Pedro M. Domene
Mijail Bajtin preconizaba acerca de los procesos discursivos y calificaba las cartas y los diarios literarios como textos primarios dada su condición de comunicación inmediata. Sin duda, estos enunciados reflejan unas condiciones específicas no solo por su contenido y su estilo, sino por los recursos empleados, tanto léxicos como fraseológicos, pero sobre todo por su configuración y la estructuración que proporcionan a un relato. La literatura clásica convirtió narraciones epistolares en falsas autobiografías, y notables como Dostoievski, Choderlos de Laclos o Richardson escribieron algunas de sus mejores novelas ensayando este género. Vivimos, no obstante, los tiempos de los SMS, los mensajes hiperbreves de las redes sociales, el facebook y el twitter y, sin duda, aventurarse a escribir una novela, como Correspondencias (2010), un ejercicio sin preámbulo alguno, que ofrece un mensaje y compromete a un destinatario, ensaya un hilo narrativo, consigue hilvanar toda una historia, y aspira a una coherencia del conjunto, dice mucho de su autor, el argentino Hugo Abbati, médico psiquiatra, autor teatral y cuentista que ahora se estrena como novelista y nos propone un juego, tanto verbal como estructural. Dos viejos amigos, Ale y Tomás, reinician una antigua relación e intercambian una fluida correspondencia desde el aislamiento en que viven cada uno y lo hacen, además, con el narrador Abbati como mediador puesto que, de alguna manera, construye su novela como una revelación y pone en boca de sus personajes aquello que ambos quisieran decirse si estuvieran en condiciones de hablar directamente. Se trata, por consiguiente, y así lo suponemos, de una acción mediadora, capaz de equilibrar una balanza que podría inclinarse a cualquiera de los dos extremos de ese derrumbamiento progresivo en que se van sumiendo los protagonistas, aunque si el autor no hubiera optado por esta técnica, presupondríamos una comunicación total, o en su defecto una auténtica incomunicación, porque esta relación epistolar sirve, en realidad, de puente que anula esas distancias, o las barreras impuestas de un pasado vivido y, en ocasiones, como leemos, perdido para siempre.
El incremento de la ambigüedad psicológica de Correspondencias corre paralelo al énfasis argumental en que se concreta, se va desvelando esa amistad juvenil, junto a otras desechadas que muestran el contraste en la evolución que han experimentado las vidas de sus protagonistas, y se añaden las de quienes de alguna manera han influido en ese comportamiento: Tomás y su relación investigadora con Baumberg, su jefe, y de otro Ale y su relación familiar, especialmente con Ana, su esposa. El primer amigo irá relatando progresivamente y acentuando su derrumbe, además, de la presión social y científica, salvados algunos buenos momentos con otros compañeros, caso del rumano Carol o la francesa, Catherine. El segundo, descubrirá tras el cruce de cartas, el fracaso profesional y familiar que desembocará en un imperdonable abandono.
Sobresale en Correspondencias un curioso narrador epistolar que usa el lenguaje para quejarse de lo inadecuado que le resulta la comunicación, se muestra comprometido en la interpretación de una trama y lo mejor es que, a lo largo de estas páginas, se desvela el auténtico trauma de esa interpretación misma. Tanto es así que la estructura circular de las cartas reafirma la función que se le atribuye desde el principio: en este caso reanudar una antigua amistad, y Tomás lo irá haciendo progresivamente, recordando los buenos momentos, porque a medida que se afianza en su posición, la letra escrita constituye para él un medio de desahogo y de liberación puesto que, en la reconstrucción de ese pasado y en la exposición del mismo, encuentra el modo de reducir la tensión y el vacío de los años experimentados a lo largo de su vida, vinculado exclusivamente a su obsesiva visión investigadora de virus y proteínas. Ale es la víctima que constata su propia negación a través de esta relación epistolar, su insuficiencia y la ambigüedad final de su existencia.
El incremento de la ambigüedad psicológica de Correspondencias corre paralelo al énfasis argumental en que se concreta, se va desvelando esa amistad juvenil, junto a otras desechadas que muestran el contraste en la evolución que han experimentado las vidas de sus protagonistas, y se añaden las de quienes de alguna manera han influido en ese comportamiento: Tomás y su relación investigadora con Baumberg, su jefe, y de otro Ale y su relación familiar, especialmente con Ana, su esposa. El primer amigo irá relatando progresivamente y acentuando su derrumbe, además, de la presión social y científica, salvados algunos buenos momentos con otros compañeros, caso del rumano Carol o la francesa, Catherine. El segundo, descubrirá tras el cruce de cartas, el fracaso profesional y familiar que desembocará en un imperdonable abandono.
Sobresale en Correspondencias un curioso narrador epistolar que usa el lenguaje para quejarse de lo inadecuado que le resulta la comunicación, se muestra comprometido en la interpretación de una trama y lo mejor es que, a lo largo de estas páginas, se desvela el auténtico trauma de esa interpretación misma. Tanto es así que la estructura circular de las cartas reafirma la función que se le atribuye desde el principio: en este caso reanudar una antigua amistad, y Tomás lo irá haciendo progresivamente, recordando los buenos momentos, porque a medida que se afianza en su posición, la letra escrita constituye para él un medio de desahogo y de liberación puesto que, en la reconstrucción de ese pasado y en la exposición del mismo, encuentra el modo de reducir la tensión y el vacío de los años experimentados a lo largo de su vida, vinculado exclusivamente a su obsesiva visión investigadora de virus y proteínas. Ale es la víctima que constata su propia negación a través de esta relación epistolar, su insuficiencia y la ambigüedad final de su existencia.
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