, concentrando fascinados todo nuestro interés en el desarrollo de lo que constituye un estudio brillante de la guerra como Historia Social. Porque en efecto, la leva en masa, la propaganda revolucionaria constante, la obligatoria adscripción política que no permite quedar al margen y sobre todo, las atrocidades cometidas (campos asolados, mujeres violadas, hambrunas y epidemias generales, ejecuciones de niños, torturas y cuerpos destrozados), sí que nos permite aseverar que en este periodo se produjo un importante salto cuantitativo y cualitativo en la concepción de la guerra, con los claros precedentes de la llamada Revolución Militar que señalara Geoffrey Parker a fines del XVI y la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII.
Un libro que además nos resulta necesario, habida cuenta de la reciente revisión que se ha efectuado en todas las universidades españolas de la Guerra de la Independencia, freno a Napoleón que devastó el país cercenando la vida (militar y civil) de casi un millón de personas. Pero Guerra que debemos situar siempre en su contexto europeo, completando su conocimiento con lo que ocurrió antes (Guerra de la Vendée, reino de Nápoles), durante (frente ruso) y después, y en este sentido la lectura de este libro nos resulta muy útil. También para precisar conceptos, ahora que utilizamos con tanta alegría el término jurídico “genocidio” para aplicarlo sin más a toda matanza considerable, sin atender a sus autores (dirigido desde el Estado), ni a las víctimas (grupo nacional, racial o religioso distinto), por lo que las Guerras Civiles como la de la Vendée, quedarían al margen del mismo.
De hecho, sus bien argumentados capítulos nos van adentrando de forma progresiva en una nueva concepción romántica de la Guerra, esa que prevalecerá de ahí en adelante, avistada como una antorcha purificadora, dirigida por la Razón y garantizadora de la supervivencia y derechos de sus actuantes: esos ejércitos, esa carne de cañón mal adiestrada pero tan bien aleccionada que ejecutará puntual las órdenes de sus superiores y también participará del bochorno en la derrota y la gloria en la victoria. Por ello, la figura de Napoleón permaneció y perdura en nuestro subconsciente como el genio militar más brillante de la Historia Contemporánea, sin que haya menoscabado su imagen ser conscientes de su brutal autoritarismo, del reguero de sangre que dejó el paso de sus ejércitos (al menos unos cinco millones de muertos) o de la habilidosa labor de propaganda que lo mantuvo erigido hasta nuestros días. Por ello, aunque no nos atrevemos a aceptar la tesis de David A. Bell que adjudica la calificación de Guerra Total a este periodo, sí que valoramos, y de hecho aplaudimos, que nos haya hecho conscientes de la importancia y trascendencia del mismo. Con esta primera carta de presentación en nuestra lengua, a este historiador no podemos menos que otorgarle una entusiasta bienvenida.

jueves, septiembre 06, 2012

No somos los únicos que llevamos este estúpido apellido, Marie-Aude Murail

Trad. Julieta Carmona. Destino, Barcelona, 2012. 208 pp. 11,95 €

Care Santos

Me pregunto qué lectores va a tener esta excepcional novela de Marie-Aude Murail en nuestro país. ¿Lectores desprejuiciados que compren un título de un sello juvenil sin pensar que rebajan su nivel de exigencia? ¿Adolescentes adictos a las librerías que gastan sus ahorros en novelas? ¿Padres de estudiantes de secundaria que no se escandalizan porque uno de los mejores personajes de la novela sea homosexual o que no se ofenden al leer una despiadada crítica hacia la clase media? ¿Estudiantes capaces de leer sin prejuicios, capaces de captar las sutilezas de un diálogo brillante y cautivador, así como los muchos matices de unos personajes seductoramente humanos o los golpes de ingenio de una autora cuyo nombre es garantía de buena literatura?
De todos ellos encontrarán estas páginas, estoy segura. Pero no nos engañemos: los lectores que esta novela necesita no abundan en nuestro país. Ni abundarán si la enseñanza se abarata y permitimos que triunfen ideas supuestamente modernas pero igual de paupérrimas (intelectualmente) como, por ejemplo, el imperio de lo políticamente correcto.
Me preguntaba, con tristeza, mientras leía estas páginas: ¿cuántos profesores de secundaria fascinados por la historia y el modo de contarla no se atreverán a mandarla leer a sus alumnos? Y, a pesar de todo, qué enriquecedor sería que se atrevieran a hacerlo, que la defendieran ante los padres airados, que la explicaran a sus alumnos confusos ante ciertas situaciones. Y no sólo porque nos hallamos ante una buenísima novela, sino porque sus páginas generarían con toda seguridad un debate rico y variado, tan cargado de matices como las propias escenas que viven los personajes, en las que los lectores podrían hacer eso que tanto se desea como efecto secundario de una lectura: tomar postura, reflexionar y, sobre todo, disfrutar.
Marie-Aude Murail siente predilección por contar historias en que los protagonistas viven en la más absoluta desprotección. Quien conozca su anterior entrega, Simple, sabrá de qué hablo. Murail habla de las víctimas más inocentes y más débiles de todas: los menores. Niños o jóvenes desamparados, dejados al cuidado de alguien tan débil como ellos o, simplemente, abandonados. Es el caso de los tres hermanos Morlevent, los protagonistas de esta historia, que en el primer capítulo han perdido a su padre —fugado— y a su madre —suicida después de ingerir un producto de limpieza doméstico— y quedan bajo la tutela del estado y la mirada atenta de una jueza de menores. Será esta jueza, un personaje magnífico ¬—insegura, apasionada y adicta al chocolate— quien se encargará de buscar quien se haga cargo de los niños entre sus únicos parientes: una hija no biológica del padre que resulta ser una pija con deseos de ser mamá de una niñita rubia y guapa y un medio hermano irresponsable y homosexual, que tiene una particular y excéntrica manera de vivir.
Con estos ingredientes y a ritmo de comedia, Murail nos retrata la peor situación a que pueden enfrentarse tres menores desprotegidos. Nos permite llegar comprender a todos los personajes que gravitan alrededor de ellos gracias a su capacidad innegable para matizar, profundizar y analizar. Nos sirve un par de personajes sencillamente inolvidables. Nos obliga a sonreír y a reír en multitud de ocasiones y, al fin, cierra con redobles un argumento que nos ha proporcionado todo lo que se puede esperar de una buena novela.

martes, octubre 11, 2011

¿Por qué leer?, Charles Dantzig

Trad. Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños. 451 Editores, Zaragoza, 2011. 260 pp. 16,90 €

Care Santos

Leer sobre leer, qué enfermiza redundancia. Y qué sinsentido leer lo que opina acerca de leer un señor a quien no hemos leído nunca, a quien es imposible leer en español. Todo ello es cierto, y a pesar de todo este libro es un disfrute para los inquietos redundantes de la lectura, entre quienes, por supuesto, y a mucha honra, me cuento.
Charles Dantzig (Tarbes, 1961), es autor de cinco novelas, ocho libros de poesía y un diccionario muy celebrado en Francia,  Dictionnaire egoïste de la literature française. Toda su bibliografía es inédita en castellano. De modo que comenzar a leerle por este libro -la severa cubierta esconde más un volumen de confesiones que un ensayo- es algo así como una incongruencia, además de un acto de fe. Si lo hice fue porque me llamaron la atención los epígrafes de los capítulos: "Leer por salud ah ah", "La lectura es un tatuaje", "Leer para dejar los libros encima de una mesa", "Leer otra cosa que lo que está escrito" o "Leer para dejar de ser la reina de Inglaterra". A todos ellos, por cierto, yo añadiría uno más, personal: "Leer para probar suerte y, de paso, pasar un buen rato siempre y cuando no se vengan abajo las expectativas". Tal vez demasiado largo, lo sé. Por cierto, que el autor dedica un capítulo a quienes, como yo, leemos dejándonos llevar por los títulos. Y por las cubiertas.
¿Por qué leer?, debo decirlo de antemano, es una obra alejada de la pretensión del intelectual engolado. El reverso de Harold Bloom. Es la obra de un lector nato, de un comunicador, casi de un show-man, siempre al quite, siempre al día, siempre pensando en aquellos que están al otro lado. Aquí no hay grandes postulados teóricos ni, desde luego, se echan de menos. Hay gustos personales -como en la vida de todo lector- y algunas afirmaciones discutibles, por demasiado provocadoras o porque ponen el dedo en la llaga del lugar común, como ésta: "La mala influencia de la lectura es una leyenda tan estúpida como la de su buena influencia". O esta otra: "(Leer) No es políticamente correcto: la lectura excluye". O las palabras con que el autor concluye, sin concluir en absoluto: "Leer no sirve para nada. Por eso precisamente es una gran cosa. Leemos porque no sirve para nada."
Con todo, y pese a su aparente sencillez, el autor cartografía todas y cada una de las posibles razones que pueden acercar los lectores a los libros: analiza la lectura egoísta del escritor, preocupado más por ser el elegido que por sacar provecho a lo que elige; se divierte a costa de los hábitos "sociales" de los lectores, ya sean reunirse en clubes de lectura o presumir ante otros de lo leído, entona una encendida defensa de los "libros malos" -con nombres propios incluidos- que, dice, también tienen su momento; analiza la necesidad de los lectores de encontrarse en aquello que leen, aunque apenas escriba la palabra "identificación"; analiza la compulsiva necesidad de leer que a todos nos afecta en determinados momentos de nuestra vida. Y también se entrega a lo circunstancial, con una serie de páginas deliciosamente dedicadas al dónde, cómo, cuándo o con quién leer.
Puede que este libro no nos propporcione descubrimientos importantes. Pero es divertido y está escrito con una pasión y una contundencia nada comunes. Además, cito al autor: "Leer no es razonable. Hay cosas más importantes, dicen los importantes. Es verdad. Y, sabiéndolo, seguimos como si tal cosa con esas lecturas que nos privan de la vanagloria". De modo que léanlo.

