Inés Matute
Papel carbón, un libro extraordinario que recomiendo sin ningún género de dudas, es en realidad un 2x1. Dos libros en uno, para entendernos. Tres noches de corbata, que da título a un cuento y al primer libro publicado originalmente en Lima en 1987, y A Troya, Helena, que vio la luz en Bilbao en 1993. ¿De dónde le viene el título? Nos cuenta el autor que dado que en su día entregó a la editorial los manuscritos originales, sólo conserva de ellos lo que él denomina los “predigitales”, es decir, la copia en papel carbón. Un procedimiento de otro tiempo del que queda memoria —como cuenta Iwasaki en el prólogo— en el CC (Carbon Copy) de nuestros programas de correo electrónico. Supongo que más de uno habrá pensado que ese cotidiano “C.C” significaba “con copia”. ¡Nunca es tarde para aprender algo nuevo!
No deja de parecerme curioso que el autor, para esta cuidadísima edición de Páginas de Espuma, haya respetado hasta la última coma sin ceder a la tentación de retocarlos, mejorarlos, hacerlos madurar a golpe de tachadura. Es posible que esta frescura sea parte del éxito de todo el conjunto. Yo, personalmente, le agradezco el gesto. Nunca he creído en la efectividad de las ampollas de belleza instantánea, y tampoco en las obras que, para seducirnos, recurren al parcheo.
Hacer un viaje al pasado de la mano de Iwasaki resulta cuando menos sorprendente. El primer escalón de ese pasado lo forman los relatos que, al haber sido escritos a finales de los ochenta y principios de los noventa, nos hablan de los tics y los colores de aquellos años; el segundo escalón, aunque fechado en la misma época, nos retrotrae a un pasado más remoto, precolombino. Un claro ejemplo de este retorno a los orígenes lo encontramos en el cuento protagonizado por el extravagante profesor Denegri (“El tiempo del mito”), seducido por los rituales esotéricos.
La infancia, como lugar mágico donde se forjan los perfiles de los monstruos que en ocasiones nos persiguen de por vida, es visitado una y otra vez; “las chachas nos contaban historias terribles”, confiesa Iwasaki al hablar de criaturas demoníacas que toman cuerpo y voz gracias a las sirvientas que le asisten en la casa. Creo necesario destacar, dentro de este mismo apartado de relatos de infancia, el cuento “Tres noches de corbata”, en el que una niñera aterroriza a un chaval contándole historias del Chullachaqui, un demonio que se acerca tocando un tamborcito mientras da vueltas a tu alrededor hasta matarte. De más está decir que la tensión crece renglón a renglón; el propio lector se descubre olfateando el aire, donde empieza a percibir notas de azufre.
Pero no todo son demonios y chachas malintencionadas. También hay historias realmente calientes —“Hawai, cinco y medio”, tardes de sol y tendido— “En los adentros del toro”, encuentros y desencuentos entre generaciones —“La otra batalla del Ayacucho”o “El sendero de los durmientes”— y mucha selva peruana y erotismo. Me gustaría destacar, por otro lado, el minucioso trabajo de reconstrucción del habla popular. La voz del personaje está presente en todos los relatos, donde se recrea el castellano de los tiempos del virreinato, el acento sevillano (muy logrado; se ve que a Iwasaki le fascina esta tierra) o el lenguaje taurino, que según el autor aprendió gracias a las crónicas de Joaquín Vidal en El País.
Personalmente, los cuentos que más me han gustado han sido aquellos donde el erotismo, dulzón y transoceánico, trasgresor a su manera, te golpean en la cara como una bofetada. Lo decía Apolodoro y lo recupera Iwasaki: «Una sola parte de diez goza el hombre, las diez satisface la mujer deleitando su mente».
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