Ángeles Prieto
Podríamos afirmar que son mayoría los escritores noveles que optan por iniciarse con novelas históricas, quizá motivados por el apoyo y las ayudas de una industria editorial que establece como comprador-tipo a un lector mayoritariamente femenino y de mediana edad, dispuesto a invertir su tiempo de ocio en mejorar su formación cultural. Y por otra parte los autores, incitados por el señuelo de empezar su currículum con un pelotazo, como si la literatura fuera un cursus honorum cinematográfico, nada ven más plausible que acogerse a la disciplina histórica, para la que se dispone hoy en día de todo tipo de fuentes a la hora de obtener la documentación necesaria, aunque conseguir la verosimilitud debida sea tarea mucho más complicada de lo que parece. Pero es así como se llega al momento actual donde podemos fácilmente encontrar en el mercado español centenares de novelas históricas, basadas siempre en la reproducción más o menos afortunada de hechos conocidos, y salteadas de contados lances de folletín entre héroes, amadas y villanos de distinto pelaje y cartón piedra, confeccionados para la ocasión, que sirvan de narradores, atrezzo o testigos de lo que dieron las crónicas antiguas como verdadero.
Un género en el que los novelistas anglosajones nos llevan considerable distancia por sus especializaciones como creadores de largas sagas literarias, bien por épocas que dominan (Saylor, Cornwell, McCullough) bien por disciplinas concretas como la navegación (O’Brian), o bien por la creación de personajes originales, como el Marco Didio Falco de Lindsay Davis que se pasea por el siglo I acompañado por su suegra, o el Flashman de George MacDonald Fraser, antihéroe decimonónico por excelencia. Todo esto sin aludir, ni alcanzar, a los grandes clásicos de la disciplina como Waltari, Mújica Láinez, Carpentier, Yourcenar o Eco.
Mientras, en España, de los centenares de autores antes aludidos, son contados los que conocen bien la época y los escenarios en los que trabajan, creyendo que basta sólo con documentarse bien sobre un tema a la moda o de Centenario, rarísimos los que realizan algún tipo de penetración psicológica sobre sus personajes y excepcionales aquellos capaces de mezclar varios géneros distintos, alejándose de etiquetas fijas en la narrativa, como marcas de detergente.
Pues bien, con Fernando de Rojas, autor de la Celestina, ha iniciado Luis García Jambrina una nueva saga literaria en España que participa de todas estas cualidades fantásticas y sorprendentes. Pues este personaje desconocido salvo cuatro pinceladas (nacido en Puebla de Montalbán, joven bachiller en Salamanca, judío converso y abogado en ejercicio), le ha servido para construir un detective del siglo XVI no exento de verosimilitud, sapiencia sin alardes, trama compleja y diversión garantizada para el lector que tenga a bien delectare et prodesse, aprender de manera entretenida, como hicimos todos con El nombre de la rosa sobre los monasterios medievales. Aunque también podríamos asegurar que la verdadera protagonista de esta saga, la que nos seduce, embriaga y enhechiza por sus páginas, es la ciudad de Salamanca.
Pues en la primera novela, cuyo título renombra a la ciudad, El manuscrito de piedra, tuvimos a bien pasearnos de la mano de Luis por la ciudad mítica y mágica, subterránea y oculta. Y en este Manuscrito de nieve, lo que se nos revelará es una urbe poderosa, sostenida por tensos hilos nobiliarios en constante lucha, dispuestos a romperse y teñirla de sangre. Muy necesarios y complementarios son otros sectores, bien representados en la novela, como el todopoderoso clero, los criados y la prostitución, confinada en tiempos de Cuaresma en la cercana aldea de Tejares, lugar donde hoy día se imparte y enseña (son otros tiempos) la educación vial.
En cualquier caso, no era tarea sencilla, con este Manuscrito de Nieve, otorgar continuidad al brillante Manuscrito de Piedra, novela que había elevado el tobogán lúdico de las emociones lectoras a alturas más que respetables por razones muy variadas: los conocidos personajes, la mezcla de géneros novelísticos, el pálpito de Salamanca. Y ha sido una tarea superada con éxito, aún a costa de transformar un anacrónico asesino en serie, dada la religiosidad de la época, en un verosímil contendiente para las pesquisas del sufrido y humorístico héroe. Pero no he de revelar la trama, síganla ustedes.
Un género en el que los novelistas anglosajones nos llevan considerable distancia por sus especializaciones como creadores de largas sagas literarias, bien por épocas que dominan (Saylor, Cornwell, McCullough) bien por disciplinas concretas como la navegación (O’Brian), o bien por la creación de personajes originales, como el Marco Didio Falco de Lindsay Davis que se pasea por el siglo I acompañado por su suegra, o el Flashman de George MacDonald Fraser, antihéroe decimonónico por excelencia. Todo esto sin aludir, ni alcanzar, a los grandes clásicos de la disciplina como Waltari, Mújica Láinez, Carpentier, Yourcenar o Eco.
Mientras, en España, de los centenares de autores antes aludidos, son contados los que conocen bien la época y los escenarios en los que trabajan, creyendo que basta sólo con documentarse bien sobre un tema a la moda o de Centenario, rarísimos los que realizan algún tipo de penetración psicológica sobre sus personajes y excepcionales aquellos capaces de mezclar varios géneros distintos, alejándose de etiquetas fijas en la narrativa, como marcas de detergente.
Pues bien, con Fernando de Rojas, autor de la Celestina, ha iniciado Luis García Jambrina una nueva saga literaria en España que participa de todas estas cualidades fantásticas y sorprendentes. Pues este personaje desconocido salvo cuatro pinceladas (nacido en Puebla de Montalbán, joven bachiller en Salamanca, judío converso y abogado en ejercicio), le ha servido para construir un detective del siglo XVI no exento de verosimilitud, sapiencia sin alardes, trama compleja y diversión garantizada para el lector que tenga a bien delectare et prodesse, aprender de manera entretenida, como hicimos todos con El nombre de la rosa sobre los monasterios medievales. Aunque también podríamos asegurar que la verdadera protagonista de esta saga, la que nos seduce, embriaga y enhechiza por sus páginas, es la ciudad de Salamanca.
Pues en la primera novela, cuyo título renombra a la ciudad, El manuscrito de piedra, tuvimos a bien pasearnos de la mano de Luis por la ciudad mítica y mágica, subterránea y oculta. Y en este Manuscrito de nieve, lo que se nos revelará es una urbe poderosa, sostenida por tensos hilos nobiliarios en constante lucha, dispuestos a romperse y teñirla de sangre. Muy necesarios y complementarios son otros sectores, bien representados en la novela, como el todopoderoso clero, los criados y la prostitución, confinada en tiempos de Cuaresma en la cercana aldea de Tejares, lugar donde hoy día se imparte y enseña (son otros tiempos) la educación vial.
En cualquier caso, no era tarea sencilla, con este Manuscrito de Nieve, otorgar continuidad al brillante Manuscrito de Piedra, novela que había elevado el tobogán lúdico de las emociones lectoras a alturas más que respetables por razones muy variadas: los conocidos personajes, la mezcla de géneros novelísticos, el pálpito de Salamanca. Y ha sido una tarea superada con éxito, aún a costa de transformar un anacrónico asesino en serie, dada la religiosidad de la época, en un verosímil contendiente para las pesquisas del sufrido y humorístico héroe. Pero no he de revelar la trama, síganla ustedes.
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