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lunes, junio 20, 2016

New Orden, Joy División y yo, Bernard Sumner


Trad. María Tabuyo y Agustín López Tobajas.
Sexto Piso, Madrid, 2015. 375 pp. 25 €

Salvador Gutiérrez Solís

El 18 de mayo de 1980, Ian Curtis, diletante arcángel de la modernidad, decidió poner punto y final a su vida. Ese mismo día, comenzó a crecer su leyenda, y no ha dejado de hacerlo hasta ahora. La voz y la mirada de Joy División, la fría distancia del mito, como un James Dean de suburbio, fulgurante prototipo de todo lo que tendría que venir después. Lo que es ahora, lo que suena ahora.
Los chicos jóvenes compran su icónica camiseta en las grandes superficies, hay quien cree que Joy División prosiguen con una interminable gira australiana. Han pasado los años y el corazón sigue latiendo. Tras el fallecimiento mutaron en otro ser, igualmente trascendental para la historia musical reciente, New Order, pero la longevidad convierte el oro en barro, lo brillante en rutina, y lo devora todo, arrugas sobre la porcelana. Incluso las más férreas amistades de juventud acaban disolviéndose.
Sin Joy División no podríamos entender la música –que definen como popular- de los últimos cuarenta años. Suya es una canción que puede considerarse como una especie de himno generacional: Love will tear us apart, se disputa el podium de los himnos con Heroes de Bowie, con Boys don´t cry de los Cure, con Personal Jesus de Depeche Mode, con Wonderwall, de Oasis o con Blue Monday, de New Order. Una de esas canciones que laten en el corazón de nuestra memoria, a modo de bótox mental.
Ian Curtis cumplió con el siniestro ritual de las grandes leyendas del rock: y murió joven, alto, guapo y en la cúspide la fama. Bernard Sumner, guitarrista de Joy División y de New Order, pone en orden su memoria musical, al mismo tiempo que actualiza sus rencillas con Peter Hook, bajista de ambas formaciones, igualmente. Y lo hace desde su privilegiada atalaya, protagonista directo y activo de los acontecimientos narrados.
Pero no todo son rencillas y chismes en esta biografía joydivisiana y neworderiana. De hecho, no conforman el núcleo central, a pesar de la insistencia de Sumner en diseccionar e insistir sobre su relación con Hook. Gracias al relato de su pasado, podemos conocer intimidades de dos bandas míticas, su influencia en la definición de nuevas tendencias, así como la evolución musical de aquellos años dorados para la música británica, fundamentalmente.
Certeros recuerdos de The Hacienda, ácidas noches neoyorquinas, ascensos y caídas, la muerte de Ian Curtis, las bandas más influyentes de los 80, la adaptación a los nuevos y cambiantes tiempos y sus nuevos inquilinos, las desgarradoras entrañas de la industria discográfica, la electricidad del local de ensayo, el éxtasis del escenario y la rabia incontrolable desfilan por esta entretenida y, a ratos, lúcida biografía, que reflexiona sobre un tiempo y su banda sonora.

