Angeles Prieto
Acabada la Segunda Guerra Mundial, Alfred Döblin emprendió la ambiciosa trilogía denominada “Noviembre 1918”, de la que este volumen, El pueblo traicionado, constituirá una primera entrega de la segunda parte tras Burgueses y soldados. Y no es complicado aventurar el motivo por el cual Döblin, consagrado ya tras Berlín Alexanderplatz, inició esta obra verdaderamente monumental, si pensamos en el impacto que sufrió la opinión pública mundial tras los Juicios de Nuremberg.
Y es que nos encontramos ante una novela que directamente no es posible disfrutar si no tenemos conocimientos previos de la época, ni de su autor. Pues confeccionada con retales, instantáneas de los terribles impactos sociales que sufrió Alemania durante la República de Weimar (larga etapa de la historia alemana que va desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la proclamación del III Reich), en diferentes escenarios, con escasos y esporádicos personajes protagonistas (lo que haría Cela muchos años más tarde en La Colmena, pero con mayor complejidad) y empleando un estilo que guarda no pocas semejanzas con el Ulysses de Joyce, podemos afirmar que esta obra de interés académico e histórico no está destinada a un público mayoritario sino curioso y preparado que se preguntará, a lo largo de toda la obra, cómo el pueblo alemán terminó por encumbrar al partido nazi.
Por ello Döblin intentará buscar respuestas retrotrayéndose a los meses finales de 1918, que es donde espera encontrar el germen: con el regreso de las tropas del frente, el protagonismo del mariscal Hindenburg y el general Ludendorff, la firma del ignominioso Tratado de Versalles y sus imposibles compensaciones económicas, el apego a toda costa del socialista Ebert al poder y los asesinatos del católico Matthias Erzberger y sobre todo, de los dos grandes líderes espartaquistas e interesantes pensadores, llamados a traer la Revolución rusa a Alemania, que fueron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Y la atroz crisis económica que vino después, esa que arruinó a toda la clase media y que acabó por dar la puntilla a esta sociedad sorprendentemente creativa que trajo también no pocos avances sociales.
Aunque se nos olvida un hecho capital para nuestro autor: ese odio al judío bien arraigado, presente en estas páginas en forma de esporádicos episodios de aislamiento social, progromos y violencia, que ya entonces, en 1918, los incita a una emigración sin esperanza. Porque es evidente que Hitler no creó el antisemitismo, sólo lo condujo a extremos inhumanos e inimaginables.
El placer en la lectura de El pueblo traicionado lo obtenemos gracias a la anécdota, a esos cortos pero fieles retratos sociales, también mediante los eficaces discursos que retratan a los dirigentes políticos del periodo. Pero vamos mucho más allá si hacemos nuestros esos interrogantes que plantea Döblin y en medio de nuestra propia crisis económica, de liderazgo y de valores, reflexionamos sobre los extremismos y sus consecuencias. En este volumen se echa de menos prólogo, notas y glosario: el lector los necesita.
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