jueves, agosto 27, 2009

Kabuki. Teatro tradicional japonés, Ronald Cavaye

Trad. Marián Bango Amorín. Satori, Gijón, 2008. 212 pp. 20 €

Juan Pablo Heras

El título original de este libro, publicado por primera vez en 1993, nos da la clave: Kabuki. A Pocket Guide. Lo que ha publicado Satori Ediciones, un curioso sello asturiano dedicado exclusivamente a temas japoneses, es una guía de viaje. Una guía pequeñita, sencilla, para introducirnos a nosotros, forasteros no iniciados, en el apasionante mundo del kabuki. Su autor es un pianista británico que lo conoce tan a fondo, que a veces se ha unido a los kakegoe, una especie de claque que grita a los actores en momentos muy concretos de la representación.
Si a un europeo con cierto nivel cultural se le menciona el kabuki, sabrá decir, a lo sumo, que se trata de un tipo de teatro japonés en el que todos los intérpretes son varones, incluso los que se encargan de los personajes femeninos. Por mucho que este hábito coincidiera con lo que sucedía en los escenarios del teatro isabelino inglés, el mismo en cuyo ecosistema vivió Shakespeare, es este pequeño aspecto el que más ha fascinado a los occidentales desde que la mismísima Greta Garbo corriera a los camerinos al final de una representación de kabuki para “ver el sudor” de Nakamura Utaemon VI, uno de los más célebres onnagata, que es como se llama a los actores que desempeñan papeles femeninos. Si recorremos el hilo de esta singularidad, la de los onnagata, estaremos dando los primeros pasos por una forma distinta de teatralidad, que viene a ser otra manera de entender el mundo. Veamos: el kabuki nació hacia 1603 en Kyoto, de la mano de una mujer, Okuni, que ocupó sin pedir permiso a nadie las tablas del estático y cortesano teatro noh, e introdujo una forma más vivaz de danza y teatro musical, con frecuencia ligado, en la práctica, a distintas formas de prostitución. Apelando a la moral, en 1629 las autoridades prohibieron a las mujeres aparecer en el escenario; en 1652, hicieron lo mismo con los hombres jóvenes. De modo que los onnagata, actores varones, siempre adultos y cada vez más viejos, se vieron obligados a compensar con el maquillaje y toda una batería de códigos gestuales la creciente distancia que les alejaba de la feminidad. Para cuando la dinastía Meiji abolió la prohibición, a mediados del siglo XIX, ya no era posible que las mujeres regresaran al kabuki sin transformarlo por completo: de hacerlo, hubieran debido pasar por una suerte de refeminización de su propia feminidad. El alto grado de estilización al que había llegado la interpretación de personajes femeninos por los onnagata estaba tan alejado del naturalismo, que acceder a su dominio se habría hecho imposible para cualquiera que no perteneciera a los centenarios linajes de actores que adornan con sus blasones los telones del kabuki. Y ese alto grado de codificación permite, milagrosamente, que un actor de más de setenta años interprete a una doncella de veinte y el espectador sólo consiga ver sobre el escenario a una damita tan bella como exquisitamente refinada.
Desde hace mucho tiempo, el teatro kabuki se ha cerrado, en gran medida, a la innovación, y es por eso, a la vez, un ser vivo y un fósil venido de otro tiempo: las puestas en escena son dirigidas por los actores más veteranos sin más patrones que el recuerdo de cómo les dirigieron a ellos. Los aficionados que conocen bien el repertorio esperan con ansiedad los momentos más célebres de cada obra, con frecuencia remarcados por unas poses estáticas llamadas mie, y por eso la excelencia de un intérprete se mide en lo mucho que se acerca al modelo ideal con el que se concibe cada espectáculo. Los grandes actores del kabuki son venerados en Japón hasta tal punto que muchos de sus admiradores se disputan los oshiguma, telas que los actores se imponen en la cara al final de la representación y en las que queda grabado su elaborado maquillaje. En algún caso pueden ser nombrados “Tesoro Viviente de la Nación” por el gobierno japonés, como le ocurrió a Nakamura Utaemon VI (1917-2001), el mismo que enamoró a Greta Garbo.
El autor, Ronald Cavaye, resulta un guía perfecto para esta introducción al mundo del kabuki. Tras iniciarnos en los diversos aspectos que componen el espectáculo (personajes, modos y códigos de interpretación, música, vestuario, maquillaje, atrezzo, etc.), nos resume con gran eficacia una de las obras más representativas del repertorio, Kanjincho, y tanto y tan bien nos ha preparado, que cuando leemos su narración es ya como si la estuviéramos viendo. Kanjincho, fragmento rescatado de las sagas que protagoniza el joven señor Minamoto Yoshitsune, está ambientada en un Japón legendario, situado fuera del tiempo o en un tiempo que pertenece al mito y no a la historia, en ese espacio soñado al que sólo se accede desde el escenario del kabuki.
El libro incluye una lista de teatros de distintas ciudades de Japón en los que el viajero que hasta allí llegue puede ver kabuki. Confiamos en que, en una próxima edición, los responsables de Satori añadan aún más información útil, como páginas web o teléfonos actualizados, corrijan alguna autorreferencia con la paginación equivocada y actualicen la bibliografía. Por lo demás, se trata de un libro precioso, ilustrado generosamente con abundantes fotos del kabuki actual y deliciosos grabados de tiempos pasados.

1 comentario:

Latino de Híspalis dijo...

Apetece. Apetece leer el ensayo-estudio. A ver qué tal. Recomiendo El elogio de la sombra, de Tanizaki, donde en un momento dado de su ensayo enlaza también el kabuki (de una manera más o menos trascendental) con la defensa del silencio, las tinieblas y la sombra en la cultura oriental.