jueves, enero 29, 2015

Canta Irlanda. Un viaje por la isla esmeralda, Javier Reverte

Plaza & Janés, Barcelona, 2014. 360 pp. 20,90 €

Alberto Luque Cortina

Irlanda es, a su pesar, un país construido a la sombra de Inglaterra. La opresión sufrida durante siglos propició que los irlandeses conservaran su memoria y su identidad gracias a la transmisión oral, así que no es de extrañar que en su lista de héroes abunden los poetas. Por esta y otras razones encuentro que Javier Reverte (1944) no podría haber elegido mejor título para su, hasta la fecha, penúltimo libro de viajes: Canta Irlanda.
Se trata de una afinidad bellamente expresada. La atracción de Reverte por Irlanda no nace de sus experiencias viajeras, aunque es un país que conoce bien, sino que es anterior, y proviene de la literatura, pero también de la música y del cine. Reverte viaja a Irlanda para encajar las piezas de su puzzle personal. Por ejemplo, prefiere viajar a Cong, el pueblo donde se rodó El hombre tranquilo, la memorable película de John Ford, y se siente más a gusto escuchando música en un pub que visitando anodinas galerías de arte o plúmbeas catedrales. Es un paseante solitario con un bloc de notas que sigue la estela que han dejado sus mitos personales en el mar de la memoria. Más que nunca este es un libro de recuerdos y de hecho hay mucha nostalgia tranquila en Canta Irlanda.
El eje de su itinerario irlandés es esencial e inevitablemente literario. Rememorando el Ulises celebra el Bloomsday en Dublín (allí nacieron Yeats, Joyce, Swift, Wilde, Beckett, O'Casey, Shaw...). En un coche alquilado se dirige a Bellaghy, el pueblo del poeta Seamus Heaney, reconocido con el Nobel de Literatura en 1995 como también lo fueron Yeats en 1923, Shaw en 1925 y Beckett en 1969; visita Inniskeen, la patria del gran poeta Patrick Kavanag, y por supuesto la ciudad de Sligo «que es fea a rabiar», para encontrarse con el recuerdo del inmenso Yeats.
No es de extrañar que las páginas de Canta Irlanda estén moteadas de fragmentos de poesías y canciones populares irlandesas. Estas últimas son una expresión muy singular del carácter irlandés, y han hecho de sus pubs, que con frecuencia cuentan con las actuaciones espontáneas de músicos aficionados, un lugar esencial para entender el país. En ocasiones, escribe Reverte «cuando entonan una canción concreta, una balada triste o un himno por un patriota muerto, por lo general en lucha contra Inglaterra, el pub parece de pronto convertirse en un templo religioso y la canción toma el aire de un rezo. Los músicos cierran los ojos, el vocalista parece murmurar más que cantar y muchos de los parroquianos se unen con su runrún de fondo a la melodía».
Naturalmente, una parte importante de la narración transcurre en estos pubs, a veces hasta la hora de cierre. En uno de estos establecimientos, en el puerto pesquero de Skirren, Reverte encuentra un cartel que, muy significativamente, dice: «Si las palabras fueran clavos, los irlandeses habríamos construido una gran nación». En otros inicia conversaciones casuales con los parroquianos; ser español en Irlanda siempre es una ventaja. A través de estos diálogos fortuitos y de las pinceladas históricas marca de la casa, siempre tan efectivas, Reverte ofrece una visión cercana y global de Irlanda, de su historia, su literatura y de su conflictiva relación con Inglaterra.
Canta Irlanda es un libro amable, escrito con bohomía por un viajero "tranquilo" y sin complejos. Se trata de alguien que coge el autobús turístico para recorrer Belfast, o que sufre, y lo cuenta con su buen sentido del humor, un principio de ataque claustrofóbico en la cámara funeraria de Newgrange. En Achill, una isla de "violencia neolítica", conduce por una carretera estrecha que se abre a un precipicio y, cuando el viento arrecia con ferocidad, siente miedo y da media vuelta. Este Reverte más reposado sorprenderá a los lectores de su trilogía africana. A estas alturas el autor tiene poco que demostrar o demostrarse, y no tiene problema en afirmar que «todos somos turistas, incluidos los que se llaman a sí mismos viajeros», que bien podría servir de advertencia a algunos escritores de salacot.
Se trata, en definitiva, de una crónica amena y una tarjeta de visita para quienes deseen conocer este país. Como es usual en sus libros, el autor incorpora una interesante bibliografía que, en mi caso, suele ser embrión de nuevas lecturas y así promete ser con el Diario Irlandés de Heinrich Böll, pero echo de menos, por las constantes referencias musicales, una discografía selecta. A falta de pan incluyo con sus enlaces algunas canciones emblemáticas que aparecen, junto a muchas otras, en diferentes pasajes del libro, y que bien podrían servir de banda sonora al mismo. Cheers!

