Trad. Ana María Bejarano. Minúscula, Barcelona, 2009. 128 pp. 12 €
Martí Sales
¿Para qué sirve la literatura?
Cuando tenía 8 años vi una pistola por primera vez. Estaba en la mesita de noche de Guedalia, un amigo de mi madre del kibutz Dvir. Se habían conocido en los sesenta, cuando mi madre se fue de viaje de bodas a Israel a trabajar tres meses en su kibutz para participar activamente en la utopía socialista. El verano del ‘88 me llevó con ella a Israel. Conocí los falafels, viví en la alucinante Jerusalén y en varios kibutz —no había coches, no había dinero, había hierba por doquier, comedor comunitario y casa para los niños—, crucé el desierto, subí a un camello, tropecé con centenares de soldados y sus metralletas, vi mi primera pistola y con todo ello, empecé a formarme una imagen de tan único país. A los 14 ya había leído a Levi, Oz, Orlev, y visto Éxodo, la Lista de Schlinder y cualquier película sobre el tema. Le dije a mi madre: basta. En el instituto tuve por compañero a Marc, el hijo del activista palestino-catalán Salah Jamal. No hizo falta que me contara qué había al otro lado: la discusión siempre ha sido una pieza estructural en la cultura judía y ellos mismos ya me habían hablado de las barbaridades de la franja de Gaza y el porqué de la Intifada. Conozco a muchos pro-palestinos y a algunos —pocos— pro-israelís —en Catalunya la balanza siempre se ha decantado hacia Palestina. Yo, entre la espalda y la pared, siempre en medio, haciendo de abogado del diablo y queriendo desaparecer. La mayoría de las ocasiones me encuentro con un saco enorme de incomprensión que muchas veces raya el racismo puro y duro. Un tema necrosado, un conflicto en permanente cul-de-sac. Una pistola en la mesita de una noche que no se acaba nunca.
El año 1949 un soldado israelí forma parte de un comando militar que recibe la orden de tomar Hirbet Hiza, un pueblo árabe. Lo bombardean, lo acribillan, lo queman y destrozan y a los que huyen los disparan, los humillan y los deportan. El narrador, trasunto del propio autor, participa en cada una de las operaciones de asalto con creciente desaliento y fuertes dudas hasta que todas sus reflexiones cristalizan en la palabra “exilio” y comprende que es, sin duda, una paradoja insostenible que el pueblo exiliado por antonomasia, el judío, se dedique a hacer sufrir lo mismo a otro pueblo, aunque sea un pueblo tan despersonificado y animalizado como este pueblo “equis”. Las descripciones minuciosas pero en ningún modo obscenas ayudan a entrar en el tempo solidificado de un asalto y a entender la diferencia crucial entre paisaje impertérrito e indivisible y humanidad que descuartiza sin escrúpulos. Los diálogos entre los soldados muestran la desvergüenza del poderoso frente al desprotegido. La brevedad del libro hace que su recepción sea como un largo parpadeo impedido, un forzarte a mantener los ojos abiertos mientras ves venir el puñetazo que te los amoratará. En Israel es de lectura obligatoria. Aquí y en cualquier parte también lo debería de ser, como el visionado de la película In this world, de Michael Winterbottom, tras el cual se me antoja bastante más difícil seguir siendo racista o intransigente ante del dolor o la desgracia de los demás.
¿Que para qué sirve la literatura, el cine, el teatro, el arte? Para eso. Para comprender al mundo y a nosotros mismos. Para entender al otro y desechar la ignorancia como modo de dominación.
Martí Sales
¿Para qué sirve la literatura?
Cuando tenía 8 años vi una pistola por primera vez. Estaba en la mesita de noche de Guedalia, un amigo de mi madre del kibutz Dvir. Se habían conocido en los sesenta, cuando mi madre se fue de viaje de bodas a Israel a trabajar tres meses en su kibutz para participar activamente en la utopía socialista. El verano del ‘88 me llevó con ella a Israel. Conocí los falafels, viví en la alucinante Jerusalén y en varios kibutz —no había coches, no había dinero, había hierba por doquier, comedor comunitario y casa para los niños—, crucé el desierto, subí a un camello, tropecé con centenares de soldados y sus metralletas, vi mi primera pistola y con todo ello, empecé a formarme una imagen de tan único país. A los 14 ya había leído a Levi, Oz, Orlev, y visto Éxodo, la Lista de Schlinder y cualquier película sobre el tema. Le dije a mi madre: basta. En el instituto tuve por compañero a Marc, el hijo del activista palestino-catalán Salah Jamal. No hizo falta que me contara qué había al otro lado: la discusión siempre ha sido una pieza estructural en la cultura judía y ellos mismos ya me habían hablado de las barbaridades de la franja de Gaza y el porqué de la Intifada. Conozco a muchos pro-palestinos y a algunos —pocos— pro-israelís —en Catalunya la balanza siempre se ha decantado hacia Palestina. Yo, entre la espalda y la pared, siempre en medio, haciendo de abogado del diablo y queriendo desaparecer. La mayoría de las ocasiones me encuentro con un saco enorme de incomprensión que muchas veces raya el racismo puro y duro. Un tema necrosado, un conflicto en permanente cul-de-sac. Una pistola en la mesita de una noche que no se acaba nunca.
El año 1949 un soldado israelí forma parte de un comando militar que recibe la orden de tomar Hirbet Hiza, un pueblo árabe. Lo bombardean, lo acribillan, lo queman y destrozan y a los que huyen los disparan, los humillan y los deportan. El narrador, trasunto del propio autor, participa en cada una de las operaciones de asalto con creciente desaliento y fuertes dudas hasta que todas sus reflexiones cristalizan en la palabra “exilio” y comprende que es, sin duda, una paradoja insostenible que el pueblo exiliado por antonomasia, el judío, se dedique a hacer sufrir lo mismo a otro pueblo, aunque sea un pueblo tan despersonificado y animalizado como este pueblo “equis”. Las descripciones minuciosas pero en ningún modo obscenas ayudan a entrar en el tempo solidificado de un asalto y a entender la diferencia crucial entre paisaje impertérrito e indivisible y humanidad que descuartiza sin escrúpulos. Los diálogos entre los soldados muestran la desvergüenza del poderoso frente al desprotegido. La brevedad del libro hace que su recepción sea como un largo parpadeo impedido, un forzarte a mantener los ojos abiertos mientras ves venir el puñetazo que te los amoratará. En Israel es de lectura obligatoria. Aquí y en cualquier parte también lo debería de ser, como el visionado de la película In this world, de Michael Winterbottom, tras el cual se me antoja bastante más difícil seguir siendo racista o intransigente ante del dolor o la desgracia de los demás.
¿Que para qué sirve la literatura, el cine, el teatro, el arte? Para eso. Para comprender al mundo y a nosotros mismos. Para entender al otro y desechar la ignorancia como modo de dominación.
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