Daniel Sánchez Pardos *
firma invitada
La primera cuestión que se plantea al iniciar la lectura de Siberia tiene que ver, inevitablemente, con la ubicación de este libro dentro del conjunto de la obra de su autor. Aunque Juan Soto Ivars hizo su debut como novelista en 2011 con La conjetura de Perelmán, un denso thriller de asunto matemático publicado por Ediciones B, en el prólogo que firma Alejandro García Ingrisano se nos dice que la escritura de esta Siberia es en realidad anterior a la de aquel libro, y sólo el azar editorial ha impedido que la breve e intensa novela que ahora publica El Olivo Azul sea nuestra puerta de acceso a la literatura de este joven escritor. Nada hay de infrecuente en tal desorden de títulos impuesto por factores externos, y menos aún cuando hablamos de un autor que comienza a ver su obra publicada; pero en este caso el hecho parece tener una cierta importancia. La conjetura de Perelmán y Siberia son a primera vista dos libros tan distintos el uno del otro, ejemplifican dos propuestas narrativas tan aparentemente encontradas, que su lectura consecutiva, ya sea en el orden de la escritura o en el de la edición, despierta a la vez toda una serie de interrogantes y una inmediata curiosidad por saber qué camino seguirá a continuación su autor; vale decir: cuál de estos dos modos que hasta el momento le hemos conocido es el que se impondrá en el futuro, si es que alguno de ellos debe imponerse, o con qué nuevo cambio de registro nos sorprenderá en futuras entregas.
Jonás, el protagonista de Siberia, es un escritor sin éxito que ronda los treinta años. Un tumor cerebral lo enfrentó hace algunos meses a la novedosa perspectiva de su propia mortalidad, y ahora, ya recuperado, lucha con la escritura de su segunda novela al tiempo que intenta habituarse de nuevo a la vida. Sus días transcurren en una rutina de bares, de soledad y de largas sesiones infructuosas frente a la pantalla del ordenador, que apenas le dejan otra cosa que una serie de párrafos inútiles y un miedo creciente a haber perdido para siempre la capacidad de escribir. En su vida, más allá de esa novela esquiva, hay una novia fantasmal que cada día que pasa se aleja un poco más de su lado, un editor insatisfecho con las ventas de su libro anterior, un par de amistades episódicas fomentadas por el alcohol y la cocaína y un buen amigo, acaso el único, que vive fascinado por las explosiones nucleares que le ofrecen los archivos de Youtube. Una agenda con los nombres de las mujeres que alguna vez pasaron por su vida le sirve por un tiempo de enlace con el mundo exterior, pero esos intentos de comunicación con el otro sexo, que lo son a la vez con su propio pasado, acabarán derivando en una sucesión de decepciones, de fracasos y aun de desprecios que conducirán finalmente a la terrible escena central del libro. Así, la Siberia que da título a la novela que Jonás intenta sin éxito escribir es la imagen perfecta de la situación en la que él mismo se encuentra cuando lo conocemos. Un gélido exilio mental, emocional y afectivo, sin más horizonte a la vista que la pantalla en blanco de su ordenador ni otras voces que las que su propia imaginación le ofrece en forma de sueños, de alucinaciones y de inútiles líneas de diálogo. Un páramo desolado donde el bloqueo creativo que padece no es, ni con mucho, el más grave de los problemas que le acechan.
