Victoria R. Gil
Quién sabe por qué motivo mi hermana decidió pedir como regalo de su quince cumpleaños las obras completas de James Oliver Curwood que la Editorial Juventud publicó entre 1965 y 1974, y que ambas releíamos cada verano como si estuviéramos dispuestas a ingresar en la Policía Montada del Canadá en cuanto alcanzásemos la edad exigida. Y es que si algo poseen las historias de este escritor norteamericano, bisnieto de una india mohawk y sobrino del capitán Frederick Marryat, uno de los primeros autores en novelar la vida marinera, es la capacidad de hacerte sentir el más rudo de los tramperos o el mejor de los cazadores. Aunque no distingas un Mauser de un Winchester.
El cine ha recurrido a él a menudo y al menos una veintena de películas se han inspirado en sus libros, desde la más famosa, El oso, de Jean-Jacques Annaud, a otras menos conocidas, que contaron con la presencia de actores como John Wayne (El largo camino, 1934) o Rock Hudson (Vuelta a la vida, 1953), entre otros. Pero la más apasionante de sus novelas debió ser su propia vida. Periodista, explorador, aventurero, cazador arrepentido… Durante su adolescencia se escapaba de todo colegio al que se empeñaran en mandarle y sólo después de la más prolongada de sus fugas regresó al hogar familiar, en Michigan, con el dinero suficiente para costearse la universidad. Ganado a tiros, literalmente, gracias a su habilidad como cazador.
De este pasado nacería, como una penitencia autoimpuesta, una tenaz defensa de la naturaleza y varias obras protagonizadas por animales. En el prólogo que escribió precisamente para El rey oso, reconoce que estos libros «constituyen, en cierto modo, una reparación que me esfuerzo en llevar a cabo, y he procurado hacerlos no solamente interesantes en grado sumo, dotándolos de romántico interés, sino que sean también tan exactos, por lo que se refiere a sus hechos, como ha sido posible. Al igual que en la vida humana, hay en la vida selvática tragedias, comedias y sentimientos; hay en ella hechos que merecen ser descritos y que son tan verídicos que no es necesario recurrir a la fantasía.».
También hay en estas historias otro objetivo evidente: humanizar a los que creemos salvajes y bestializar a quienes demasiadas veces no tienen nada de humano. Gracias a su amplio conocimiento de la naturaleza y de los animales, con los que convivió en los Grandes Lagos, primero, y en el norte de Canadá y Alaska, después, logra Curwood ese propósito desde las primeras páginas de El rey oso, que se afianzará cuando Thor, un enorme ejemplar de oso pardo, y Muskwa, un osezno sin madre, compartan una arriesgada aventura de incierto desenlace.
La novela, basada en un hecho vivido por el propio Curwood, según explica en el prefacio, se centra en la relación que establecen ambos animales cuando son perseguidos por dos cazadores a través de la Columbia Británica, en plenas Rocosas canadienses. El viaje de supervivencia es a la vez de aprendizaje para el pequeño Muskwa, quien se instruirá no sólo sobre las mejores bayas con que alimentarse, la pesca de la trucha, el cortejo y la fuente de medicamentos naturales que son los pinos, sino también sobre cómo vivir en armonía con un entorno donde la muerte se acepta como moneda de cambio únicamente para sobrevivir y nunca por simple diversión. Una lección que aprenderá también el cazador que no les da tregua.
Escrita en 1915, El rey oso fue publicada un año después con el subtítulo de A romance of the wild, una acertada definición para esta novela sobre la naturaleza, cuya lectura quizás sea más necesaria hoy que un siglo atrás, y que describe, al fin y al cabo, un auténtico romance, el que unió a James Oliver Curwood con la vida salvaje que lo convirtió en escritor.
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