Páginas de Espuma, Madrid, 2010. 189 pp. 16 €
Ignacio Sanz
A Medardo Fraile lo relaciono siempre con Carmen Martín Gaite, que en Lisboa, en el año 1992, me hablaba con mucho cariño de él. Un día y otro día. No permitía que cuando se hacía recuento de los miembros de su generación quedara orillado. Y es que, en aquella semana salpica de conversaciones informales, tendíamos a hablar de Sánchez Ferlosio, de la Matute, de Marsé, Aldecoa, Fernández Santos y no nos acordábamos de Medardo Fraile que andaba y anda aún por Inglaterra. Acaso ese alejamiento físico le ha convertido en un escritor en la retaguardia de la visibilidad. Y sólo los más enterados tenían noticia exacta de él. La publicación de sus cuentos completos en Páginas de Espuma y, en mi caso, la pasión con la que me habló de él Hipólito G. Navarro, otro gran cuentista de nuestros días, me despertó la curiosidad por su obra. Confieso que hasta ahora solo había leído cuentos sueltos suyos, entre ellos “El álbum”, por recomendación expresa de Hipólito, que tiene por uno de los grandes cuentos de nuestra literatura.
Pues bien, yo le aconsejaría ahora a Hipólito Navarro que leyera “Corte de historias”, incluido en la segunda parte del libro que reseño. ¡Vaya cuento! Lo estaba leyendo encerrado en la habitación de mi casa y me hizo reír con tal estrépito que vinieron los familiares empujados por la curiosidad para saber qué estaba pasando ahí dentro, a cuento de qué venían aquellas risas. Y no pasaba nada, salvo eso, un lector que asiste con asombro a lo que le están contando. ¿Pero qué es lo que provoca la risa? Quizá sea la sutileza, esa manera de contar con tanta sutileza la vida menguante del peluquero que protagoniza el relato. Y digo la sutileza, pero podría decir la retranca, el espíritu zumbón que gasta el pueblo acostumbrado a perder y, pese a todo, a seguir adelante con su picaresca porque desesperarse y maldecir con palabras gruesas no sirve más que para llevarse uno un berrinche.
No todos los cuentos provocan la risa, por supuesto. El libro está dividido en dos partes y la primera tiene como hilo conductor las aulas, la escuela, el instituto o la universidad. Algunos de estos relatos están teñidos de melancolía, otros de cierta nostalgia y alguno de nihilismo, como si el autor no fuera ajeno a la época que está retratando, enmarcada por la pobreza de la posguerra. Destacaría dos de los relatos: “No sé lo que tú piensas” y “El sillón”.
Pero no hay relatos que flaqueen. El libro entero es una joya. Me avergüenzo de haber llegado tan tarde al conocimiento de este autor que escribe con una maestría que me recuerda a Antonio Pereira, otro de los grandes cuentistas españoles, nacido como Fraile en 1925. Como él maneja el lenguaje con tal soltura y refinamiento que parece que es el pueblo quintaesenciado el que habla cuando hablan los personajes. Qué delicia. Se me habían olvidado ciertas expresiones típicamente madrileñas que aquí salen a relucir no para dar una nota de casticismo, sino de autenticidad. En definitiva, estamos ante un maestro del cuento y este libro, que en la segunda parte se diversifica, es el mejor testimonio de su grandeza.
Ignacio Sanz
A Medardo Fraile lo relaciono siempre con Carmen Martín Gaite, que en Lisboa, en el año 1992, me hablaba con mucho cariño de él. Un día y otro día. No permitía que cuando se hacía recuento de los miembros de su generación quedara orillado. Y es que, en aquella semana salpica de conversaciones informales, tendíamos a hablar de Sánchez Ferlosio, de la Matute, de Marsé, Aldecoa, Fernández Santos y no nos acordábamos de Medardo Fraile que andaba y anda aún por Inglaterra. Acaso ese alejamiento físico le ha convertido en un escritor en la retaguardia de la visibilidad. Y sólo los más enterados tenían noticia exacta de él. La publicación de sus cuentos completos en Páginas de Espuma y, en mi caso, la pasión con la que me habló de él Hipólito G. Navarro, otro gran cuentista de nuestros días, me despertó la curiosidad por su obra. Confieso que hasta ahora solo había leído cuentos sueltos suyos, entre ellos “El álbum”, por recomendación expresa de Hipólito, que tiene por uno de los grandes cuentos de nuestra literatura.
Pues bien, yo le aconsejaría ahora a Hipólito Navarro que leyera “Corte de historias”, incluido en la segunda parte del libro que reseño. ¡Vaya cuento! Lo estaba leyendo encerrado en la habitación de mi casa y me hizo reír con tal estrépito que vinieron los familiares empujados por la curiosidad para saber qué estaba pasando ahí dentro, a cuento de qué venían aquellas risas. Y no pasaba nada, salvo eso, un lector que asiste con asombro a lo que le están contando. ¿Pero qué es lo que provoca la risa? Quizá sea la sutileza, esa manera de contar con tanta sutileza la vida menguante del peluquero que protagoniza el relato. Y digo la sutileza, pero podría decir la retranca, el espíritu zumbón que gasta el pueblo acostumbrado a perder y, pese a todo, a seguir adelante con su picaresca porque desesperarse y maldecir con palabras gruesas no sirve más que para llevarse uno un berrinche.
No todos los cuentos provocan la risa, por supuesto. El libro está dividido en dos partes y la primera tiene como hilo conductor las aulas, la escuela, el instituto o la universidad. Algunos de estos relatos están teñidos de melancolía, otros de cierta nostalgia y alguno de nihilismo, como si el autor no fuera ajeno a la época que está retratando, enmarcada por la pobreza de la posguerra. Destacaría dos de los relatos: “No sé lo que tú piensas” y “El sillón”.
Pero no hay relatos que flaqueen. El libro entero es una joya. Me avergüenzo de haber llegado tan tarde al conocimiento de este autor que escribe con una maestría que me recuerda a Antonio Pereira, otro de los grandes cuentistas españoles, nacido como Fraile en 1925. Como él maneja el lenguaje con tal soltura y refinamiento que parece que es el pueblo quintaesenciado el que habla cuando hablan los personajes. Qué delicia. Se me habían olvidado ciertas expresiones típicamente madrileñas que aquí salen a relucir no para dar una nota de casticismo, sino de autenticidad. En definitiva, estamos ante un maestro del cuento y este libro, que en la segunda parte se diversifica, es el mejor testimonio de su grandeza.
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