miércoles, abril 06, 2011

Intervenciones, Michel Houllebecq

Trad. Encarna Gómez Castejón. Anagrama, Barcelona, 2011. 264 pp. 17,50 €

Amadeo Cobas

He de confesar que jamás había leído un artículo periodístico firmado por o una entrevista realizada a Michel Houllebecq. Eso sí, me he leído parte de su obra narrativa (Plataforma, Las partículas elementales, Lanzarote y La posibilidad de una isla), por lo que me imaginaba lo que me podría encontrar en esta compilación de opiniones suyas, vertidas a pluma suelta. ¿Y qué me he encontrado? Al Houllebecq provocador, cínico, delirante, agresivo, radical, ácido, ofensivo, burlón, ingenioso, políticamente incorrecto, maleducado, grosero, antiislamista (¿o no?), perspicaz, sexual (¿pornográfico?), hedonista (¿nihilista?), corrosivo…
Ya empieza el libro «haciendo amigos»: al poeta Jacques Prévert, cuya obra es estudiada en los colegios de Francia, le dedica epítetos clarificadores: «mediocre… mal poeta… imbécil». Otro artículo suyo principia con esta frase palmaria: «La literatura no sirve para nada». ¿Por qué? Porque su propósito es chinchar… Y a fe que lo consigue.
Aunque he de reconocer que sentencia máximas que llevan a reflexionar: «uno debería poder abrir una novela en cualquier página, y leerla con independencia del contexto. El contexto no existe. Es bueno desconfiar de la novela; no hay que dejarse atrapar por el argumento; ni por el tono, ni por el estilo»; casi nada lo que afirma… Y no cabe duda que estos alegatos tan suyos forman parte de su psique más profunda —no sé si atreverme a decir que disfruta erizando el vello a los lectores más susceptibles, o que le importa un bledo tener pleitos en su contra a raíz de la publicación de cada una de sus obras—, de sus ganas de provocar. ¿No se lo creen?: «…algunos seres con valores desviados siguen asociando la sexualidad y el amor»…
Este antisistema que profiere: «…lo único que realmente se puede hacer en Occidente es ganar dinero», desarrolla en esta compilación su faceta de crítico literario, de cine, arquitectónico, filosófico, musical…; ninguna modalidad artística, modo de vida, ningún tema es lo suficientemente espinoso como para no poder ser abordado por el intelecto de Houllebecq. Es impepinable que no hay temas tabú en sus opiniones, ni opiniones que pongan en riesgo su libre juicio: «el pedófilo me parece el chivo expiatorio ideal de una sociedad que organiza la exacerbación del deseo sin procurar los medios para satisfacerlo […] el hombre maduro quiere follar, pero ya no tiene posibilidad de hacerlo […] Así que no es tan sorprendente que la emprenda contra el único ser incapaz de ofrecer resistencia: el niño». De este modo comenzaba un artículo sobre la pedofilia publicado en 1997. Nadie se rasgue las vestiduras todavía, no olvidemos que estamos ante un provocador. ¿Otro ejemplo? «Personalmente, siempre he considerado a las feministas unas amables gilipollas, en principio inofensivas, pero a quienes, por desgracia, su desarmante falta de lucidez vuelve peligrosas», opinión suya plasmada en una obra que epilogó en 1998. Epílogo que no sé si haría mucha gracia a Valérie Solanas, la escritora, cuando gratifica dicha obra, ¡ejem!, con calificativos de este jaez: «Aunque las primeras páginas del SCUM Manifesto son deslumbrantes, hay que reconocer que por desgracia cae después en gilipolleces a la manera de Stirner, si no peores».
Es peligroso abrir un micrófono delante de una lengua voraz como la de Houllebecq
Este autor plantea cuestiones que a la fuerza dolerán a los afectados. Verbigracia, los jubilados alemanes, dado que huyen en cuanto pueden a vivir al sur, España principalmente, por lo que se pregunta: ¿aman a su país? Más: propuso que se exterminase a la pareja de osos que fue introducida en los Pirineos. ¿Por qué? Vaya usted a saber, por ser él mismo. Acaso porque a Houllebecq le ocurre lo que al escorpión de aquella fábula atribuida a Esopo (recogida por Anthony de Mello). ¿La saben? Pido disculpas por la reiteración, si tal sucede: un escorpión le pide ayuda a una rana para atravesar un río. Ésta le replica que si lo hace, una vez esté sobre su lomo le clavará el aguijón y la matará. El escorpión matiza que sería una locura por su parte, porque entonces la rana moriría envenenada, pero él perecería ahogado. Tras cavilar unos instantes, accede la rana. En mitad del río el escorpión pica a la rana, y ella le pregunta: ¿por qué lo has hecho?, ahora vamos a morir los dos. Y el escorpión se justifica: no he podido evitarlo es mi naturaleza…
A quien le guste una forma de escribir libre, directa y sin tapujos, la literatura punzante, la que conmueve (para bien o para mal), la que excita el pensamiento hasta enfebrecerlo que no deje de leer a este escritor, porque le garantizo que no quedará indiferente. Le encandilará o le escandalizará. Casi diría que pasará por ambos estados.
Puede que a la vez…

