jueves, julio 18, 2013

Un regalo de Navidad, Robert Louis Stevenson

Trad. Juan Sebastián Cárdenas. Periférica. Cáceres, 2012. 160 pp. 16 €

Victoria R. Gil


Dos cuentos publicados en fiestas tan poco sospechosas de locura y perversión como las navidades son los que ha reunido la editorial Periférica bajo un título que resulta tan engañoso como las historias que Robert Louis Stevenson nos ofrece en Markheim y Olalla. Sin compartir, en apariencia, argumento —¿puede tener algo que ver el violento crimen de un anticuario con el trivial proceso de recuperación de un oficial herido?— ambas surgen de un mismo conflicto interior: la lucha contra la propia naturaleza.
Esa dualidad con la que convivimos los humanos ya no nos parece novedosa a los hijos de Freud, criados con todo tipo de seres atormentados en la literatura, el cine y la televisión. Y hasta en el cómic, donde toda una saga de mutantes, la de los X-Men, lleva cincuenta años cuestionándose su condición y enfrentándose a demonios interiores, siempre más salvajes y destructivos que cualquier villano con súper poderes. Pero en 1884, Markheim fue el germen de una de las más famosas obras de Stevenson, que ejemplifica desde entonces la pugna del ser humano entre el bien y el mal, y la doble cualidad, divina y diabólica, que lo alienta: El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde.
En ambos relatos, además, deja Stevenson en manos del lector la interpretación de la causa real que justifica las acciones de sus protagonistas, sugiriendo posibilidades fantásticas más allá de la realidad aparente. ¿Es el demonio o la propia conciencia la que se dirige a nosotros para despojarnos de toda excusa? ¿Es la endogamia la que pervierte la sangre o una oscura pulsión más siniestra y aterradora? El autor escocés camufla la verdadera naturaleza de sus historias con engañosas apariencias, en un trampantojo que surge desde su misma gestación: dos textos creadas para ser publicados en Navidad, que de tener un Papá Noel se llamaría Jack el Destripador. Y su comienzo no puede ser más inocuo. Un comprador tardío busca un regalo apresurado en una tienda de antigüedades. Un médico recomienda a su paciente dos meses de aire puro en una finca del sur. Pero no siempre las cosas son como creemos verlas.
Que Markheim es un buscavidas digno de poca confianza queda claro desde que el anticuario lo reconoce como un cliente habitual, más dado a vender las piezas que su tío se encargó de coleccionar que a realizar importantes compras. Y que su pasado no es de los que se glosan en públicos panegíricos será evidente en cuanto le ofrezca un espejo. «—Le he pedido un regalo de Navidad —eplicó Markheim— y usted me da esto… este maldito recordatorio de años, pecados y desvaríos. ¡Esta pequeña conciencia de mano!». A partir de aquí, la violencia se adueña del relato, primero la material, con el crimen brutal, insano, y después, la intangible, con un asesino que se debate con sus propios demonios. El modo en que Robert Louis Stevenson resuelve su historia permite al lector decidir si aún queda algo recuperable, incluso, en el más vil de los criminales.
En Olalla, el relato de cómo un oficial británico llega a un lugar indeterminado de España para recobrarse de las heridas sufridas en la guerra se despliega con la banalidad de esos días faltos de obligaciones que los confunde unos con otros. Aislado entre montañas, en una mansión que sólo comparte con tres miembros de una misma familia, se obsesiona con el retrato de una mujer tan hermosa como, quién sabe por qué, repulsiva. De ese linaje, que lo atrae con la misma intensidad morbosa que le repugna, se descubrirá de pronto enamorado a través de su última descendiente. La única sana y vital de una herencia decadente. O eso cree.
De nuevo aquí, Stevenson se permite mostrarnos las pistas para que elijamos seguirlas o ignorarlas. Podemos optar por la comodidad de achacar este relato casi onírico a la alucinación de un soldado postrado aún en la cama del hospital; o a un sueño especialmente turbio provocado por una cena en exceso pesada. Incluso, si aceptamos a esa Olalla angustiada por la sangre enferma que convirtió a su abuelo en loco, a su madre, en estúpida, y a su hermano, en poco más que un animal, nos queda la explicación lógica: la endogamia.
¿Pero cómo obviar la avidez con que la madre se apresura a beber la sangre de una herida hasta el punto de morder la carne sin contención? ¿O la crueldad gratuita con que el hermano tortura a una ardilla antes de….? Se insinúa un horror que nunca se constata, pero que deja un poso de preguntas molestas. ¿Caben otras razones, además de la locura? ¿Habita el mal en algún lugar fuera de nosotros?
Si la narración de Markheim y Olalla es inquietante y sombría, no lo son menos las ilustraciones con que Tyto Alba, en una tenebrosa escala de grises, cartografía el mapa de los monstruos, indispensable para todo viaje interior.

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