Dividida en tres partes claramente diferenciadas tanto por su estilo como por su carga simbólica y referencial, pero atravesadas todas ellas por una serie de recurrencias muy bien sostenidas, la estructura de Siberia nos propone un viaje de la tercera a la primera persona que es también, paradójicamente, un viaje del interior al exterior –de Madrid a Yecla; del centro a la periferia; de la literatura a la vida– que el personaje principal de la novela se ve forzado a realizar como consecuencia de ese citado acto imprevisto y terrible que nos aguarda en el corazón de la novela: la violación de una mujer borracha al cabo de una noche de fiesta. Este hecho, que sucede casi por sorpresa al inicio de la segunda parte del libro y que se despacha en unos pocos párrafos, arroja sin embargo su luz oscura sobre todo el conjunto de la obra, desde su mismo inicio hasta el breve epílogo que la cierra, y ordena en torno a su pura incongruencia —la violación es producto menos del instinto o del deseo que de una especie de desconexión mental, y resulta en cierto modo inconsciente e involuntaria; como dice el narrador, «se dio cuenta de que estaba violando a Sofía unos instantes después que ella»— la deriva vital de Jonás, ese escritor que ya no escribe y que ahora deberá purgar también el pecado que no sabe cómo ni por qué ha cometido. El crimen, la culpa, el remordimiento, el horror ante el propio delito: Siberia se convierte así en algo más que un símbolo del aislamiento emocional al que nuestro personaje se ha visto reducido tras su vuelta a la vida después del tumor, y que le ha llevado, en última instancia, a cometer ese acto inexplicable. Siberia, ahora, es también el lugar del exilio multiforme al que tal acto necesariamente habrá de conducirle.
Volviendo a la llamativa distancia que separa los dos libros publicados hasta el momento por Juan Soto Ivars, podemos decir que allí donde La conjetura de Perelmán apostaba por la narración pura, por el ritmo trepidante, por la primacía del argumento sobre los personajes y del compulsivo pasar páginas en busca de la sorpresa final sobre la lectura pausada y reflexiva, Siberia nos propone un texto que se complace en la digresión, en la exploración atenta de la subjetividad, en la meditación sobre las complejas relaciones entre vida y escritura y, por encima de todo, en la lenta construcción de un personaje al que apenas le sucede nada narrable, nada al menos que no suceda dentro de los límites de su propia intimidad dañada, pero al que la prosa de Soto Ivars —tensa, arriesgada, pródiga en sorpresas y en hallazgos verbales— nos obliga a acompañar con la respiración sostenida hasta el final de su viaje. Dos modelos —a primera vista— diferentes de literatura que acaso no tienen por qué serlo, y que conviven con igual eficacia en manos de un escritor que, a pesar de su juventud, exhibe ya la mezcla exacta de oficio, de talento y de visión personal que define a esa clase de novelistas a los que realmente vale la pena atender.
Jonás, el protagonista de Siberia, es un escritor sin éxito que ronda los treinta años. Un tumor cerebral lo enfrentó hace algunos meses a la novedosa perspectiva de su propia mortalidad, y ahora, ya recuperado, lucha con la escritura de su segunda novela al tiempo que intenta habituarse de nuevo a la vida. Sus días transcurren en una rutina de bares, de soledad y de largas sesiones infructuosas frente a la pantalla del ordenador, que apenas le dejan otra cosa que una serie de párrafos inútiles y un miedo creciente a haber perdido para siempre la capacidad de escribir. En su vida, más allá de esa novela esquiva, hay una novia fantasmal que cada día que pasa se aleja un poco más de su lado, un editor insatisfecho con las ventas de su libro anterior, un par de amistades episódicas fomentadas por el alcohol y la cocaína y un buen amigo, acaso el único, que vive fascinado por las explosiones nucleares que le ofrecen los archivos de Youtube. Una agenda con los nombres de las mujeres que alguna vez pasaron por su vida le sirve por un tiempo de enlace con el mundo exterior, pero esos intentos de comunicación con el otro sexo, que lo son a la vez con su propio pasado, acabarán derivando en una sucesión de decepciones, de fracasos y aun de desprecios que conducirán finalmente a la terrible escena central del libro. Así, la Siberia que da título a la novela que Jonás intenta sin éxito escribir es la imagen perfecta de la situación en la que él mismo se encuentra cuando lo conocemos. Un gélido exilio mental, emocional y afectivo, sin más horizonte a la vista que la pantalla en blanco de su ordenador ni otras voces que las que su propia imaginación le ofrece en forma de sueños, de alucinaciones y de inútiles líneas de diálogo. Un páramo desolado donde el bloqueo creativo que padece no es, ni con mucho, el más grave de los problemas que le acechan.
