Sofía Castañón
Si alguna vez se pensó en la escritura como terapia, llega Mary Jo Bang a extender el dolor. No hay cura. No hay plaquetas. Esta herida se derrama delicada y contundente (porque pueden convivir los dos estados) y nada la cierra. No el tiempo, un ciclo como un año que es muchos años. No la poesía. No el orden, que es orden a su manera. «Tuve una vida. Después un asesinato de ángeles cobardes/ que aparecieron vestidos de cuervos.» Drama sin catarsis. Explosión, pero no alivio. Como si algo pudiera doler, y doler, y no hacer otra cosa más que seguir doliendo. “Estos pájaros comen y comen. Todo se lo comen”.
La purga del psicoanálisis no existe. Algo se ha roto y está roto. Queda la culpa, el análisis pormenorizado de los roles. El hijo muerto por sobredosis —primer golpe de cada poema de este libro— convertido en actor de su propia tragedia. «NO hay nada peor/ que este último acto en el que desapareces/ tras la cortina de la catástrofe de tu adicción./ Mira qué acto/ más sencillo. Y ahora ya no hay más». En el espacio poético, ella y él, como geografías que padecen: «Distancia y todo/ eran simplemente ideas. Ambos una tierra/ prometida y hueca./ (Por favor, existe). Y una equivocación, aquí estamos,/ le dijo ella a la urna junto a su mesa,/ y aquí seguiremos, continuamente,/ viviendo en el reino de la simultaneidad.» Las voces se mezclan, los quiero y los hice y los fuimos de madre e hijo se contaminan, como hacen las cosas en la memoria cuando ésta tiende a ser en espiral. «Se acerca un niño de cuatro años como ejemplo/ de dónde se dejó abierta la puerta de la vida por un instante./ Cae el tiempo hora tras hora hasta que amanece de nuevo./ Hay cristales para mirar a través, otros para ver hacia dentro./ Cada silueta es una jaula de un modo u otro.» La autora se presenta a sí misma desde una tercera persona, alejada, a la que no se puede abrazar porque no busca compasión, sino que padezcamos un poco así, sin el daño pero con la piel, por un momento.
El escritor Jaime Priede, a quien se debe la cuidada traducción al castellano de esta edición bilingüe, resalta que cuando “un dolor como éste se cruza con un talento como el de Mary Jo Bang provoca la lucidez emocional de eso que identificamos como arte”. Y es cierto: en el modo en el que Bang plasma el dolor no hay exceso pero sí crudeza. No hay salpicaduras de nada, pero al leerla quedamos tintados por dentro. Las palabras no gotean, pero al abrirlas son cáscaras de un animal marino enfermo por haber tragado fuel. «Lo que ella había querido decir es que/ el cuerpo como ceniza es insuficiente.»
No es que en los poemas de Mary Jo Bang no haya aprendizaje. Es que la autora sabe que el dolor no cesa, que tan sólo se transforma. Que aprender de la pérdida no es perder menos.
La purga del psicoanálisis no existe. Algo se ha roto y está roto. Queda la culpa, el análisis pormenorizado de los roles. El hijo muerto por sobredosis —primer golpe de cada poema de este libro— convertido en actor de su propia tragedia. «NO hay nada peor/ que este último acto en el que desapareces/ tras la cortina de la catástrofe de tu adicción./ Mira qué acto/ más sencillo. Y ahora ya no hay más». En el espacio poético, ella y él, como geografías que padecen: «Distancia y todo/ eran simplemente ideas. Ambos una tierra/ prometida y hueca./ (Por favor, existe). Y una equivocación, aquí estamos,/ le dijo ella a la urna junto a su mesa,/ y aquí seguiremos, continuamente,/ viviendo en el reino de la simultaneidad.» Las voces se mezclan, los quiero y los hice y los fuimos de madre e hijo se contaminan, como hacen las cosas en la memoria cuando ésta tiende a ser en espiral. «Se acerca un niño de cuatro años como ejemplo/ de dónde se dejó abierta la puerta de la vida por un instante./ Cae el tiempo hora tras hora hasta que amanece de nuevo./ Hay cristales para mirar a través, otros para ver hacia dentro./ Cada silueta es una jaula de un modo u otro.» La autora se presenta a sí misma desde una tercera persona, alejada, a la que no se puede abrazar porque no busca compasión, sino que padezcamos un poco así, sin el daño pero con la piel, por un momento.
El escritor Jaime Priede, a quien se debe la cuidada traducción al castellano de esta edición bilingüe, resalta que cuando “un dolor como éste se cruza con un talento como el de Mary Jo Bang provoca la lucidez emocional de eso que identificamos como arte”. Y es cierto: en el modo en el que Bang plasma el dolor no hay exceso pero sí crudeza. No hay salpicaduras de nada, pero al leerla quedamos tintados por dentro. Las palabras no gotean, pero al abrirlas son cáscaras de un animal marino enfermo por haber tragado fuel. «Lo que ella había querido decir es que/ el cuerpo como ceniza es insuficiente.»
No es que en los poemas de Mary Jo Bang no haya aprendizaje. Es que la autora sabe que el dolor no cesa, que tan sólo se transforma. Que aprender de la pérdida no es perder menos.
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