María Dolores García Pastor
Mi primera vez con Chéjov fue en el instituto. Cursaba yo primero de B.U.P. y nos llevaron al teatro, menuda aventura. Al principio todos manifestamos fastidio, cómo no, pero es que siendo adolescentes no se esperaba otra cosa de nosotros. Aún recuerdo que lo que vi aquel día me encantó: el escenario, el ambiente, la puesta en escena, los diálogos... Pero en mi caso no era extraño, porque yo siempre he sido la “rara” que ha leído el libro cuando los demás hablan de que acaba de estrenarse la película. Lo curioso es que le gustó a casi toda la clase. Las primeras risitas burlonas cuando se alzó el telón fueron dando paso a un silencio atento. Quedamos impresionados por esa atmósfera tan especial que se crea en los teatros, la escenografía sobria representando una estancia del siglo XIX, las luces y las sombras. Esta vez fue el teatro el que tuvo la capacidad de amansar a aquellas fieras que entonces éramos.
Pensando ahora en lo que hizo que aquella obra del escritor ruso atrapara a una clase entera de adolescentes ochenteros y que hasta los hiciera reír, esa es la esencia de los clásicos, que sigan provocando sensaciones muchos años después y él es, sin lugar a dudas, un clásico imperecedero. Se pueden decir cientos de cosas sobre este autor al hacer una reseña de cualquiera de sus obras pero una teme que ya esté todo dicho. Junto a grandes nombres como Tolstoy, Dostoyevsky, Gogol, Korolenko o Turgueniev, Chéjov escribió su nombre con tinta de oro en una de las etapas más esplendorosas de la narrativa rusa, la de la época anterior a la revolución de Octubre. En su época fue muy conocido como autor de teatro aunque, curiosamente, haya pasado a la posteridad como uno de los grandes maestros del cuento, uno de sus más prestigiosos representantes cuya influencia sigue vigente en nuestros días. Autor eterno que sigue dejando poso y al que no pocos autores le han rendido homenaje, como lo hizo Raymond Carver en el maravilloso Tres rosas amarillas.
Los cuatro títulos reunidos en este volumen Mercancía viva, Flores tardías, Mi mujer, el más “chejoviano” de ellos, y Un asesinato, aparecieron publicados por primera vez en revistas, algo bastante usual por aquel entonces. Algunos de ellos vieron la luz firmados por A. Chejonte, uno de los habituales pseudónimos del autor. En ellos, como en otros muchos, Chéjov hace crítica de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Su profesión de médico le permitió estar cerca de las capas sociales más bajas y vivir muy de cerca la realidad de la Rusia zarista. En una de sus cartas, haciendo referencia a esto, decía: «La medicina es mi esposa legal; la literatura sólo mi amante». Pero su obra nos muestra que, realmente, vivió un verdadero “triángulo amoroso” en el que su obra literaria se nutrió de sus experiencias en este sentido. Tanto que, junto a su propia enfermedad le fueron llevando hacia el excepticismo y la tristeza. Pero también nos ha dejado su gran ironía, que hace más ligera y amena la narración, como puede verse en los dos primeros relatos que forman parte de este volúmen.
La lectura fluye cuando uno tiene entre manos una obra de Chéjov. Ello puede ser debido, entre muchas otras cosas, a la aparente sencillez de sus textos. Los elementos, en apariencia banales, suelen estar cargados de significados subliminales que dan profundidad y llenan de sentido los relatos de este autor. El marco en el que sitúa a sus personajes es el de la vida cotidiana y sus historias también son pasajes del día a día, junto con sus personajes. Estos últimos están caracterizados con especial meticulosidad, algo no demasiado usual en la narración breve sino más propio de la novela. Las piezas que se reúnen en el libro apenas han sido antologadas con anterioridad. Flores tardías y otros relatos es una excelente oportunidad para iniciarse en el conocimiento del clásico, para quien aún no haya osado, y un genial motivo para reencontrarse con él.
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