martes, enero 25, 2011

Héroes, maravillas y leyendas de la Edad Media, Jacques Le Goff

Trad. José Miguel González Marcén. Paidós, Barcelona, 2010. 220 pp. 25 €

Ángeles Prieto

Todo estudiante de historia que, en los últimos treinta años, haya pasado por una Facultad cualquiera, ha leído, estudiado y aprehendido los conocimientos que despliega Jacques Le Goff sobre la Edad Media en su obra. Y la razón de esta obligatoriedad estriba no sólo en el dominio de los múltiples aspectos que conforman su autoridad como medievalista, sino ante todo en su lupa especial y ojo crítico, como alma mater de la Escuela de Annales, que ha supuesto una auténtica revolución en nuestra forma de entender la Historia, pues tras Le Goff y su legado, ésta ya no es lo que era.
Ya que tras el aldabonazo que supuso en 1962 la publicación de La civilización del occidente medieval, obra asimismo incluida en esta colección y con la que se consagró como heredero de Bloch, Febvre y Braudel, los más grandes historiadores franceses, Le Goff no ha dejado de defender en su obra lo que denominados “Nueva Historia”: mucho más amplia y abierta, abocada a la comunicación subjetiva y honesta con el lector y no sólo con el erudito o especialista, deudora de la antropología, la economía y otras ciencias sociales, alejada del cronicón o relación de hechos ordenados sin reflexión ni sentido, capaz de integrar lo real con lo imaginario y dispuesta a conceder su sitio, como auténticos protagonistas, también a aquéllos que no formaron parte de las clases y grupos dominantes.
Porque la “Nueva Historia” de Le Goff busca no sólo hablarnos del pasado, de los grandes nombres propios de otros tiempos que acumulan tiempo y olvido, sino de nosotros y esta vida nuestra que avanza con aciertos y errores gracias al legado de unos antepasados que nos transmitieron ideologías y sistemas, ciudades, objetos artísticos, espacios para la reflexión, libros y símbolos.
Pues bien, un ejemplo hermoso de esa manera peculiar con la que este maestro de la Historia nos despliega su sabiduría, lo encontramos en este libro: Héroes, maravillas y leyendas de la Edad Media, donde a través de una serie de artículos muy bien definidos y estructurados, vamos a conocer las claves que conforman esos diez siglos largos que llamamos Edad Media, Dark Age o Tiempos Oscuros, esos mismos que acumulan tantos tópicos de ignorancia y oscurantismo, en absoluto merecidos.
Y es que a través de esos artículos, aparentemente inconexos, pero alternados con sabiduría (el rey Arturo y Carlomagno, el caballero, el juglar y el trovador, las catedrales y los claustros, Merlín y Melusina, el Cid, Roldán y Robin de los bosques, Renart y el unicornio, la mesnada Hellequin y la valquiria, Tristán e Isolda y la papisa Juana); Le Goff pretende nada menos que lograr definirnos, o como poco, informarnos con rigor preciso de cuáles son las claves medievales con las que ahora mismo (del Cid al 11-S), estamos construyendo nuestro futuro.
Pues en este libro concreto, y a través de sus artículos, Le Goff no sólo se limita a exponernos la génesis medieval de cómo, cuándo, dónde y por qué surgieron cada uno de estos mitos, sino que los traslada a través de las distintas lecturas históricas que los humanos hemos realizado sobre ellos en épocas sucesivas, buscando respuestas actuales a la cuestión más difícil que todo buen historiador debe plantearse: para qué surgieron.
La historia medieval, por tanto, esa que atesora en sí misma dos grandes renacimientos culturales (Carlomagno y Dante), esa que tan mal nos transmitieron plena de piojos y miserias, guerras y analfabetos, integrismo religioso, hierro y fuego, con esta obra concreta se nos despliega fascinante, fértil y lúcida en la elaboración de unos mitos y unos espacios muy elaborados, cultos y complejos, que sirven perfectamente para definirnos y que nos despojan de superioridad frente a ellos: las gigantescas catedrales contra los imponentes rascacielos.
Y dada la amenidad, el rigor, la hermosura y sabiduría desplegada en este libro, una no puede menos que preguntarse qué hacen tantos lectores perdiendo tiempo y dinero intentado informarse de la Edad Media a través de novelones plagados de anacronismos, para qué necesitan proseguir los avatares de unos héroes y villanos prefabricados que podemos encontrar en la propia historiografía, pero que transmitidos con pasión, diversión, sabiduría y diligencia, como en este caso, nos deslumbran con mayor intensidad, retención y eficacia. Es por ello que sólo puedo concluir, tras esta grata lectura que, afortunadamente para la literatura histórica actual, no existen en el mercado editorial manuales tan hechiceros y precisos como éste. Háganse con él cuanto antes, es mi consejo.

viernes, abril 23, 2010

El Agrio, Valérie Mréjen

Trad. Sonia Hernández Ortega. Periférica, Cáceres, 2009. 88 pp. 12 €

Elena Medel

«Tenía miedo de que me viera como la típica romanticona que deshoja margaritas», confiesa la voz cantante. «Quería desaparecer para no molestarle, desterrar mis edulcorados sueños de jovencita, diluir el exceso de rojo primario hasta la transparencia. Tenía la fantasía de volverme como él, su doble en femenino, que encontrara en mí a la persona que apoya y comprende sus antojos». El Agrio es la historia de un amor como hay tantos iguales: chico conoce a chica, chico rastrea la guía telefónica para dar con ella, chico comienza a salir con chica, pero mientras tanto mantiene a su amiga más oficial.
Valérie y Bruno se esconden, viajan y fingen, ella traga sus cuentos japoneses —las excusas de él suponen los momentos más dolorosos de El Agrio— con resignación. Y, sin embargo, la mirada de Mréjen aplica una capa diferente a lo que ya sabemos: «Dios sabe cuántos años puede uno seguir enganchado a una historia. Pero basta con ser paciente, va a ser un proceso natural. Voy a mantenerme en un segundo plano, creo que eso le ayudará», saca en conclusión.
«Su sobrenombre era el Agrio y dibujaba su retrato con forma de limón. Había creado el icono en su ordenador». Ella le regala una máquina tragaperras construida con cartón y cinta aislante; su propio nombre le recuerda al camembert Vallée, y así lo envía a Bruno por correo.
Valérie Mréjen (París, 1969) es escritora y videoartista; el verano pasado se inauguró su primera exposición individual en España, La place de la concorde, en el barcelonés Palau de la Virreina. Literatura de nuevo, y es que Periférica ya editó otro título de Mréjen, Mi abuelo, un retrato generacional inspirado en la técnica del me acuerdo de Brainard y Perec, en un esquema al que también se recurre en El Agrio: batería de anécdotas y situaciones, de costumbres y de detalles —las esperas, las conversaciones, las caricaturas— en párrafos breves igual que fogonazos, que conforman un tótem y un todo.
El inicio nos presenta a una Valérie abandonada, «estábamos sentados en un banco cerca de los Halles, bajo una especie de pérgola de madera. Hacía buen tiempo. Me dijo ya no te quiero», a la que al final regresará en círculo, y la chispa establece la empatía. Bruno, en cambio, nos cae mal: petulante e ingeniosillo, simultanea a su pareja con Valérie y algunas de sus amigas, no valora los esfuerzos ni las atenciones de nuestra encantadora y rendida enamorada.
El Agrio, con sus pocas páginas, encierra varios libros: uno más evidente, sobre el amor, y especifiquemos y hablemos de amor oculto, de infidelidad, pero también de amor ciego y al límite, soportando los —muchos— defectos del otro y amplificando las —pocas— virtudes del otro, pero al mismo tiempo reflexiona en torno a las pequeñas cosas, a la desigualdad en las relaciones humanas, y se lee —sobre todo— de un dulce tirón.

lunes, octubre 12, 2009

El gusto del cloro, Bastien Vivès

Trad. Diego Álvarez Álvarez. Diabolo Ediciones, Madrid, 2009. 144 pp. 17,95 €

Ricardo Triviño

A pesar de que cuando abres el tomo de El gusto del cloro el título ya te ha dejado un regusto áspero, un sabor a traducción disonante, y pese a que la editorial obvia tanta información acerca del libro como necesaria pueda ser (título y lengua original, traductor, rotulador, diseñador de la colección, maquetador, número de edición, fecha de impresión), en contra de todo pronóstico, este cómic es lo más absorbente que uno puede tener entre las manos.
Diábolo Ediciones no está dispuesta siquiera a añadir un pequeño esbozo biográfico del autor. Porque, ¿quién es Bastien Vivès? Bastien Vivès es un parisino de apenas 25 años que ya ha publicado seis obras en su país natal y se ha hecho, justamente gracias a este cómic, con el Premio Esencial Revelación del Festival de Angoulême de 2009. Sólo hay que rastrear su nombre en Google para ver la cara de crío que aún conserva. ¿Y de qué va El gusto del cloro para que atrape tanto? Pues de un chaval con escoliosis que tiene que ir a la piscina. Va y nada y se va y vuelve a ir y va al fisio y nada y piscina arriba y piscina abajo.
¡Dios! Yo odiaba tanto ir a la piscina en invierno para corregir mi columna vertebral, parecida a un interrogante, que mi madre tuvo que obligarme a ir con amenazas. Era lo peor sobre lo que podrían haberme escrito una historieta. Y, sin embargo, estuve ahí enganchado, como si fuera morfina, a este tebeo sin diálogos apenas donde sólo nadan y nadan, nada más, en ese espacio azul y algo penumbroso que son las piscinas cubiertas. La capacidad de atracción de sus páginas es comparable a Espera... de Jason (Astiberri), donde aparentemente no pasa nada y se explica tanto, tantísimo; como en un relato de Salinger donde late ese arte que cuenta sin decir, ese virtuosismo de crear textos invisibles y salvajes que desbrozan a través del interior de las páginas.
En el agua clorada para matar el orín de los niños y de los mayores, el protagonista se pregunta y nos pregunta por qué estaríamos dispuestos a morir o qué no abandonaríamos nunca. Habla de decisiones, de prioridades, de vida pura aunque no excesivamente dura, sin héroes pero con una pizca de heroísmo cotidiano. Hay amor también, por supuesto, cómo no, pero no es una historia romántica. Vivès centra su interés en la existencia, en el movimiento del cuerpo, en el movimiento de la muñeca en la brazada, de los dorsales, de los pectorales, de las clavículas, de los omóplatos. Horas enteras se habrá pasado dibujando nadadores haciendo estiramientos, cruzando a crol, de espalda. Debía de ser el “raro” del club de natación. «Ya está ahí el raro con el bloc de notas.»
Usa el lápiz, no entinta. Lo hace a mano alzada, apenas esboza unos detalles certeros, sus líneas rectas son de gelatina, es descuidado haciendo manos. Pero transmite al lector tal nivel de empatía a través de la expresividad pasmosa de sus personajes que perdura hasta debajo del agua, donde los contornos desaparecen. Cuando se sumergen, lo único que sobreviven son el color y las formas; no obstante, puedes ver (y sentir) cómo el protagonista frunce el ceño extrañado. Vivès juega y disfruta con gran variedad de perspectivas y puntos de vista, una riqueza muda como la impagable mirada subjetiva del nadador de espalda que observa ese techo enorme y lejano lleno de vigas que todos hemos contemplado y creído capaz de no acabar jamás. ¿Se acerca ya la meta? ¿Me giro ya? ¿Me golpearé la cabeza?
El gusto del cloro son viñetas inundadas de un aguamarina apagado que guarda silencio pero no calla, un azul que se rompe en el color de los cuerpos que hablan de introspección, de cierta tristeza suave pero persistente. A través de sus páginas, se propaga la melancolía perenne de este lugar dominado por el eco donde, en un carril lleno de viejos, nadan solos los jóvenes sin saber todavía demasiado qué les depara la vida.