Finnegan's Wake: Se trata, según Reverte, de una «canción popular muy conocida y cantada en Irlanda. De hecho, se considera una canción típica de pub, o sea, de borrachos», aquí interpretada por unos músicos callejeros en un pub llamado Sean Og, durante el festival de folk de Ballyshannon de 1988 (págs. 40 y 41).
Dirty old town: «Canción muy popular en Dublín que encierra una sutil crítica social». Fue compuesta por el poeta y cantautor Ewan MacColl en 1949 y aquí os enlazo la versión de los Pogues (pág. 43).
Whiskey in the Jar: «Canción popular sobre un tal capitán Farrell, asaltante de caminos» en la versión del conocido grupo irlandés de folk, The Dubliners (pág. 45).
Wild Rover: «Una de las canciones más populares de Irlanda y raro es el pub en donde no se canta al menos una vez cada noche. Sin duda es la canción favorita de todos los borrachos». Aquí están los Pogues otra vez, cerrando el concierto que dieron en el Town & Country el día de San Patricio de 1988, cantando Wild Rover con notable fidelidad a su espíritu (pág. 189 y 255).
Molly Malone: «Es quizá la balada más cantada en Irlanda (…). Es considerada como el himno oficioso de Dublín y trata de una bella muchacha (…) que murió de fiebres en plena calle». Aquí la interpreta Barry Dodd (págs. 333 y 334).
Sunday, Bloody Sunday: la archiconocida canción de U2 que recuerda los sucesos del Domingo Sangriento de 1972 (desde pág 231).

viernes, enero 23, 2015

Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock, Héctor Sánchez y David Sánchez

Errata Naturae, Madrid, 2014. 219 pp. 19,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

No me cabe duda de que existen determinados títulos que actúan a modo de anzuelos: cuentan con la capacidad de “pescar” a nuevos y diferentes lectores. Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock, de Héctor Sánchez y David Sánchez, es un magnífico ejemplo para ilustrar esta afirmación, ya que tanto melómanos empedernidos, lectores habituales o simplemente curiosos pueden disfrutar, con semejante intensidad y placer, este libro.
Un libro que, en primer lugar, a simple vista, es un hermoso objeto, en su portada, así como en las estupendas ilustraciones creadas por David Sánchez para cada uno de los capítulos, y que se complementan a la perfección con los textos de Héctor Sánchez. Pero Paul está muerto es mucho más que un bello objeto, ya que logra, de una manera amena, pedagógica, ofrecernos un retrato nítido de buena parte de los más legendarios nombres de la historia del rock.
Elvis puede que siga vivo, tal y como canturreaba Calamaro en su canción, sopla ochenta velas en una cantina de Nuevo México. ¿Fueron Jagger y Bowie amantes ocasionales o todo es producto de un ataque de celos? Esos mensajes demoniacos, como tarareados por la niña de El Exorcista, cuando giramos el vinilo en dirección contraria. Artilugios sexuales de las más diferentes condiciones, tamaños y especies, acuáticos y terrestres; esa estrella del rock que aterroriza a los animales con los que se topa. La viuda permanentemente sospechosa, los “tiros” de Richards, el suicida club de los 27, automóviles que se arrojan a la piscina o la resurrección del Rey Lagarto.
La breve, pero intensa y a ratos atropellada, historia del rock está plagada de grandes leyendas, en infinidad de ocasiones no dejan de ser la flor de un rumor, de un bulo, que germinó a toda velocidad, que han soportado con vitalidad, camufladas tras la falsa máscara de la veracidad, el paso del tiempo y de las generaciones. David y Héctor Sánchez retiran las máscaras de estas leyendas y nos arrojan luz sobre lo realmente sucedido, que en determinadas ocasiones comenzó siendo una inocente y simple anécdota. El poder del rumor, el gusto por la mentira, el expansivo gas de la exageración.
Y Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock es, por encima de todo, un libro muy divertido, algo que se agradece especialmente, y que no está reñido con esa pedagogía que le reconozco. Como tampoco lo está con una narrativa más que convincente, que no renuncia a la información sin olvidar el sentido del humor o la ironía. Textos, como indicaba, perfectamente ensamblados a las ilustraciones, algunas de ellas con una asombrosa carga psicológica, y que consiguen mostrarnos un retrato más nítido, más preciso, más total, de lo relatado.
Es de agradecer la apuesta de la editorial Errata Naturae por ofrecernos diferentes visiones sobre todas esas propuestas culturales contemporáneas que tardan en ser reconocidas o estudiadas desde el academicismo, pero que, sin embargo, no tardan en ser asumidas y asimiladas por multitud de consumidores, puede que necesitados por ventilar los discursos mil veces escuchados y contemplados. Pedagogía, diversión, humor y aire fresco, también, casi un ciclón, en Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock.

