Trad. Rafael Marín. Alamut, Madrid, 2009. 255 pp. 18,95 €
Julián Díez
Es fácil entender qué razones indujeron a Robert Rossen a adaptar esta novela un par de años después de su publicación. Aquí hay material arquetípico: la clase de personajes, de relato, de escenarios, que construyen leyendas contemporáneas. Y todo ello narrado con un estilo directo, afilado, con el mismo poder de sugerencia que transmitía la mirada feroz e irónica, pero vulnerable en último extremo, de un Paul Newman que iniciaba su escalada al estrellato.
En rigor, los dos sustentos del argumento son clásicos: la escalada del sastrecillo valiente, talentoso elegido del destino, hacia la meta que le está reservada, con la ayuda de un maestro; y la vida en los Estados Unidos de posguerra para gente, como el protagonista Eddie Felson, un desperado que vaga de motel en motel, en busca de dinero fácil: la clase de personas que se compraban un traje nuevo cuando había dinero y tiraban el anterior por no llevar equipaje. La oportunidad del destino que aguarda a Felson se oculta en el billar, convertido en el transcurso del relato en algo muy distinto a un juego: un campo de batalla directo, un paradigma de la lucha social en el marco de la “tierra de las oportunidades”.
Tevis consigue dotar de verosimilitud a su insólita propuesta de transformación de la vida de un buscón itinerante del billar en un viaje iniciático, gracias a su perfecto manejo de los tiempos, de las etapas de esa ruta, y a la creación de personajes. Felson, inculto y engreído, inseguro y brillante, es un héroe poco convencional pero muy humano, que camina de derrota en derrota hacia la —pírrica— victoria final.
A su lado, una especie de novia profundamente herida que simula alcoholismo para llamar la atención; un gurú con motivaciones ocultas que precipitará un final anticlimático, pero coherente con la naturaleza en el fondo siniestra del relato; rivales variopintos de toda catadura; putas, borrachos, matones; y un archienemigo, Minesota Fats, suerte de dragón a batir, grueso, sólido, profesional, impasible, tan poco convencional como el resto, e igualmente arquetípico.
Todo funciona armoniosamente —con al armonía doliente de una canción sobre perdedores de Tom Waits, quiero decir— en esta novela formidable. Walter Tevis muestra en ella que era uno de esos sólidos narradores americanos de los años cincuenta y sesenta que publicaba, pongamos por caso, la colección Reno, y que practicaban una suerte de bestseller sofisticado en el que resuenan ecos de Hemingway, Steinbeck o Chandler. Curiosamente, El buscavidas permanecía sin embargo inédita en castellano hasta la fecha. Los cincuenta años transcurridos le han dado aroma de pequeño clásico, de modélico retrato de un mundo que ya forma parte de nuestra mitología occidental.
Julián Díez
Es fácil entender qué razones indujeron a Robert Rossen a adaptar esta novela un par de años después de su publicación. Aquí hay material arquetípico: la clase de personajes, de relato, de escenarios, que construyen leyendas contemporáneas. Y todo ello narrado con un estilo directo, afilado, con el mismo poder de sugerencia que transmitía la mirada feroz e irónica, pero vulnerable en último extremo, de un Paul Newman que iniciaba su escalada al estrellato.
En rigor, los dos sustentos del argumento son clásicos: la escalada del sastrecillo valiente, talentoso elegido del destino, hacia la meta que le está reservada, con la ayuda de un maestro; y la vida en los Estados Unidos de posguerra para gente, como el protagonista Eddie Felson, un desperado que vaga de motel en motel, en busca de dinero fácil: la clase de personas que se compraban un traje nuevo cuando había dinero y tiraban el anterior por no llevar equipaje. La oportunidad del destino que aguarda a Felson se oculta en el billar, convertido en el transcurso del relato en algo muy distinto a un juego: un campo de batalla directo, un paradigma de la lucha social en el marco de la “tierra de las oportunidades”.
Tevis consigue dotar de verosimilitud a su insólita propuesta de transformación de la vida de un buscón itinerante del billar en un viaje iniciático, gracias a su perfecto manejo de los tiempos, de las etapas de esa ruta, y a la creación de personajes. Felson, inculto y engreído, inseguro y brillante, es un héroe poco convencional pero muy humano, que camina de derrota en derrota hacia la —pírrica— victoria final.
A su lado, una especie de novia profundamente herida que simula alcoholismo para llamar la atención; un gurú con motivaciones ocultas que precipitará un final anticlimático, pero coherente con la naturaleza en el fondo siniestra del relato; rivales variopintos de toda catadura; putas, borrachos, matones; y un archienemigo, Minesota Fats, suerte de dragón a batir, grueso, sólido, profesional, impasible, tan poco convencional como el resto, e igualmente arquetípico.
Todo funciona armoniosamente —con al armonía doliente de una canción sobre perdedores de Tom Waits, quiero decir— en esta novela formidable. Walter Tevis muestra en ella que era uno de esos sólidos narradores americanos de los años cincuenta y sesenta que publicaba, pongamos por caso, la colección Reno, y que practicaban una suerte de bestseller sofisticado en el que resuenan ecos de Hemingway, Steinbeck o Chandler. Curiosamente, El buscavidas permanecía sin embargo inédita en castellano hasta la fecha. Los cincuenta años transcurridos le han dado aroma de pequeño clásico, de modélico retrato de un mundo que ya forma parte de nuestra mitología occidental.
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