Mario S. Arsenal
Hay veces que la literatura opera negativamente huyendo de la amabilidad que se le supone y actuando de manera opuesta estéticamente a los cánones tradicionales. En cierto modo, así crece la literatura en el tiempo. Este no es ni mucho menos el primer caso, pero Forrest Gander (1956), claro ejemplo de poeta en la sombra en los circuitos europeos y –sin equivocarnos demasiado– desconocido casi por completo en lengua española, se ha ganado los elogios nada desdeñables por parte de sus compañeros de profesión. Amén de encontrarse en el candelero editorial por ser finalista del pasado Premio Pulitzer de 2012, este autor es un perfecto adalid de ese tipo de escritores a los que se les valora por su originalidad (se me vienen a la mente nombres como Faulkner o Pynchon) y entre los que se degusta un amor por la vida literalmente integral. Valgan las palabras que el mismísimo John Ashbery le dedica a propósito de su poemario Libreto para Eros (Amargord, 2010): que es uno de los más fascinantes libros de poesía que había visto en mucho tiempo. Que el autor de Autorretrato en un espejo convexo (Visor, 1990) despliegue estos elogios hacia Gander, un escritor desconocido, debería chocarnos a priori. Claro que nuestra estupefacción se desvanece igualmente nada más adentrarnos en su prosa.
Este peculiar personaje, nacido en el Desierto Mojave, parlante de un español roto del que se congratula y devoto de Antonioni, nos relata una intensa y demoledora historia en Como amigo (Sexto Piso, 2013). Nos sitúa en un marco inusual que arranca con el nacimiento de Les, su peculiar protagonista, a través de un parto difícil y angustioso, a trompicones, teñido por el dolor y el sufrimiento. Partiendo de la crudeza de este momento tan crucial en la vida de cualquier ser humano, Gander tiene la virtud de hilvanar belleza y fealdad a un mismo tiempo, y sin por ello desarmonizar el conjunto. Nuestro protagonista es un niño marcado por lo fenoménico que se vanagloria de eclipsar por entero la vida de sus más allegados, creando así una red emocional de vínculos complejos con los que genera distintas situaciones, en ocasiones violentas y desagradables. La manera de estructurar la narración es un acierto de Gander, el cual nos arroja, a través de las diferentes voces, por recovecos que de otro modo son imposibles de percibir. Llegado a este punto, posiblemente yo no he tenido una sensación tan similarmente desgarradora como cuando leí por primera vez La balada del café triste de Carson McCullers (Anagrama, 2001). En este caso Sexto Piso se atreve a publicar de nuevo, en una genial locura, una obra arriesgada desafiando los cánones establecidos por el gran público: encomiable labor. Porque quizás lo más poderoso de la novela no sea otra cosa que el deliberado afán del autor por sumergirse en las contradicciones de la condición humana, en esas obsesiones que se tragan la realidad para dar esperanza, pero que al final del camino y por su propia naturaleza, al no poder nosotros asimilar la confusión, se convierten en ingredientes amargos y a la vez especiales.
Les posee una cultura elevada, ha leído a los grandes autores, habla con orgullo de sus héroes; menciona a Poussin; cita a François Villon, Gide o Camus con soltura; escucha obsesivamente a Charlie Parker o Miles Davis: se sabe cultivado. Pero de nada le sirven a Gander estos datos como para desarrollar la que sería una novela complaciente, antes bien, ellos son el apunte disuasorio del relato, en ellos coloca el autor la contradicción y acaba de un plumazo con la máxima platónica de la bondad del arte. Aquí está lo magistral: quiebra la tradicional estética positiva para abrigar un nuevo orden de cosas encarnado en el caos. Forrest Gander se ha ganado de este modo un pedestal en la que es la escena experimental norteamericana, equiparándose a nombres tan ignotos como singulares.
Este libro escrito con una inspiración indiscutible, se detiene en la dualidad de la vida como pocos han conseguido hasta el momento, hablando sin cortapisas de los escondrijos más oscuros del alma humana; de la aniquilación devastadora de los tópicos; de las capacidades benefactoras del arte; de nuestra incapacidad por entender el devenir del mundo; de la libertad que sólo las vidas apresadas pueden conocer; del alcance del amor más allá del cuerpo; de cómo el castillo de naipes no debe desmoronarse tras la muerte; de lo fatídico en ocasiones del recuerdo; de los límites de la amistad; del carácter de las ideas; de la magia de la cultura.
Su amante, acaso quizás el personaje que más profundiza en Les, se detiene ante su recuerdo y rememora una cita de Raleigh que dice: “El verdadero amor es un fuego perdurable en el pensamiento”. Este libro habrá de perdurar en la memoria de sus lectores del mismo modo.
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