Dividida en tres partes claramente diferenciadas tanto por su estilo como por su carga simbólica y referencial, pero atravesadas todas ellas por una serie de recurrencias muy bien sostenidas, la estructura de Siberia nos propone un viaje de la tercera a la primera persona que es también, paradójicamente, un viaje del interior al exterior –de Madrid a Yecla; del centro a la periferia; de la literatura a la vida– que el personaje principal de la novela se ve forzado a realizar como consecuencia de ese citado acto imprevisto y terrible que nos aguarda en el corazón de la novela: la violación de una mujer borracha al cabo de una noche de fiesta. Este hecho, que sucede casi por sorpresa al inicio de la segunda parte del libro y que se despacha en unos pocos párrafos, arroja sin embargo su luz oscura sobre todo el conjunto de la obra, desde su mismo inicio hasta el breve epílogo que la cierra, y ordena en torno a su pura incongruencia —la violación es producto menos del instinto o del deseo que de una especie de desconexión mental, y resulta en cierto modo inconsciente e involuntaria; como dice el narrador, «se dio cuenta de que estaba violando a Sofía unos instantes después que ella»— la deriva vital de Jonás, ese escritor que ya no escribe y que ahora deberá purgar también el pecado que no sabe cómo ni por qué ha cometido. El crimen, la culpa, el remordimiento, el horror ante el propio delito: Siberia se convierte así en algo más que un símbolo del aislamiento emocional al que nuestro personaje se ha visto reducido tras su vuelta a la vida después del tumor, y que le ha llevado, en última instancia, a cometer ese acto inexplicable. Siberia, ahora, es también el lugar del exilio multiforme al que tal acto necesariamente habrá de conducirle.
Volviendo a la llamativa distancia que separa los dos libros publicados hasta el momento por Juan Soto Ivars, podemos decir que allí donde La conjetura de Perelmán apostaba por la narración pura, por el ritmo trepidante, por la primacía del argumento sobre los personajes y del compulsivo pasar páginas en busca de la sorpresa final sobre la lectura pausada y reflexiva, Siberia nos propone un texto que se complace en la digresión, en la exploración atenta de la subjetividad, en la meditación sobre las complejas relaciones entre vida y escritura y, por encima de todo, en la lenta construcción de un personaje al que apenas le sucede nada narrable, nada al menos que no suceda dentro de los límites de su propia intimidad dañada, pero al que la prosa de Soto Ivars —tensa, arriesgada, pródiga en sorpresas y en hallazgos verbales— nos obliga a acompañar con la respiración sostenida hasta el final de su viaje. Dos modelos —a primera vista— diferentes de literatura que acaso no tienen por qué serlo, y que conviven con igual eficacia en manos de un escritor que, a pesar de su juventud, exhibe ya la mezcla exacta de oficio, de talento y de visión personal que define a esa clase de novelistas a los que realmente vale la pena atender.
* Daniel Sánchez Pardos (Barcelona, 1979) es autor de las novelas El jardín de los curiosos (Bohodón, 2010) y El cuarteto de Whitechapel. Con esta segunda obtuvo el V Premio Tormenta al mejor Autor Revelación.
Juan Soto Ivars: "La vida del inédito es muy difícil"
Entrevista de María Dolores García Pastor
–Estoy convencida de que, a partir de ahora, para sus lectores Siberia dejará de ser un lugar para convertirse en algo más pero, ¿qué es exactamente? ¿Un estado de ánimo? ¿La historia de un exilio autoimpuesto? ¿La crónica de una depresión?
Siberia era sinónimo de destierro en la Unión Soviética. Resulta que la cárcel puede ser un lugar sin muros, una extensión demasiado amplia como para pensar en escapar, una anulación del deseo de huida. Las encerronas en la vida son así, desde una depresión misteriosa al sentimiento de culpa más concreto y justificado significan un encierro en el todo, una reclusión en el espacio infinito que es la capacidad de elegir cuando la iniciativa y el empuje faltan. Quien se siente encerrado en Madrid con toda la vida por delante y en pleno siglo XXI está en una Siberia invisible. Puede echar a caminar hacia la salvación pero algo se lo impide. Esta es la Siberia que quise cristalizar.
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