jueves, mayo 07, 2009

Mal de escuela, Daniel Pennac

Trad. Manuel Serrat Crespo. Mondadori, Barcelona, 2008. 253 pp. 21 €

Juan Pablo Heras

A Daniel Pennac lo conocemos sobre todo por Como una novela (1992)¸ que casi desde su publicación se convirtió en un clásico entre aquellos que se han atrevido a escudriñar los arcanos del difícil arte de la animación a la lectura. Como aquél, Mal de escuela es un ensayo puro, un conjunto aparentemente asistemático y espontáneo de reflexiones iluminadoras sustentado en la confesión de experiencias absolutamente personales. Con refrescante desvergüenza, Pennac reproduce, por ejemplo, las conversaciones que tuvo con su hermano cuando este libro era sólo un proyecto, justo el momento en el que decidió que no debía escribir un tratado más sobre la educación, sino un libro sobre el “zoquete”. Antes de definir lo que es un “zoquete” conviene advertir que ésta no es sino una traducción aproximada del francés “cancre”, apelativo que el propio autor juzgó hace poco como intraducible en una jugosa entrevista en la que nos recordaba además que sólo en español es posible hablar de “vergüenza ajena”. Pues bien, ese término, “cancre”, nos trae la imagen de un cangrejo que camina de lado, y cuya extravagancia no por natural deja de asombrarnos todos los días. El zoquete es entonces un alumno que se ve a sí mismo como una hormiguita al que un profesor gigantesco -y obviamente ciego- le obliga a subir y bajar el Everest cincuenta minutos al día.
Pennac ataca la figura del zoquete desde una sucesión de puntos de vista que no son accesibles a todo el mundo y que le otorgan el privilegio del que sabe bien de lo que habla: como novelista que visita a alumnos de todo tipo en encuentros de autor y alumnos, como profesor con décadas de experiencia y, sobre todo, como el zoquete que fue, como el propietario de un desastroso expediente escolar (reproducido en la contracubierta del libro) que hoy nadie esperaría de él, excepto su anciana e incrédula madre, que todavía hoy espera que haga algo con su vida.
Pennac, como buen encantador de serpientes, hace de estos presupuestos un anzuelo infalible. ¡Un pésimo estudiante que suspendía todo convertido en novelista brillante, en profesor de profesores! ¿Tendrá él el secreto que tanto tiempo andábamos buscando? Porque, como él mismo señala, es posible que el gran problema de la educación resida en “el eterno conflicto entre el conocimiento tal como se concibe y la ignorancia tal como se vive”. Sucede que los profesores fuimos casi siembre buenos alumnos, “alumnos golosina” -al menos en la materia que enseñamos-, entusiasmados pronto por aprender y aptos de nacimiento para nuestras asignaturas favoritas, lo que nos impide imaginarnos “sin saber lo que sabemos”. Por eso nos abalanzamos sobre el libro, porque si Pennac, que ahora es de los nuestros, ha transitado por la oscura mente del zoquete, quizá haya traído algo de lo que él fue para enseñárnoslo.
La tesis de Pennac se basa en que el zoquete convierte sus dificultades de aprendizaje en un sentimiento de autoexclusión que se transforma fácilmente en comportamientos disruptivos o, por lo menos, incomprensibles para el profesor que tiene delante. Éste, a su vez, harto de enfrentarse al cotidiano desprecio que por él demuestran padres y chavales, atribuye al alumno una intencionalidad –una indolencia voluntaria- que hace imposible su trabajo. Y aunque se trata de un fenómeno atemporal, con el tiempo la sociedad de consumo en la que vivimos no ha hecho sino exacerbar el problema: ahora el alumno puede recluir el mundo entre los dos auriculares de su ipod, y agotarse en la frustrante constatación de que la escuela es el único lugar del mundo en el que se le exige trabajar para conseguir unos beneficios que, por otro lado, son mucho menos deseables de los que consigue cada día en el centro comercial. ¿Cómo hacer comprender a un joven vestido con marcas fascinantes desde la coronilla hasta el dedo gordo del pie que en la escuela “no se satisfacen deseos superficiales por medio de regalos, se satisfacen necesidades fundamentales por medio de obligaciones”?
Al igual que Como una novela, Mal de escuela se lee con sumo placer, no sólo porque el autor posee el don de la amenidad, sino porque nos pone en la pista de una fórmula secreta que ansiamos conocer, ya seamos profesores con ganas de hacer bien nuestro trabajo, o ciudadanos con deseos de resolver el gran problema social de la educación. Y leemos y leemos en busca de una solución, y poco a poco nos damos cuenta con pesar de que no a todos los alumnos se les puede encargar que escriban una novela, como hizo aquel profesor de literatura que sin saberlo convirtió a ese zoquete Pennacchioni en el escritor Pennac, así como tampoco la aplicación del famoso decálogo de derechos de los lectores con el que termina Como una novela basta para crear legiones de lectores. No, no es suficiente y a veces no es lo adecuado. La respuesta está en otro lado, y seguro que no es tan simple. Pennac, finalmente, no nos da la llave. O sí.
Si quieren ustedes saberlo, háganse con el libro. No seré yo quien les reviente el final.
Un consejo: léanlo en la lengua original (el título es Chagrin d’École) todos los que puedan permitírselo. Aunque la traducción del afamado Manuel Serrat Crespo es excelente y supera bastantes escollos (sin ir más lejos, intuyo que la de “cancre” por “zoquete” resulta acertada), cuando lean este libro se darán cuenta de que el brujo Pennac, sin avisar, nos está dando una clase de lengua. De lengua francesa. Y sospecho que no apuramos del todo tan dulce bebedizo los que llegamos a él a través de un filtro.

miércoles, abril 08, 2009

La tormenta, Romain Gary

Trad. Gema Moral Bartolomé. El Cobre Ediciones, Barcelona, 2009. 152 pp. 18 €

Juan Gómez Espinosa

No hay nada mejor para un libro que dejar al lector con ganas de más. El presente, editado por El Cobre, lo consigue de varias maneras. Así, un forofo de Romain Gary se encontrará con pequeñas joyas inéditas en español; por otro lado, a quien desconozca la obra del polaco-francés le abrirá las puertas a un mundo en el que merece la pena adentrarse. En estos breves relatos no sólo se apunta lo mejor del escritor, sino que también se exponen claramente las materias que debe elegir manejar cualquier creador. Entramos así en el eterno debate sobre entretener o expresar, sobre lecturas para el autobús o lecturas para la alcoba. El primero dirigirá su atención a un público para el cual trenzará situaciones, tramas y personajes que lo conduzcan a un bucle dramático; el peligro, obviamente, serán la posible vacuidad emocional de sus personajes, condicionados por la acción, y la ausencia de riesgos en el propio lenguaje, que se mantiene “conservador” a fin de conectar con un público amplio. En la otra orilla, sin embargo, un autor cuya perspectiva sea la de su propio ombligo mostrará sin pudor sus inquietudes, su pulso de entrañas, pero con el riesgo de crear un auténtico tostón a fuerza de onanismo; su lenguaje, sus personajes (si los hubiera), sus acciones (si las hubiera)… estarán marcados siempre por su enfrentamiento individual con el exterior. En Romain Gary la fusión entre ambos tipos de escritor es perfecta, y eso es algo que nunca le podremos agradecer lo suficiente. Sabe crear una trama de pura intriga, ir avisando elegantemente sobre la posibilidad de acción, atraer con la expectación… pero también ir más allá, dar una oportunidad a héroes (por llamarlos de alguna manera) que están gritando en silencio para expresarse de manera autónoma; Gary no se conformaba con los clichés, ni con las argumentaciones de andar por casa. Las menciones a las contiendas del siglo XX no se enmarcan ni en defensas viriles ni en denuncias edulcoradas; la guerra y la violencia aparecen, simplemente, como una siega fría de vidas, tanto las de las víctimas inocentes como las de los ejecutores; estos últimos están condenados a sobrevivir y a ser sepultados en cualquier rincón mínimo y sórdido de la Historia. Gary escribía con brillantez, con maestría, tampoco se conformaba con los recursos lingüísticos y estructurales consensuados. Repasando un relato como La tormenta (el que da título al libro) uno se percata de que su “padre” era una brillante rara avis: sólo él podría hacer que la combinación de un paraje aislado, una mujer hastiada, un marido plomo, un enigmático desconocido y un clima salvaje no se convirtiera en un relatito tópico de amoríos bajo el monzón. Eso por no hablar del frío aislamiento (físico y emocional) en que se mueven los personajes de “Geografía humana”, “Sargento Gnama” o “Diez años después o la historia más vieja del mundo”, en los que la falta de acción evidente deja un vacío desasosegador. “Sin aliento”, “El griego” y “Una mujercita”, tal vez las mejores piezas, estremecen hasta la médula: las dos primeras, por su condición de brillantísimos comienzos (o esbozos) de novelas que nunca llegaron a realizarse (nos queda soñar con sus posibilidades); la tercera… simplemente hay que leerla; luego ya me dirán.

