Luis Manuel Ruiz
Todos recordamos el frenético episodio de Dostoievski en que el diablo se le aparece a Iván Karamázov sobre un diván con la intención de desquiciarle. O aquel terrible abuelo de ojos inyectados en sangre que se asoma a través de una ventana en la historia de vampiros de mayor eficacia antes del advenimiento de Drácula, La familia Vourdalak, de Alexis Tolstoi. O las infinitas casas encantadas, ogros, ninfas y genios en forma de esqueleto que Vladímir Propp recoge del folklore popular y glosa en su Morfología del cuento, el libro al que Lévi-Strauss le rezaba todas las noches. Son ejemplos evidentes, creo, de que el alma rusa siempre ha propendido, amén de a una introspección psicológica que a menudo se asoma a las aristas más estomagantes de la condición del hombre, a la fantasía: una fantasía onírica, hermanada con lo grotesco, de ambientación eminentemente rural y vinculada con los grandes tormentos del alma, esos que suelen alimentarse de la clarividencia del insomnio.
Amantes como son de los otros mundos (es dudoso que ninguna otra nación les supere en el censo total de visionarios, reformadores, mesías, suicidas y escritores patológicos), parecía poco menos que natural que los rusos saltaran sin inconveniente la tenue barrera que separa la literatura tradicionalmente fantástica, la de bosques, colmillos y cadenas, de la ciencia ficción, que es lo mismo pero con las sábanas del fantasma convertidas en escafandras. No entraremos aquí en el berenjenal de qué es lo que distingue a la c/f como género por encima o frente a otras manifestaciones de ámbito semejante, notoriamente el fantástico; baste con reconocer que ambos comparten un presupuesto común que hace los productos de una prolongaciones espontáneas del otro a través de un sucinto cambio de decorados: la exploración de un más allá, de un universo aparte, de un reino extraordinario donde las leyes conocidas de la naturaleza no conservan su vigencia. El marciano es el fantasma vestido de aluminio; el astronauta es el caballero que en lugar de espada blande un rayo láser; los conjuros han sido reemplazados por las frías fórmulas del laboratorio. Pero algo se mantiene: eso de ahí es otra cosa, algo que nos aterra y nos atrae porque no podemos explicarlo, y nosotros somos quienes somos porque no somos eso.
Sabíamos ya que el género puede escribirse en cirílico porque a finales de los sesenta Bruguera publicó en su colección de bolsillo un Lo mejor de la ciencia ficción rusa reunido nada menos que por el inefable Jacques Bergier. Simple traducción de la versión francesa, tenía al menos la virtud de presentar al lector en castellano autores que forzosamente debía ignorar y que seguirían siendo desconocidos por aquí hasta hace bien poco, como Iván Efremov, Alexander Beliáiev o los hermanos Strugackij, la mayoría de ellos de etapa soviética. El volumen que ahora presenta Alba, Pioneros de la ciencia ficción rusa, debería entenderse como una especie de entrega anterior o precuela de la colección de Bergier, al remontarse hasta los inicios del cultivo del género por literatos rusos de finales del siglo XIX y principios del XX. Si no por novedad, la edición de Alba cuenta con una serie de méritos que la colocan sobre aquella de Bruguera: la traducción directa del ruso por Alberto Pérez Vivas; la calidad del papel, que no parece arrancado de un periódico; el esmero en la presentación de cada relato, cada página y, no en último lugar, de la propia portada; la feliz ausencia de prólogo.
La c/f europea, notoriamente la concebida en los antiguos países de la órbita comunista, exhibe una serie de rasgos propios que ya se insinúan de algún modo en esta recopilación primeriza. Si tomamos como representante paradigmático al enorme Stanislaw Lem, veremos que muchas de sus interrogaciones, atisbos y derroteros están presentes de una forma netamente reconocible en sus antepasados de casi medio siglo atrás: están el humanismo, el interés por la psicología antes que por la tecnología; el sentido del humor, a menudo crítico y paródico; está el cuidado en la escritura, como si no se resignasen a entender la fantasía como un plato de consumo masivo que no precisa de saliva ni incisivos; está el terror, sugerido de un modo indirecto y como cósmico, sin concretar en tentáculos ni charcos de sangre. De un modo u otro, las cinco narraciones que componen la antología de Alba ilustran alguno de estos aspectos.
“Entre la vida y la muerte” (1892), de Alexéi Apujtin, describe con mucha sorna una especie de trance visionario inmediatamente anterior a la muerte de un príncipe, incidiendo a la vez en la vieja teoría de la transmigración de las almas. “En otro planeta” (1896), de Porfiri Infántiov, entronca con las utopías filosóficas de Moro, Campanella, Voltaire o Emerson, y nos detalla un planeta Marte habitado por virtuosos monstruos con cola, trompa y un solo ojo en el centro de la frente. En cuanto a “El misterio de las paredes” (1906), de Serguéi Mintslov, se trata de una fantasía voyeurística en torno a un aparato capaz de rescatar, a través de ondas electromagnéticas, la memoria adherida a las paredes de los edificios. Como la curiosidad acaba por liquidar a cualquiera, gato o no, la cosa acaba en incendio.
Pero lo mejor de la selección lo constituyen, sin duda, los dos relatos de Valeri Briúsov, uno de los padres fundadores del simbolismo ruso, dotado de una perturbadora imaginación sembrada de presagios y amenazas. Si “La Montaña de la Estrella” (1899) anticipa sorprendentemente algunos de los postulados de Lovecraft y sabe aliñar con extraño acierto a Allan Quatermain con John Carter, “La República de la Cruz del Sur” (1905) es una fábula kafkiana en torno a un imaginario estado de la Antártida en que encontramos ecos proféticos de la dictadura soviética, entre otros elementos. En total, la antología rebasa con mucho la mera curiosidad bibliográfica para excitar el interés de cualquier aficionado al género: y hacerle comprobar que para inventar futuros lejanos o volar a través del vacío de las estrellas no es imprescindible la presentación del pasaporte británico o americano. Faltaría más.
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