miércoles, octubre 15, 2014

Viaje musical por Francia e Italia en el siglo XVIII, Charles Burney

Ed. y Trad. Ramón Andrés. Acantilado, Barcelona, 2014. 496 pp. 29 €

Luis Manuel Ruiz

Los manuales, que suelen trocear para masticar mejor, dividen la música del siglo XVIII en dos grandes mitades. La primera, cuyo inicio se pierde en las postrimerías del siglo previo, abarcaría hasta 1750 y correspondería al estilo denominado Barroco, con el bajo cifrado, la repetición de suites y fugas, los primeros balbuceos de la ópera y las severidades del contrapunto; de 1750 a 1800 tomaría el relevo el estilo clásico, la edad áurea de Haydn y Mozart, donde la melodía se libera de todas las trabas académicas que la afligían hasta la fecha y se logra un arte lineal y transparente, que copia los ángulos rectos de las iglesias neoclásicas y las cláusulas de los mamotretos de Kant. Eso dicen los manuales; la realidad, menos disciplinada, no habría aprobado un examen de Música: se pierde en cosas, autores y estilos que los maestros tienen poco tiempo para tratar.
El libro de Charles Burney es una excursión por ese reino intermedio. La fecha de su periplo, 1770, supone una fértil tierra de nadie donde los manuales se sentirían fuera de cobertura. El Barroco ha terminado, o casi, pero de ese Clasicismo que venía a tomar el relevo apenas contamos con leves chispazos. Los maestros con los que Burney conversa, los ejemplos musicales a los que recurre, las teorías en boga y las prácticas de interpretación no se acomodan con facilidad a ninguno de los bloques cronológicos con marca registrada. El violín, sin ir más lejos: sabemos que las partitas de Bach han de tocarse, si uno respeta el criterio histórico, con la caja sostenida contra el hombro, mientras que los conciertos de Mozart han de hacerse con la caja bajo la barbilla, igual que ahora. Burney se encuentra una incoherencia irresponsable, una docena de posibles alternativas que no se decantan claramente por una dirección y que son muestra obvia de un proceso en desarrollo. Lo mismo vale para las formas musicales: ¿qué es esa symphonia que recurre al conjunto de la orquesta sin una estructura fija, que lo mismo cuenta con tres que con cuatro movimientos o más y que a veces encabeza una obra teatral? ¿Qué son esas fantasías, rondós, arias, en los que el instrumento se pierde en solitario en busca de un armazón que le dé sentido y coherencia y lo mismo se enrosca sobre sí que se pierde en los vacíos de la tonalidad abierta?
Burney recorre un mundo sin cuajar, el mundo del style galant. Hoy se trata de una etiqueta especializada que se considera bisagra entre dos formas de arte absolutas, pero los autores (la mayoría olvidados) que practicaron esta fórmula estaban convencidos de guerrear en la verdadera vanguardia de su siglo. La Francia y la Italia que Burney franquea es la de Jean-Marie Leclair, la de Paisiello y Cimarosa, la de los hijos de Bach, uno en Londres y otro en Hamburgo, la de los experimentos con la flauta de Quantz, la del caldo de cultivo de los alemanes de Mannheim en que herviría la técnica del joven Mozart. Un estilo desenfadado y solar de raíz mediterránea que suele identificarse con la arquitectura rococó, más lleno de chispa y humor que el clasicismo vienés y menos pueril de lo que consideran ciertos críticos con arrugas en la frente.
Para atravesar ese cuadro que recuerda inevitablemente a los paisajes de Watteau, Burney apuesta por el diario de viaje, un género muy frecuentado por sus compatriotas que permite apreciar el color local y practicar lo mismo la antropología que el caricaturismo. En este sentido, el autor se revela un hijo apropiado de su siglo: un individuo atento, curioso, educado, en liza continua con sus prejuicios, convencido de que el primer precepto del aprendizaje es limpiarse a conciencia los oídos. La traducción y los comentarios eruditos de un gigante de la musicología como Ramón Andrés hacen de este libro un título imprescindible (uno más) en la biblioteca del aficionado, o de la persona con buen gusto sin más.