viernes, febrero 20, 2009

Los domingos de Jean Dézert, Jean de la Ville de Mirmont

Trad. Lluis María Todó. Impedimenta, Madrid, 2009. 128 pp. 15.30 €

Rubén Castillo Gallego

Uno de los atributos más loables de un editor consiste en saber descubrir dónde están las obras realmente dignas, publicarlas con esmero y con elegancia, y darles la adecuada difusión. Es lo que Enrique Redel, máximo timonel del fino sello Impedimenta, está diciendo en los últimos tiempos con loable constancia. Y una de sus últimas apuestas es la que traigo hoy a esta página: la curiosa novelita que lleva por título Los domingos de Jean Dézert, de Jean de la Ville de Mirmont, un estilista sorprendente al que la Primera Guerra Mundial clausuró la respiración en 1914, después de una carrera literaria tan corta como prodigiosa.
El protagonista es un gris funcionario de veintisiete años que trabaja en el Ministerio de Estímulo al Bien. Carece de ilusiones, escribe la palabra “Nada” en muchas páginas de su Diario, se aferra a su trabajo con una lánguida indolencia y cobija ideas tan extenuadas como malheridas por el desánimo («Jean Dézert hace suya una gran virtud: él sabe esperar. Durante toda la semana espera el domingo. En su ministerio, espera el ascenso, mientras espera la jubilación. Una vez jubilado esperará la muerte. Él considera la vida una sala de espera para viajeros de tercera clase», páginas 25-26). Su única relación amistosa es la que establece con Léon Duborjal, con quien coincide a la hora de la cena en el local de madame Chênedoit, y con quien charla de temas neutros y banales. Pero un día la vida del rutinario empleado Dézert sufre un vuelco cuando conoce en el Jardin des Plantes a Elvire Barrochet, una hermosa muchacha que, con su atropellada anarquía vital y su jovialidad pizpireta, llenará sus horas de novedades. Esta ‘intromisión’ descabala el régimen de vida que hasta ese momento ha respetado con escrúpulo, e imprime un cierto aire de novedad y hasta de humor a su vida (diálogos como el que nutre la página 88 parecen escritos por el propio Miguel Mihura). El padre de Elvire, que es distribuidor de coronas funerarias, tenía otros planes («Yo había soñado con dar a mi hija a un marmolista y así asociar mis intereses a los de mi yerno», páginas 95-96); pero acepta al muchacho con liberalidad. Y en entonces cuando se produce la gran sorpresa: planificada ya la boda, Elvire Barrochet se echa súbitamente atrás, con el peregrino argumento de que su novio tiene la cara muy larga (página 105). Y Dézert, como no podía ser de otro modo, decide suicidarse. Elige, eso sí, hacerlo un domingo, para no perturbar el ritmo de su trabajo...
La fineza de esta prosa, sus diálogos deliciosos, la pintura de personajes, la delicada ambientación... Todo contribuye para que consideremos Los domingos de Jean Dézert una de las obras más exquisitas que nos ha deparado el panorama editorial español en los últimos tiempos. Impedimenta sabe lo que se hace, sin duda alguna.

jueves, febrero 12, 2009

Ni de Eva ni de Adán, Ámélie Nothomb

Trad. Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2009. 173 pp. 15 €

Care Santos

Puedo imaginar al editor de Amélie Nothomb frotándose las manos al saber que su última novela, la que iba a publicar en el 2008, y que ahora aparece en España, regresaba argumentalmente al Japón que tan buenos dividendos —literarios y económicos— arrojó en aquel libro que para muchos representó el descubrimiento de la autora belga, Estupor y temblores. Pues sí, en esta novela, Nothomb regresa al Japón en el que nació y vivió hasta los cinco años y que añoró durante los quince siguientes, para luego recuperarlo ya veinteañera y dispuesta a fundirse con el país a la manera japonesa. Es decir, trabajando en una gran compañía y sufriendo todas las vejaciones que el rígido sistema laboral nipón es capaz de infligir a un empleado (que son muchas, como sabemos todos los lectores de aquella novela). El encanto del Japón que nos explica Nothomb en sus novelas radica en el amor y la perplejidad a partes iguales con que ella lo observa. La suya es la mirada de una occidental, y por tanto realza aspectos que a nosotros nos pueden resultar chocantes o divertidos, con absoluto conocimiento. Pero, a la vez, es también la mirada de alguien profundamente enamorado de la cultura nipona, de su gente, de sus costumbres, y por tanto amable con ella. Hay extrañeza, pero jamás desprecio. La perplejidad está moderada por la admiración. Eso es lo que convierte su mirada en única y en irresistible.
También en lo referente a su temática es particular esta novela. Según ha dicho la propia autora «es el único de mis libros en el que ningún ser intenta destruir a otro». Suponiendo que no entendamos el amor como la más sublime maniobra de destrucción inventada por el ser humano, claro, porque esto es lo que cuenta esta historia: una historia de amor. Y como siempre ocurre en estos casos, uno destruye y el otro resulta destruido. También regresa la autora a sus novelas autoficcionales, como Estupor y temblores —cuya trama es simultánea en el tiempo a la de ésta—, Metafísica de los tubos o Biografía del hambre. Y eso después de sus dos últimas entregas, bastante más flojas: Acido sulfúrico y Diario de golondrina. El de la autoficción es un registro en el que se maneja bien, en parte por la ironía con que ha sido capaz de construir su propio personaje, y en el que es divertido advertir hasta qué extremo escribe para sus seguidores, intercalando referencias a otras novelas de las que no cuenta nada y que supone en conocimiento de todos. Sin duda, puede permitírselo.
La historia de amor de Ni de Eva ni de Adán confronta a una veintañera Amélie que regresa a Japón con la intención de estudiar el idioma y buscar trabajo, y que para sufragarse los estudios da clases de francés a japoneses. Así conoce a Rinri, un joven de su misma edad, multimillonario y exquisito, prendado de la lengua de Voltaire —y de todo lo francés, por extensión—, de quien se enamorará a las pocas lecciones. Con él conocerá algo mejor el país que tanto admira, y eso incluye episodios turísticos como una visita a Hiroshima o una ascensión al monte Fuji y otros más auténticos, como las veladas familiares en casa de su novio, en las que nunca consigue vencer la animadversión que despierta en los padres y los abuelos de él sólo por ser «una occidental demasiado expresiva».
Como siempre en Nothomb, hay minimalismo narrativo, multitud de anécdotas hilarantes, autoparodia, metáforas que sustituyen escenas completas —la más astuta y a la vez la más delicada es la descripción del ciclón que sirve para explicar un fin de semana de sexo entre los dos protagonistas— y reflexiones lúcidas, pequeñas perlas que por sí mismas justifican una lectura. En este caso, son especialmente emocionantes las que llegan al final, otra marca de la casa —los finales de Nothomb merecen la pena incluso en sus novelas más flojas, lo cual no es mérito pequeño—, al hilo de la huida que emprende la protagonista, contra todo pronóstico: «Uno debería tener siempre algo de lo que huir, para cultivar esa maravillosa posibilidad. De hecho, siempre hay algo de lo que huir. Aunque sólo sea de uno mismo.»
La escena final de la historia sirve también de justificación de la novela misma: «Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti siempre cuenta». Es un buen colofón, que además deja claro a aquellos que no lo supieran que Nothomb es una de esas escritoras capaz de escribir una novela para narrar el vuelo de una mosca que le sedujo en una tarde cualquiera. No importa lo que cuente, importa la originalidad de su voz, su particular manera de ver el mundo y de reírse de él sin dejar de analizarlo. Por eso la literatura de Amélie Nothom es una droga. Legal, por fortuna.

