Fernando Sanmartín
Fima Invitada
En el mundo del arte sigue habiendo, por fortuna, disolventes contra la tontería. Los encuentro, a veces, en pintores que se alejan de lo retórico, de lo espeso, incluso de lo conceptual; pintores que hacen de la realidad un discurso honesto. Uno de esos artistas es el aragonés Pepe Cerdá («Creo en la pintura en la misma medida que el príncipe Felipe cree en la Monarquía»), abrigado con sus paisajes y retratos, admirador de Sorolla, Morandi o Moreno Carbonero, del que un escritor y periodista, Julio José Ordovás, alejado de cualquier ditirambo, ha hecho un pequeño atlas o álbum personal para atrapar lo que hay en su obra pictórica de los años más recientes.
Julio José Ordovás sabe insonorizar lo superfluo. Desde la primera página de este libro se evidencia. Y por eso nos topamos de frente con esta afirmación: «Cerdá aprendió a pintar como los leones aprenden a cazar: para comer». Pero Ordovás articula aquí una suma de breves ensayos que reflejan la esencia de muchas conversaciones mantenidas con Cerdá, añadiendo el resultado de una observación minuciosa centrada tanto en su personalidad, que nada tiene de silla abatible, como en ese misterio que supone pintar lo que uno ve, lo cercano, los otros.
Ordovás, mientras nos habla de la gasolinera de Villamayor que una y otra vez pinta Cerdá, igual que Monet lo hacía con la catedral de Rouen, desliza que ese espacio Repsol puede ser el icono que destella en la noche con la intensidad de un faro; mientras explica que este artista pinta retratos porque le gusta la gente, retratos resueltos en alguna ocasión con pocas pinceladas, matiza que conocer a los demás es la única forma que tiene uno de llegar a conocerse; mientras, con Alfred Sisley de transfondo, analiza cómo ha ido ganando terreno, de forma progresiva, el cielo en los cuadros de Cerdá, indica que esos cielos hechos por este autor se cierran y abren sobre la tierra como la tapa de un ataúd. Y añade que a Pepe Cerdá le gusta citar a Chesterton; y que la luz, para él, es un ser vivo con sus sentimientos y pasiones; y que no hay atisbos de duda cuando señala que «decir de un cuadro que parece una fotografía es como decir de una flor que parece de plástico».
La pintura no ha muerto. La buena pintura nos embiste. También, eso sí, nos embisten de otra forma el simulacro, la farsa, el vacío, la falta de verdad y la pereza de no ir más allá. Ordovás sabe todo eso y ha derramado unas páginas de escritura lúcida para adentrarnos en el mundo personal y creativo de Pepe Cerdá, recreándolo como si viéramos sus lienzos en la galería les Singuliers de París o en la galería zaragozana Carlos Gil de la Parra, interpretando un lenguaje pictórico sencillo, realista, apasionado y vital, donde lo evidente nos inunda porque una inundación es lo visible, lo que rompe y empuja, incluso la metáfora de Lacan emborrachando a Benjamin.
Ordovás no usa circunloquios ni elipsis, no utiliza palabrería de monje zen, no modela párrafos insulsos, porque su experiencia con un pintor que ama profundamente lo que hace es la esencia y objeto de este libro. Y Ordovás, sin encerar palabras y desde un existencialismo singular («la vida, como el tiovivo: crees que avanzas, pero solo das vueltas»), nos ha dado aquí las referencias esenciales de un pintor que ilumina lo que otros oscurecen.
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