martes, abril 08, 2014

Alaska y los Pegamoides. El año en que España se volvió loca, Patricia Godes
El estado de las cosas de Kortatu. Lucha, fiesta y guerra sucia, Roberto Herreros/Isidro López

Lengua de Trapo, Madrid, 2013. 308 pp. / 226 pp. 16,50 €






















Salvador Gutiérrez Solís

A través de su colección Cara B, la editorial Lengua de Trapo se ha embarcado en la recuperación/reconstrucción de algunos de los discos de las más bandas más míticas y emblemáticas de la historia reciente de la música española. Labor encomiable en nuestro país, tan dado a la desmemoria musical y a vincular el rock con el DNI, como si se tratara de una expresión exclusivamente juvenil. Hay vida más allá de los treinta. En España, me temo, ya habríamos jubilado y enterrado a Bowie, a Dylan o a Neil Young.
Tras los dos primeros títulos, dedicados a Omega, el histórico álbum de Enrique Morente y Lagartija Nick, y a Los Planetas, en su Una semana en el motor de un autobús, llegó el turno para Alaska y los Pegamoides, y sus Grandes Éxitos, y Kortatu, con El estado de las cosas. En los dos volúmenes, además de analizar en profundidad los citados trabajos, la complejidad que supusieron sus grabaciones en aquella España desconfiada y pre mp3, pre myspace y precasitodo, nos ofrecen una amplia perspectiva de las bandas, su relación con el entorno, así como planos secuencias de la sociedad que los cobijaron.
Patricia Godes, fusila buena parte de los tópicos o coletillas que nos quedan de la Movida, llegando a esbozar al respecto teorías que bien podría utilizar Évole para algunos de sus programas de documental/ficción. Esa Movida, que vivieron doscientos mal contados, es cierto, que fue frívola, tampoco intentaron algo diferente, que estuvo muy localizada/focalizada, en determinados clubes de, especialmente, Madrid y Barcelona, y que no ofreció, salvo algunas excepciones maravillosas, productos de gran calidad, el Grandes Éxitos de los Pegamoides es un magnífico ejemplo. Aunque tampoco podemos obviar que esa Movida, La Movida, provocó chispas, causó algún incendio, fue germen, semilla, de mucho de lo que hemos conocido después. Puede que sin esa Movida nos hubiera costado más trabajo alcanzar este presente, musicalmente hablando, sin restar un gramo de ambigüedad a esta afirmación.
Kortatu es un buen ejemplo de cómo la música puede llegar a ser un fundamental elemento de transmisión social/cultural. Banda sonora indiscutible del País Vasco en las décadas de mayor apogeo del eterno conflicto. De hecho, Kortatu, tal y como indican los autores, Herreros/López, «fue el resultado estético más acabado de todo un movimiento social, político y cultural que prolongaba en términos de cultura juvenil lo que había sido poco menos que una situación revolucionaria». El estado de las cosas, además, tal y como se señala en este libro, fue muy innovador a la hora de fusionar estilos, la electricidad de los Clash, con ritmos afros, incluso con sonidos autóctonos, desarrollando una especie de Mano Negra a lo vasco. El texto arranca con un estupendo y sincero prólogo de Bernardo Atxaga, que reconstruye con nitidez el espectro cultural del País Vasco a finales de los setenta y principios de los ochenta.
Rock y Literatura han recorrido caminos separados en nuestro país, tradicionalmente, y tal vez sea buena esa segmentación, pero entiendo que han sobrado los motivos para el encuentro y que raramente se han llevado a cabo. La colección Cara B de Lengua de Trapo se ha lanzado a ese objetivo, que yo entiendo como esencial, y no sólo por una simple, pero necesaria, acción pedagógica, también por la oportunidad que nos ofrece de conocer nuestro pasado más reciente, desde otros puntos de vista que han formado parte de nuestras vidas.

