miércoles, diciembre 02, 2015

Signor Hoffman, Eduardo Halfon


Libros del Asteroide, Barcelona, 2015. 144 pp. 13,95 €

Ignacio Sanz

Conocí a Eduardo Halfon hace unos años, en una intervención pública que tuvo en Segovia. No lo olvido. He olvidado a los compañeros que estaban en la mesa con él hablando de literatura, de creación, de tendencias de la joven narrativa en español. Por dónde iban los tiros. Esos encuentros un poco narcisistas, a veces depravados, en los que con frecuencia se da rienda suelta a una egolatría patológica. Pero, como digo, a él no lo olvido. Contó entonces que era un suicida, un pequeño suicida. Por eso seguía vivo. No había rematado la operación. Había nacido en Guatemala, pero ahora veía que Guatemala era un país pequeño, apenas visible y había decidido suicidarse de Guatemala; había realizado estudios de Ingeniero, siguiendo la tradición familiar que le habían marcado su padre y su abuelo, ingenieros también, pero qué caramba, la ingeniería no le interesaba gran cosa y había decidido suicidarse de su condición de ingeniero. Para acabar, si no recuerdo mal, también había decidido suicidarse de su condición de judío. No se sentía heredero es la religión de sus mayores en un mundo cada vez más laico. Lo cierto es que, a estas alturas, Halfon, el pequeño suicida, sigue vivo. Para bien.
Sigue de guatemalteco, sigue de ingeniero, aunque a veces se camufla de profesor o de conferenciante, y sigue de judío. Con cierta distancia, eso sí, con esa distancia irónica que permite mirarlo todo desde una atalaya desapasionada, como si contemplara a los individuos que andan por la tierra desde un globo aerostático. Porque Halfon es el protagonista de estos seis relatos que oscilan entre el ambiente cosmopolita y el ambiente rural. En todos está él, aunque pudiera tratarse de un narrador borroso, equívoco, especulado. Casi siempre las historias tienen un final, es decir, un desenlace, pero a veces sus cuentos son como un albañal de barriada mugriento que no lleva a ninguna parte, que se acaba en charcos cada vez más pequeños. Y, pese a todo, damos el relato por acabado, perdidos como el propio protagonista, en una encrucijada que no tiene salida. Hay que ser muy atrevido y escribir con mucha soltura, con mucha convicción, para llegar ahí, a ese terreno de nadie donde terminan los pequeños suicidas perplejos.
He leído otros libros de cuentos de Halfon y siempre resulta fascinante porque escribe desde esos alrededores equívocos de su biografía, implicado como personaje un tanto esquivo, un tanto desconcertante. El abuelo polaco salvado a última hora de los hornos crematorios aparece en otros cuentos suyos. Y entonces uno, como lector tiene la sensación de que estamos leyendo fragmentos de una biografía reflejados en el espejo imaginativo de un nieto que, en realidad, no sólo no se suicida, sino que convierte su pasado y el pasado trágico de su familia en elemento narrativo. Juntados todos esos fragmentos, en realidad estaríamos leyendo una novela dispersa.
Pero también estamos ante un ciudadano guatemalteco que se duele de la desigualdad de su país, de la pobreza que reina en ciertas aldeas remotas, y la retrata con naturalidad, sin aspavientos. Y así vemos, en consecuencia, que tampoco se ha suicidado del todo, que su preocupación social sigue viva.
En fin, he disfrutado mucho leyendo a Eduardo Halfon de nuevo. He disfrutado y me he conmovido. Acaso por esa implicación en primera persona, pero también por la desenvoltura de su estilo, por su elegancia, por la desdramatización con que aborda cotidianas historias cargadas de dramatismo.

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