miércoles, febrero 04, 2009

El Informe de Brodeck, Philippe Claudel

Trad. José Antonio Soriano Marco. Salamandra, Barcelona, 2008. 288 pp. 16 €

Carmen Fernández Etreros

El Informe Brodeck no es una novela más sobre las consecuencias terribles de la Segunda Guerra Mundial. No, quizás la guerra sea el pretexto que utiliza el escritor francés para intentar explicar o contestarse a sí mismo sobre cuáles son esos extraños mecanismos de la naturaleza humana que logran que los hombres podamos tener ante situaciones limite actitudes impensables, crueles, vergonzosas o cobardes.
Para ello el escritor francés Phillippe Claudel (Nancy, 1962) sitúa el argumento de El Informe Brodeck en un pequeño pueblo perdido en las montañas, en el que un año después del final de la guerra sucede un acontecimiento inesperado: el único extranjero del lugar, a quien llaman Der Anderer, —el Otro, en alemán—, ha sido asesinado en la fonda del pueblo y todos los hombres de la localidad callan sobre el crimen.
El protagonista de la novela es Brodeck, un joven que llegó al pueblo de niño montado en una carreta protegido por una viejecita, Fédorine, y que una noche por casualidad acude a la fonda Schloss por un poco de mantequilla para su hija Poupchette. Brodeck se encuentra con un panorama inesperado al abrir la puerta: El Anderer ha sido asesinado y han quemado todo lo que le pertenecía. Todos los hombres del pueblo están allí, todos menos Brodeck. El sorprendido joven recibe el encargo del alcalde de redactar un informe sobre lo sucedido «para que quienes lo lean puedan comprender y perdonar». Brodeck es el único habitante del pueblo que en ese momento tiene estudios y puede redactar el informe.
Brodeck desde ese día se encerrará todas las noches en el cobertizo a escribir su informe pero al intentarlo se encontrara escribiendo su propia historia, su desconocida infancia, sus recuerdos de esa lengua que nadie conoce, su llegada al pueblo con Fédorine, su breve paso por la Universidad, su encuentro con su bella mujer Emélia, los extraños acontecimientos que le llevaron a un campo de concentración y cómo logró escapar. «Mi nombre estaba en el monumento a los caídos, pero como volví, Baerensbourg, el marmolista, lo borró. Le costó lo suyo. Eliminar lo grabado en piedra es peliagudo. Así que todavía logro leer mi nombre de pila en el monumento. A mí me hace sonreír pero a Emélia le produce escalofríos,...», (pág. 30).
Los lectores nos vamos dando cuenta por las pausadas palabras de Brodeck de que nos encontramos ante un superviviente, un extranjero en el propio pueblo que le acogió en su infancia sin reparo alguno, que le educó y le ayudó a salir adelante. Su lenguaje aséptico, y en ocasiones ingenuo, nos sitúa ante un hombre que ha llegado al límite. Nos damos cuenta de los silencios de Brodeck, lo que quiere callar, pero también de los silencios de los habitantes del pueblo ante esa muerte anunciada.
«Habría ocurrido de otra manera pero habría ocurrido algo. Se teme a quien calla, a quien no dice nada. A quien mira y no habla. ¿Cómo saber qué piensa quien permanece mudo?». (pág.226)
Se podría decir que es una novela construida sobre el engranaje de una palabra: el silencio. El informe Brodeck se enfrenta a esos momentos en que los hombres callamos y preferimos dar la vuelta a reaccionar. A esos momentos en los que el miedo en vez de conducir al heroísmo, nos lleva a no ayudar al vecino o al que sufre injustamente. Y Brodeck también cuenta en su relato esos momentos en los que él se ha comportado también como un hombre gris que calla y vuelve la cabeza y sólo intenta sobrevivir: «El campo me había enseñado esta paradoja: por muy grande que sea un hombre, nunca está a la altura de si mismo. Es una imposibilidad inherente a su naturaleza», (pág. 202).
En El Informe Brodeck, galardonada con el Premio Goncourt des Lycéens 2007, como ya hiciese Claudel en Las almas grises (Salamandra, 2005) Claudel construye gracias una poderosa voz narrativa una fábula sobre el alma humana, sobre lo que somos capaces de callar ante el miedo y la soledad. Pese a ello El Informe Brodeck no es una novela pesimista sino que deja la puerta abierta gracias al relato de su protagonista a la esperanza, a la vida y al amor.

viernes, enero 23, 2009

Lo infraordinario. Georges Perec

Trad. Mercedes Cebrián. Impedimenta, Madrid, 2008. 128 pp. 15,50 €

José Morella

Perec: con pocos escritores como con él tengo una tan aguzada consciencia de que yo debo gobernar la nave de la lectura. No me llevan de la mano. Perec jamás dirige a quien lo lee. Repudia sin piedad a los lectores pasivos. Ni siquiera camufla ideas por debajo de su objetividad. Sólo te da el artefacto y se aleja -no te abandona, pero se aleja-, y tú te quedas con el texto en el regazo como si fuera el primer bebé que tienes en los brazos en toda tu vida. Torpe e inseguro. A mí solo me sale hablar de Perec si hablo sin tapujos del camino que he tenido que hacer para arreglármelas con sus textos. Cómo he hecho para tener el bebé en los brazos, cómo he aprendido a sostenerlo. Y lo fabuloso que ha sido, finalmente, conseguirlo: estar con él un tiempo, sonreír con él. Eso lo único que puedo decir de Perec, aparte de lo que se ha repetido cientos de veces sobre él: los catálogos, las listas, Borges, el Oulipo, los experimentos formales, etc.
Pero que nadie entienda aquí que Perec es un autor difícil. En absoluto. Leerlo es de una ligereza insospechada. Es asombrosamente divertido. Tan solo hay que estar presente y alerta, aceptar el trato que nos ofrece. Es un trato muy simple: Perec te pide presencia de lector. Nada más. Si lo aceptas, todo saldrá bien. Te gratifica como pocos autores hacen. Es como escuchar a Bach: si lo escuchas despierto y alerta, no podrás dejar de escucharlo nunca. Te devolverá mil veces el esfuerzo que has invertido.
No es posible leer Lo infraordinario como algo separado del resto de la obra de Perec. De hecho, “Acercamientos a qué”, el texto donde se explica qué es lo infraordinario, podría ser entendido como un epígrafe a otros libros suyos, acaso a su obra completa. Lo que le interesa no es lo llamativo, no es lo que nos cuentan los diarios, los casos de política o sociedad, los problemas del mundo o las crisis económicas. Hay algo esencial, mucho más importante y sencillo, que ya no sabemos mirar. Es millones de cosas, de historias, de lugares. Es lo habitual no mirado. Eso es lo infraordinario. En lugar de lo exótico, lo endótico. Perec da testimonio -sin darlo explícitamente- de la desaparición más exasperante y verdadera, análoga a la de su infancia. Si tú sabes que algo ha desaparecido, es que no ha desaparecido todavía. Queda un vestigio en ti. Existe aún su hueco, el espacio que ocupaba, su no estar ya. Pero lo que sí ha desaparecido de veras es lo que nadie sabe que lo ha hecho. De algún modo, solo desaparece radicalmente aquello que, existiendo, nunca apareció. La vida instrucciones de uso está llena de ejemplos de esto: el proyecto vital de Bartlebooth, que consiste en pintar 500 paisajes de los que luego manda hacer puzzles para, cuando los haya completado, destruirlos. O el de Beaumont, que busca la capital perdida de Al-Andalus sin encontrarla. O el de Dinteville, que escribe una tesis sobre historia de la medicina que alguien le roba sin que pueda evitarlo. Nada de lo que hacen consigue ser visto ni llamar la atención. Nada es extraordinario. Todo queda infra. Está más abajo, está borrado. Si no te fijas, no se ve. Si no lo hubiera escrito Perec, no estaría.
La desaparición acuciante, en definitiva, no es la de Anna Frank, sino la del cualquier víctima anónima del Holocausto. La de uno o una que, habiendo existido y sufrido tanto como cualquier otro preso de los campos, sea imposible de identificar. Nadie lo recordará jamás. Perec se toma el humilde trabajo de decir lo que no aparece, lo perdido para la mirada. Y de paso nos cuenta, a base de no contarla, su vida en cada línea.
Lo infraordinario está, sin excepciones, inscrito a nuestro alrededor en el mundo. No hay que crear nada nuevo. Simplemente hay que estar atento, mirarlo y listarlo. Yuxtaposiciones de rótulos, etiquetas, lápidas, inscripciones, nombres de calles, de negocios... Nuestras ciudades son palimpsestos atiborrados de inscripciones que nadie toma ya en consideración. Hablar de cualquier cosa que haya en ese palimpsesto es, por definición, hablar sobre el tiempo. Todo fue ya, a todo le ocurrió o le está ocurriendo algo, se agrietó, se le tapió una puerta, se inundó. Construcciones, destrucciones, remodelaciones, excavaciones, roturas, grietas, reconstrucciones, reformas, derribos, expropiaciones, traspasos, arrendamientos, ventas, compras, desalojos, abandonos, ruinas... En el letrero de la carnicería se ven las marcas de las letras de lo que fue antes, tal vez un estanco o una oficina de notario... Los materiales han cambiado, los colores han cambiado, el color de la piel de la gente que anda por la calle ha cambiado. Perec me recuerda a Walter Benjamin en muchas cosas, pero la que más me llama la atención es el placer y el alivio que ambos parecían sentir por la existencia y la visión morosa de todos los elementos que conforman un grupo dado. En los inicios de la radio, Benjamin conducía un programa para niños, en el que dijo esto: “Cuanto más entienda alguien de una cosa, cuanto más al corriente esté de la cantidad de cosas hermosas que hay en una determinada categoría –sean flores, libros, prendas de vestir o juguetes-, tanto más podrá complacerse en el conocimiento y observación de esas cosas, y tanto menos se empeñará en poseerlas”. Me da la sensación de que, para ambos autores, lo único verdaderamente importante que hay que aprender -y aceptar- es el cambio. Perec deja constancia escrita de lo que cambia. Poseer algo es una ilusión infantil, ya que nos estamos yendo todo el tiempo. El materialismo de Perec es tan radical que, por su extremo, se vuelve espiritual. Se comporta, escribiendo, como un niño de dos años que descubre poco a poco los colores y las formas. No se las apropia. Solo las recorre y las dice en voz alta sin cansarse jamás.
Sorprende que unos textos que se limitan a enumerar cosas puedan ser tan entretenidos, tan dulces. Parece que con la simple enumeración uno pudiera entrar en una dimensión nueva de calma y placer, como si te tomaras un sedante o una droga, o como el sabio en su meditación matinal. Después de leer a Perec, o mejor dicho mientras se le lee, uno está reconfortado. La vida es difícil y a veces nos parece un sinsentido, pero no hay que asustarse: está Perec. Recuerdo perfectamente el estado en que quedé cuando terminé La vida instrucciones de uso. Fantaseaba con el deseo de que existiera una segunda parte, algo así como la segunda parte del Quijote. Necesitaba, de algún modo, seguir leyendo esa misma novela. No me refiero a releerla, sino a que el gran índice de la vida que nos propone no se acabara todavía. Que la yuxtaposición de historias apretadas, antigüedades, nombres, lugares, elementos de mobiliario y tantas otras cosas continuara. Me sentía huérfano. Durante dos o tres días seguí manoseando el ejemplar, sopesándolo, abriéndolo al azar, buscando en su índice de historias para releer alguna. No me sentía capaz de desprenderme de él. Con Lo infraordinario me ha pasado lo mismo. Lo he leído muy despacio para degustarlo, para disfrutar de lo normal y descansar de lo sensacional el máximo tiempo posible. 243 postales de vacaciones son porfiadamente infraordinarias, mientras que una sola, cuando la recibes, pretende no serlo y, por un momento, solo por un momento, lo consigue. Luego cambia.