martes, noviembre 05, 2013

Extremoduro. De Profundis, Javier Menéndez Flores

Grijalbo, Barcelona, 2013. 271 pp. 29,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

Extremoduro ha logrado ser uno de esos grupos atípicos, por muy diferentes motivos, fronterizos, que han conseguido aunar a multitud de “públicos” —de inquietudes variopintas—. Buena parte de los seguidores de los Rosendo, Barricada o Barón Rojo cayeron en las redes de los extremeños, pero es que algo parecido sucedió con los seguidores de Camarón de la Isla, Triana y demás experimentos relacionados con el flamenco, y hasta los modernos más modernos cayeron rendidos a sus pies. Como unos Guns and Roses españoles, todos encontramos un motivo para que nos gustaran Extremoduro.
Javier Menéndez ha logrado lo que han intentado muchos periodistas en este país: charlar largo y tendido con Iñaki Antón y, sobre todo, con Robe Iniesta, auténtica e indiscutible alma de la banda. No es un mérito menor, ya que durante años Extremoduro ha vivido de espaldas a los focos, entregados a la constelación de leyendas y rumores que sobre ellos han circulado. Porque a Extremoduro, desde sus inicios, se le han adjudicado todas las leyendas prototípicas del rock. En Extremoduro. De Profundis encontramos una biografía, a ratos casi autobiografía, muy detallada de la banda, un análisis exhaustivo de las letras siempre sugerentes, tan poéticas como transgresoras, de Robe Iniesta y un sinfín de anécdotas, reflexiones, recuerdos. Menéndez rastrea en las creaciones de Iniesta para ilustrarnos sobre el posicionamiento de éste sobre infinidad de asuntos. Sin embargo, dentro de tanta concreción y exactitud, echo en falta una simple cronología temporal de la banda, ya que en algunos momentos es difícil situar en el tiempo la acción que se nos está narrando.
Por otro lado, debemos tener en cuenta que Extremoduro. De Profundis es una “historia autorizada” —por la propia banda—. Es decir, Javier Menéndez ha tenido acceso directo a Extremoduro, a Iniesta y Antón, lo que le ha proporcionado un material inaccesible hasta el momento para la mayoría, aunque tal vez esta autopista de información ha contado con su correspondiente peaje, ya que en el libro se pasa de puntillas, tal vez considerándolos como parte de la privacidad, sobre determinados asuntos, esos asuntos, que siempre han acompañado al grupo extremeño a lo largo de su trayectoria, y que no han dejado de ser una constante en las letras de Iniesta.
En este sentido, esta “historia autorizada” de Extremoduro es un libro para incondicionales del grupo, para fans con denominación de origen, que disfrutarán de lo lindo con las reflexiones de Iniesta, con una amplia y cuidada selección fotográfica y con la recopilación de materiales e historias, reproducción de cárteles y entradas de todas sus épocas, así como una inmersión en sus orígenes, influencias y demás. Una revisión en profundidad de una de las bandas más importantes en la historia del rock en español.

miércoles, marzo 04, 2009

La familia Wagner, Brigitte Hamann

Prefacio, traducción y notas Roberto Mansberger Amorós. Juventud, Barcelona, 2008. 286 pp. 19 €

