Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Madrid, 2009. 238 pp. 18 €.
José Luis Gómez Toré
Como pórtico de estas memorias de infancia, que acaban cuando el futuro poeta cumple catorce años, nos encontramos con un Antonio Gamoneda adulto que, tras la muerte de su madre, abre ese armario al que hace alusión el título, un armario que al mostrarnos su contenido deja también entornadas las puertas de la memoria. Resulta casi demasiado fácil establecer un paralelismo con el célebre episodio de la magdalena de Proust si no fuera porque aquí la realidad se impone sobre la ficción y porque el pasado emerge en estas páginas consciente de un espesor de sombras que la reflexión no acaba nunca de disipar. Si los lectores de Gamoneda ya sospechábamos que la infancia era uno de los pilares apenas confesados de su poesía, nos encontramos en estas memorias cómo ese mundo poético tan turbador como fascinante en el que conviven el asombro y el miedo, la crueldad y la ternura tienen mucho que ver con la mirada de este niño de la guerra y la posguerra, que empieza a descubrir un mundo en el que, ya desde sus primeros años, está demasiado presente la muerte.
Problablemente es cierto que, en todo poeta, existe un vínculo, más o menos consciente, entre la infancia como mirada inaugural y la poesía, que de algún modo intenta recrear esa mirada nueva sobre la realidad. No obstante, al igual que en sus poemarios (con excepción quizá de Cecilia, dedicado a la nieta del poeta), aquí la infancia aparece retratada sin un atisbo de idealización. Con todo, la renuncia a idealizar la niñez no implica la ausencia del mito: a pesar de la crudeza con que se nos presentan no pocos de los episodios narrados, la infancia no deja de asentar su temporalidad real en un tiempo mítico de descubrimiento de lo existente. Ni siquiera la sordidez de la posguerra puede ahogar del todo esa posibilidad del descubrimiento, el hambre de experiencias del niño que a menudo se resuelve en una confusa rebeldía ante una realidad claustrofóbica, de armarios cerrados y de puertas clausuradas a cal y canto.
El poeta en más de una ocasión se ha referido (y aquí vuelve a hacerlo) a la familiaridad de su escritura con una cultura del hambre. Esa cultura de la pobreza, tan alejada de las mitologías burguesas de la niñez, impregna con su olor a menudo asfixiante cada una de las páginas del libro. Por si quedara alguna duda, resulta evidente, tras la lectura de estas memorias, que la mirada crítica que encontramos en Blues castellano no nace de ninguna moda, sino de quien ha vivido desde dentro el mundo violento y desigual, precario y siempre amenazado de la primera posguerra. Si bien la escritura del libro gravita en torno a la experiencia personal y deja en un segundo plano el contexto histórico y político (del que el niño no podía, sino de manera muy vaga, ser consciente), la sola rememoración de los hechos no deja de constituir una denuncia implícita del franquismo así como del papel poco o nada ejemplar de la escuela nacionalcatólica.
Gamoneda sabe que «La recuperación de la memoria no puede hacerse en términos de estricta y simple pureza» y, sin embargo, la relectura que hace el adulto de la mirada del niño no supone necesariamente una deformación: el niño que descubrió la magia de las palabras en los versos del padre tempranamente muerto pervive en el adulto que comprende que la escritura, hermana de la memoria, corre el riesgo de reinventar lo vivido y que, con todo, merece la pena correr ese riesgo. Escribir es así tantear en la penumbra, hermanando el presente con el pasado. Un libro hermoso, tan turbador y tan necesario como el recuerdo.
José Luis Gómez Toré
Como pórtico de estas memorias de infancia, que acaban cuando el futuro poeta cumple catorce años, nos encontramos con un Antonio Gamoneda adulto que, tras la muerte de su madre, abre ese armario al que hace alusión el título, un armario que al mostrarnos su contenido deja también entornadas las puertas de la memoria. Resulta casi demasiado fácil establecer un paralelismo con el célebre episodio de la magdalena de Proust si no fuera porque aquí la realidad se impone sobre la ficción y porque el pasado emerge en estas páginas consciente de un espesor de sombras que la reflexión no acaba nunca de disipar. Si los lectores de Gamoneda ya sospechábamos que la infancia era uno de los pilares apenas confesados de su poesía, nos encontramos en estas memorias cómo ese mundo poético tan turbador como fascinante en el que conviven el asombro y el miedo, la crueldad y la ternura tienen mucho que ver con la mirada de este niño de la guerra y la posguerra, que empieza a descubrir un mundo en el que, ya desde sus primeros años, está demasiado presente la muerte.
Problablemente es cierto que, en todo poeta, existe un vínculo, más o menos consciente, entre la infancia como mirada inaugural y la poesía, que de algún modo intenta recrear esa mirada nueva sobre la realidad. No obstante, al igual que en sus poemarios (con excepción quizá de Cecilia, dedicado a la nieta del poeta), aquí la infancia aparece retratada sin un atisbo de idealización. Con todo, la renuncia a idealizar la niñez no implica la ausencia del mito: a pesar de la crudeza con que se nos presentan no pocos de los episodios narrados, la infancia no deja de asentar su temporalidad real en un tiempo mítico de descubrimiento de lo existente. Ni siquiera la sordidez de la posguerra puede ahogar del todo esa posibilidad del descubrimiento, el hambre de experiencias del niño que a menudo se resuelve en una confusa rebeldía ante una realidad claustrofóbica, de armarios cerrados y de puertas clausuradas a cal y canto.
El poeta en más de una ocasión se ha referido (y aquí vuelve a hacerlo) a la familiaridad de su escritura con una cultura del hambre. Esa cultura de la pobreza, tan alejada de las mitologías burguesas de la niñez, impregna con su olor a menudo asfixiante cada una de las páginas del libro. Por si quedara alguna duda, resulta evidente, tras la lectura de estas memorias, que la mirada crítica que encontramos en Blues castellano no nace de ninguna moda, sino de quien ha vivido desde dentro el mundo violento y desigual, precario y siempre amenazado de la primera posguerra. Si bien la escritura del libro gravita en torno a la experiencia personal y deja en un segundo plano el contexto histórico y político (del que el niño no podía, sino de manera muy vaga, ser consciente), la sola rememoración de los hechos no deja de constituir una denuncia implícita del franquismo así como del papel poco o nada ejemplar de la escuela nacionalcatólica.
Gamoneda sabe que «La recuperación de la memoria no puede hacerse en términos de estricta y simple pureza» y, sin embargo, la relectura que hace el adulto de la mirada del niño no supone necesariamente una deformación: el niño que descubrió la magia de las palabras en los versos del padre tempranamente muerto pervive en el adulto que comprende que la escritura, hermana de la memoria, corre el riesgo de reinventar lo vivido y que, con todo, merece la pena correr ese riesgo. Escribir es así tantear en la penumbra, hermanando el presente con el pasado. Un libro hermoso, tan turbador y tan necesario como el recuerdo.
1 comentario:
Un libro excelente, en el que te adentras en cada línea que describe antinio Gamoneda.
Manoly Naranjo.
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