martes, octubre 07, 2008

Sin flores ni coronas. Auschwitz-Birkenau, 1944-1945, Odette Elina

Trad. Luis Eduardo Rivera. Periférica, Cáceres, 2008. 132 pp. 14 €

Care Santos

Escribe el alemán Hermann Broch alrededor de 1940: «También el dolor es digno de ser vivido». Cuatro años más tarde escribe Odette Elina en sus cuadernos: «Llamo a la muerte porque tengo frío, porque el mundo nos olvida y más vale terminar pronto». Odette Elina era pintora (o, por lo menos, eso decía ella que era) y tenía 24 años cuando la llevaron al campo de concentración de Auschwitz. De nacionalidad francesa, vivía en París, militaba en el Partido Comunista y durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como activista de la Resistencia. Sirvió de enlace con el Ejército Secreto, elaboró mapas y planos para la eliminación de los campos y fábricas de aviación se encargó de la distribución de armas, coordinó la acción paramilitar, organizó a los maquis. Todo eso hasta 1943, año en que, durante una de sus misiones en París, fue detenida por la Gestapo y deportada. En el postfacio a esta edición, Sylvie Jedynak aporta un dato horripilante: el convoy donde Elina viajó al campo de concentración «estaba formado por 1.004 judíos, de los cuales 398 eran hombres, 600 mujeres y 174 niños... En 1945 quedaban 37 supervivientes, de los que 25 eran mujeres».
La primera pregunta que surge al tener entre las manos un libro como éste es: «¿Era necesario?». ¿Hay algo que no se haya dicho aún, que convenga repetir, puntualizar, recordar? Está claro que el objetivo que persigue Elina es el mismo que persiguió —y dejó claro en sus propios textos— Primo Levi: hay que mantener viva la memoria del holocausto para que no vuelva a ocurrir, existe la obligación moral por parte de quienes lo vivieron de contarlo. ¿Es eso suficiente?
Después del atentado de las Torres Gemelas en 2001, Rosa Montero publicó un artículo en el diario El País donde afirmaba que lo que había sesgado la caída de las torres, además de los centenares de vidas que todos sabemos, fue nuestra inocencia. Pienso que acaso el primer atentado contra esa inocencia colectiva fueron los campos de concentración nazis, y sin duda a ella se refería Günter Grass cuando se planteó cómo se escribía después de Auschwitz. Cómo se escribe después de las crueldades del feroz siglo XX, sobre qué se escribe, con qué intención, para qué lector.
Libros como éste de Odette Elina, breve y conciso, como una bala directa al corazón, demuestran que nuestra inocenia siempre puede ser atacada. Y, más aún: que el dolor es, como decía Broch, algo que debe ser vivido y, por supuesto, contado. Esto hace aquí esta pintora y militante política: contar su dolor. De un modo esquemático, esbozado, fragmentario. Escribe sensaciones, impresiones visuales, anécdotas mínimas que contienen dramas máximos, pequeños recuerdos... y con todo ello va armando un rompecabezas en el que tanto o más impresiona lo que deja fuera que todo lo que cuenta.
Para empezar, en estas notas no hay pasado. No hace la autora ni una sola referencia al mundo que quedó fuera, a aquel que no sabía si iba a recuperar algún día. «Estábamos separados del resto del Universo», dice. Y, por supuesto, tampoco hay futuro. Sólo el presente existe, un presente que pone a prueba los límites de la resistencia humana y que se nos explican desde una simplicidad desnuda: «Los crematorios estaban cargados hasta reventar de combustible humano», afirma la autora. Y al observar la indiferencia de los responsables de los campos, se pregunta: «¿No sabían que hay seres humanos que sufren sin que el resto del mundo piense en indignarse por sus sufrimientos?». Hay capítulos de un dramatismo asfixiante, como el denominado «Los gemelos», en el que se nos narra la predilección malsana de los oficiales alemanes por los hermanos idénticos y cuya lectura merece la pena por sí sola el acercarse a este libro. De vez en cuando, sin embargo, aparecen pequeño soplos de esperanza, de vaga humanidad, como ocurre en la historia de Olek.
W. B. Sebald se preguntó en Sobre la historia natural de la destrucción por qué Alemania había carecido de cronistas dispuestos a contar lo que le ocurrió a sus ciudades al final de la II Guerra Mundial. Tal vez no eran ellos, los alemanes, quienes debían escribir esa crónica del horror, sino los otros, los extranjeros. Tal vez en esa distancia necesaria radique todo.

martes, septiembre 23, 2008

La tienda de los suicidas, Jean Teulé

Trad. Teresa Clavel. Bruguera, Barcelona, 2008. 160 pp. 16 €.