Juan Gómez Espinosa

Aquel que quiera comenzar a transitar, suavemente, por los caminos del “wagnerianismo” encontrará en este libro una introducción ágil y agradable sobre los vericuetos de tan polémico universo. Evidentemente, su autora, Brigitte Hamann, no se ha propuesto elaborar una summa enciclopédica sobre el gran Richard, sus obras y sus sucesores; esto sólo habría sido posible redactando tomos y tomos que abarcaran cuestiones tan diversas como elementos de composición musical, historia germánica, sociología, dramaturgia y praxis teatral... incluso de economía (por no contar los cientos de anécdotas, públicas y privadas, que se podrían llegar a recoger). Para todos estos ámbitos ya existen ejércitos de monografías, más o menos apasionadas. La obra de Hamann, por tanto, es un repaso a casi dos siglos de vida de una saga, la de los Wagner, absolutamente condicionada por la sombra de su miembro más famoso. Hamann, y éste es su máximo logro, expone la ¿evolución? de la familia con una objetividad absoluta , deja que los datos y los hechos (y a veces los propios protagonistas) hablen por si mismos. Realmente, el asunto no necesita ninguna ayuda externa. Todo observador puede constatar, desde su atalaya, los esfuerzos de este linaje por mantener una aristocracia artificial, un orgullo casi mesiánico y que, desde un principio, consigue mantener muy alto el listón de ridiculez. Es lo que pasa cuando uno se desvive por aquilatar su burbuja. Posiblemente, la prueba material más clara de esta estulticia sea la perpetuación del Festival de Bayreuth; casi, casi tan decadente como el pardo concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena. Tal vez el gran problema de los Wagner no sea otro que el de alienarse por la memoria del único genio que se crió entre ellos. Ya es hiriente ver cómo los acólitos del compositor (su esposa Cósima a la cabeza) no sólo alimentaron su egolatría en vida sino, sobre todo, cómo a su muerte erigieron un túmulo sectario y enfermizo con el cual canalizar una serie de corrientes políticas y filosóficas bastantes discutibles. Para la génesis de éstas se parapetaron en actitudes más o menos circunstanciales, más o menos sinceras, de un creador que, unas veces pegado suciamente al mundo y otras elevado por encima de tanto lodo, siempre se condujo por un individualismo narcisista. Hamann se sitúa, muy sagazmente, lejos de la enumeración de los logros artísticos del genio (ya han hablado de ellos unos cuantos musicólogos) y lejos de los juicios de valor sobre sus herederos: sabe perfectamente que no hay más que verlos para que queden en evidencia sus taras emocionales y su ambición sin escrúpulos. Sería deseable, cuando no obligatorio, haber escuchado algo de música de Richard Wagner antes de leer este libro ya que, como he apuntado al comienzo, no es un estudio para partir “de cero”. De hecho, sería obligatorio haber escuchado algo del genio (algo más que la Cabalgada de las Valkirias) antes de hablar de tal coloso y de su camada. Parece obvio, pero uno no deja de escuchar bocas y bocas llenas de estulticia mezclando las churras con las merinas, Lohengrin con Hitler, Brunilda con los empresarios. No estaría de más recordar, como le decía el maestro Cristóbal Halffter a un intelectualucho que abominaba de Richard enlazándolo a la Gestapo, que, gracias a las vías musicales abiertas por Tristán, otro genio llamado Arnold Schoenberg –judío, calvo y apátrida- consiguió componer uno de los mayores alegatos en contra del Holocausto: Un superviviente de Varsovia. Tal vez no sea un tópico eso de que el arte prevalece sobre todo lo demás. Justicia poética, en definitiva.