Recaredo Veredas

Nadie en su sano juicio entraría en la tienda de la familia Tuvaché. A primera vista parece un comercio entrañable, que posee el sabor de los viejos ultramarinos franceses. Pero nada más cruzar la puerta, el desventurado cliente comprende que la primera visita sólo puede ser la última. Porque los Tuvaché se dedican desde hace décadas, con minuciosidad de artesanos, a facilitar el último viaje de los suicidas. Los aspirantes al más allá pueden elegir en sus vitrinas entre artefactos de efectividad absoluta, que garantizan la muerte inmediata a quienes los compran, desde sogas con nudos perfectos, que resisten arrepentimientos y grandes tonelajes, a cápsulas de cianuro aromatizadas, pasando por cuchillas que atraviesan las venas como si fueran mantequilla, katanas afiladas, que garantizan un épico y sangriento hara kiri, munición para cualquier revólver o deletéreas ranas doradas que paralizan el flujo sanguíneo de quien osa siquiera tocarlas. Los sucesivos primogénitos de la familia Tuvaché regentan el negocio desde hace décadas pero nunca habían tenido tanta clientela, nunca tantos desgraciados querían escapar de las miserias de la vida. El matrimonio Tuvaché, Mishima y Lucrece, y sus tres entrañables hijos no forman una familia precisamente normal, aunque serán admirados, incluso idolatrados, por cualquiera que aprecie la lucidez y su negrísimo, y sumamente moderno, sentido del humor. No en vano celebran los cumpleaños con un lema irrepetible: Piensa que te queda un año menos de vida.
Para que tan peculiar proyecto se sostenga, para mantener un difícil equilibrio entre el humor más corrosivo, la imprescindible verosimilitud y una notable calidad literaria hace falta que un gran escritor se haga cargo de los mandos. Es el caso de Jean Teulé, autor experto en los submundos más oscuros y las narraciones más divertidas, maestro del cómic y la parodia, que demuestra en La tienda de los suicidas que sabe extraer la peculiar ternura de los monstruos y hacer fácil lo increíblemente difícil. Gracias a la habilidad de su prosa y a lo adecuado de su estilo consigue que las carcajadas y la cruel exacerbación de lo gótico encubran una profunda reflexión sobre la vida y el futuro del ser humano. No en vano la obra transcurre en una sociedad, no demasiado lejana, que ha sido devastada por las consecuencias de la corrupción, las guerras y el cambio climático. Es un mundo hundido en el caos donde el suicida hace un favor al estado quitándose la vida. La muerte se ha convertido en un auténtico servicio social y la alegría en una excentricidad incómoda. Tan terrible historia podría narrarse desde un estilo denso, pesado, lleno de farragosas reflexiones. Sin embargo el autor ha optado por un registro suelto, lleno de ritmo, que posee esa profundidad que tantas veces tiene lo aparentemente simple.
Jean Teulé, como escritor experto que es, domina a la perfección todos los recursos de la narrativa. Sus diálogos son chispeantes y agudos, dignos de la mejor comedia negra. Consigue, gracias a una prosa sencilla y expresiva al mismo tiempo, convertir a la tienda que da título a la novela en un espacio fascinante, una peculiar botica del horror, llena a rebosar de extrañas y mortíferas herramientas donde contemplamos, por ejemplo, la extraña evolución de la pequeña de la familia, que pasa de ser una joven acomplejada a una femme fatale la depositaria del método perfecto de suicidio: el romántico beso de la muerte. La construcción de los personajes, pese al tono evidentemente humorístico de la novela y su fuerte influencia cinematográfica, es matizada y precisa. Así logra que lector comprenda con facilidad la melancolía de Alan, el bicho raro de la familia por su enfermiza fijación por la bondad, o la obsesión del patriarca, Mishima Tavuche, por sacar adelante un pequeño negocio, regentado por su estirpe desde tiempos inmemoriales. Además la historia crece, no se queda varada en la anécdota inicial, y lo hace gracias a la súbita aparición de los sentimientos que más odia la familia Tavuché: el amor y la esperanza. Por si fuera poco cuenta con una magnífica traducción, que refleja el bello y expresivo francés del autor.

martes, septiembre 16, 2008

La tercera virgen, Fred Vargas

Trad. Anne-Hélène Suárez. Siruela, Madrid, 2008. 394 pp. 19,90 €

Care Santos

No soy lectora habitual de novela negra, pero no sólo por eso no había leído a Fred Vargas. Era una cuestión de prejuicios. Bastante estúpida, como todas las cuestiones de prejuicios. Cada vez que veía su nombre en una cubierta me figuraba a un autor de piel aceitunada y un pasado relacionado con el narcotráfico en la frontera mexicana. Jamás ojeé la contracubierta de uno solo de esos libros y menos aún la ficha biográfica. Me aferraba a la extraña convicción de que no me apetecía leer novela negra ambientada, pongamos por caso, en Tijuana, Sonora o el Distrito Federal.
¿Por qué, entonces, este verano he leído a Fred Vargas y me ha entusiasmado hasta el extremo de encontrarme escribiendo estas líneas? El responsable fue el escritor y crítico teatral catalán Joan de Sagarra quien en un artículo reciente publicado en El País expuso las razones de su admiración hacia esta autora francesa. Ah, primera sorpresa: Fred Vargas es una mujer. Segunda: es francesa, parisina para más señas, arqueóloga, historiadora y cincuentona. En su texto, Joan de Sagarra elogiaba los brillantes diálogos de sus novelas —en un experto en teatro ése no es piropo desdeñable—, su inteligencia, la truculencia de sus complicadas tramas —«no me diga usted más», pensé— y su honestidad. Vale la pena hacer un inciso en este último punto, ya que Vargas, a pesar de vender casi medio millón de ejemplares de sus novelas sólo en Francia y estar traducida a tres decenas de idiomas, jamás ha abandonado a sus pequeños editores, los mismos que la descubrieron hace dos décadas, cuando aún era una desconocida que empezaba a publicar las novelas que escribía durante las tres semanas de sus vacaciones. Cuenta que es tal la fuerza de esa costumbre que ahora que ha dejado el trabajo pra dedicarse a escribir, sigue terminando sus novelas en 21 días.
Lo dicho: corrí a hacerme con un ejemplar de la última novela suya publicada en España y comencé por el principio. Esto es: por la ficha biográfica de la autora. Junto a una fotografía donde Fred Vargas —en realidad Frederique Audoin-Rouzeau— parece una autora de la nouvelle chanson, a lo Edith Piaf en su época más canalla, encontré unos pocos datos con que saciar al monstruo de la curiosidad.
En cuanto comencé a leer me fascinó la rapidez de sus diálogos y la habilidad para esbozar personajes. Entonces tropecé en Internet con la siguiente frase suya: «El arte es un medicamento. Nos ayuda a vivir. Lo necesitamos para escapar de la realidad y poder volver a ella y mirarla a los ojos.» En ese momento supe que me había convertido en una más de los lectores adictos a la autora francesa a la que todos definen como la reina del género policíaco, mientras ella se empecina en decir una y otra vez que las suyas son «novelas de enigmas», y las emparenta con la mitología: el toro es el crimen, Ariadna el investigador y el hilo de Ariadna son las pistas, ciertas o falsas.
En La tercera virgen, octava novela de la autora que se publica en castellano, reina uno de los tres investigadores que han salido ya de su pluma: el inspector Adamsberg, un hombre excéntrico, más bien soso y bastante inculto, padre de un niño de meses. A su alrededor, orbitan los hombres y mujeres de la Brigada policial que dirige, radicada en París: muchos y de muy diverso carácter. Un numeroso puñado de personajes cuyas trayectorias llegarán a interesarnos individualmente. Por no hablar de las víctimas, comenzando por los dos gigantones asesinados en el segundo capítulo, o la forense que llega de fuera, Ariane —magnífico personaje, me he alborozado a cada nueva aparición suya, durante la lectura—, o Veyrenc —el otro, el nuevo, el ambiguo, el atorentado: otro personaje estupendo, que nos engaña hasta el final— o el forense retirado Romain o el vecino español del comisario o los cazadores de Normandía que al principio nada parecen tener que ver con la intriga pero luego resulta que la intriga depende de ellos.
Toda novela de intriga se basa en el arte de no decir aquello que se debe decir antes o después, y Vargas es toda una maestra en ese arte. Disemina las pistas, dosifica la información importante y mantiene el interés y el misterio hasta el final. La trama da varias vueltas sobre sí misma antes de que lleguemos al desenlace definitivo, Vargas logra que nos creamos lo que quiere hacernos creer y que hasta los poco amantes del género como yo misma nos vayamos a la cama después de devorar doscientas páginas y que no podamos dormir pensando quién demonios es el asesino en esta tremenda maraña. Y todo ello con una trama donde sobreabundan los diálogos construidos con inteligencia —Sagarra tenía razón—, cinismo y grandes cantidades de sentido del humor (a veces negro), y donde cada charla constituye un auténtico festín, cargado de grandes hallazgos.
Y la respuesta a mi primera pregunta: ¿les interesa saber por qué Frederique Audoin-Rouzeau firma como Fred Vargas? Tiene una hermana gemela, pintora, que firma sus cuadros como Jo Vargas. La cosa viene del personaje que interpretó Ava Gardner en La condesa descalza, María Vargas, a la que ambas adoraban. Y como son gemelas, era coherente que firmaran con el mismo apellido en sus paralelas trayectorias artísticas. De modo que si alguien tiene la culpa de que yo no haya descubierto a esta prodigiosa embaucadora, fue por culpa de Ava Gardner. No hagan como yo, y no dejen que un prejuicio les retrase el acceso al placer puro.