miércoles, octubre 15, 2008

Bob Marley, Timothy White

Ma Non Troppo / Robin Book, Barcelona, 2008. 507 pp. 29,50 €

Doménico Chiappe

En la década de los sesenta sucedió una de las revoluciones más importantes, aunque menospreciadas por los historiadores oficiales. Sucedió a partir de los vientos independentistas de África y las repercusiones en el Caribe, que, a su vez, irrigó estas ideas con las emancipaciones de islas como Haití, primera república negra del mundo. Sin estos viajes de ida y vuelta, además de la influencia de Estados Unidos e Inglaterra, es imposible entender la importancia de que en 1956 sonara «un invento bautizado como ska», que viene del R&B y jazz norteamericano con fuertes dosis de personalidad jamaicana. El ska derivaría, a la par que se propagaba la religión rastafari y los habitantes de los guetos empobrecidos de Jamaica reclamaban sus derechos, en reggae. En el libro Bob Marley, del biógrafo Timothy White, se cuenta con bastante detalle y contexto este fenómeno, enfocado, primero, desde lo global y luego, desde las entrañas de Jamaica.
La isla era un caldo donde se codeaban los «rude boys» que navaja en mano peleaban contra la policía y el sistema, y los músicos que grababan un vinilo y renunciaban a todos sus derechos de autor a cambio de una miserable paga. Así, en ambos bandos, se forjó Bob Marley, el músico de reggae más famoso de la tierra: «aunque no pasaba del metro cincuenta y dos de altura, Nesta ya tenía una reputación de buen luchador callejero; sabía mover los puños y podía encajar un duro puñetazo, ya que tenía el abdomen musculado, esculpido como la parte inferior de una tortuga. Tenía pies rápidos de futbolista, que iban directo a la ingle de cualquiera, y unos dedos delgados y diestros que sacaban una navaja en un abrir y cerrar de ojos.»
La revolución de la que se habla entrelíneas en todo este libro es la de la búsqueda de identidad de la masa de ex esclavos africanos, ya sea que los trasladaran a América o que se quedaran en los países colonizados y explotados. Este levantamiento tuvo demostraciones distintas según los países, desde las defensas de los derechos civiles y el poder negro de Estados Unidos hasta la adoración de Haile Selassie en Etiopía. Voces que decretaban la superioridad de la raza negra, que pregonaban el «regreso a África» (Alexander Bedward) o el «mirad hacia África» (Marcus Garvey), aunque en muchos casos se trataba de movimientos que se enfrentaban entre sí. Las reivindicaciones eran de índole racial, política, geográfica, social, económica y cultural. Las canciones se hicieron eco de esta verdadera revolución y se popularizó, primero, entre la población local, y, más tarde, gracias a empresarios arriesgados y emocionalmente vinculados, en Inglaterra. De allí, al resto del mundo.
Esta biografía comienza con un recuento, completo y certero, de estas manifestaciones, desde la coronación kitsch de Selassie como emperador de Etiopía hasta el nacimiento de varios estilos de música caribeña, como el Steel Pan y el ska. Y salta al 6 de febrero de 1945, cuando nace Robert Nesta Marley, «un chiquillo de piel color gamuza con los labios finos y la nariz puntiaguda de su padre, el capitán Norval Sinclair Marley, de raza blanca.»
El gran mérito de este trabajo de White recae en dos vértices. Uno, la investigación: amplia documentación, centenares de entrevistas, conocimiento del terreno e, incluso, el día a día junto a Bob Marley en sus giras (esto último se lee muy poco en el libro: el relato documental sepulta la crónica del periodista). El segundo bastión es la manera de narrar: la superstición tan propia de la idiosincrasia sincrética del Caribe las construye e incluye como si estos pasajes nebulosos de apariciones metafísicas y luchas contra elementos sobrenaturales fueran constatables y tangibles. Quién es White para decir lo contrario, cuando Bob Marley, su mujer Rita y otras voces coinciden en estos hechos. Eso sí, White advierte, en su prólogo, que el lector es libre de creer o no.
La infancia y adolescencia de Bob Marley, sus jugadas musicales, la conformación del grupo Wailers junto a Peter Tosh, el emparejamiento con Rita que cantaba en otra banda, son narrados al detalle. Luego, la época en que Marley se transforma en el icono del movimiento rastafari, en el abanderado del reggae, en el profeta del regreso a África, se relatan con trazos menos delineados. Algo se intuye de la transformación de Marley cuando se muda a una mansión en la parte alta de la isla (tradicionalmente, en el Caribe, la parte alta de las islas se reserva para los acaudalados). Poco se cuenta de la decepción de Marley cuando visita, al fin, el continente de sus ancestros y se alarga en las rebatiñas que tiene la herencia del músico, a su muerte. Con todo, el libro es un magnífico, aunque algo tibio, testimonio de una sacudida a esta época, quizás más determinante para una porción más grande de la humanidad, que un mayo del 68 o un Woodstock.