Ediciones del Viento, La Coruña, 2009. 160 pp. 11 €
Alba González Sanz
Para el año 1900, la trayectoria de la gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921) estaba ya más que consolidada en las letras españolas. Había publicado las novelas de los Pazos, había escandalizado a sus contemporáneos con la bellísima Insolación. También era conocida su obra de divulgación del naturalismo francés, La cuestión palpitante, y sus conferencias y artículos al respecto de las innovaciones que el fin de siglo traía para la narrativa, bien a través de la nueva novela francesa o del conocimiento de los autores rusos que por entonces causaban sensación en Europa.
Todavía le quedaba guerra que dar y no sólo a través de esta novelita inconclusa que ahora publica Ediciones del viento. En 1905 apareció La Quimera, personal y monumental visión del fin de siglo de la condesa gallega; y en sus últimos años de vida aparecieron algunas novelas más. En El niño de Guzmán el lector va a encontrar una serie de claves que se insertan a la perfección en el marco temporal cambiante que marca su fecha de publicación. No estamos ante una configuración del particular universo decadente como en la novela protagonizada por Silvio Lago, pero hay en este breve relato algunos elementos que lo avanzan y otros que a su vez arraigan en la reflexión sobre la novela española que la autora, junto con Galdós o Clarín protagonizó a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX.
Porque si algo caracteriza esta novela es el ser literaria en su historia, en la configuración de sus personajes y en el tema que quiere evocar, conectando su redacción con los últimos coletazos de nuestro romanticismo de corte conservador a través de la figura de Cecilia Böhl de Faber, más conocida bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. En efecto El niño de Guzmán narra una historia costumbrista: Pedro es un joven español que ha sido educado en el extranjero en las buenas maneras del continente pero en la añoranza de España. Tiene todas las prendas que adornan al joven de mundo, al gentleman, pero a la vez de su educación se ha encargado un fraile irlandés fascinado con una España irreal (la de La gaviota de la Faber); entelequia a medio camino del medievalismo romántico y de las propias ideas de nobleza de la condesa gallega.
A su llegada a la zona de veraneo en el Norte de España donde tiene que reencontrarse con su familia, Pedro de Guzmán se va a dar cuenta de que la nobleza del país no es depositaria de valor alguno y no se diferencia en exterior o fondo de la europea; también descubrirá que ha tomado los vicios de una clase media nunca del todo bien parada en manos de doña Emilia y, por último, en el pueblo de puros sentimientos que él imaginaba se encuentra brutalidad, superstición, lumpen y no poco interés en medrar y cambiar de clase.
Por si el panorama para el joven no fuera poco desolador, se le cruza una cuñada rumbera que le tiende una trampa en la que él se enamora también ensoñadamente y la vergüenza de descubrir la treta de su familiar hace que decida poner tierra de por medio. No podemos saber cómo resultaría el viaje de Pedro de Guzmán por esas tierras de la España de 1900 que él tanto añoraba porque la muerte de Cánovas interrumpe la historia y la novela y la condesa nunca llegó a escribir la prometida segunda parte. Pero lo cierto es que en esta particular revisión del tópico romántico del extranjero –aquí, expatriado– por caminos de España que realiza Emilia Pardo Bazán, es de suponer que las cosas no serían tal cual la peculiar Fernán Caballero las pintó en sus novelas. Un siglo de positivismo y modernidad han destruido algo que, en todo caso, nunca existió salvo en las mentes de algunos escritores de principios de siglo.
Es resaltable que en este año de 1900, doña Emilia quiera dialogar con una precursora, pues con todos los matices ideológicos que se le puedan poner a Cecilia Böhl de Faber, lo cierto es que para su época y para su contexto familiar (un padre autoritario que consideraba que no debía instruirse a las mujeres porque su destino se limita a la familia y a la crianza de los hijos), sólo con sentarse a escribir rompió todos los moldes. Y no pocos destrozó también la personalidad arrolladora de la condesa de Pardo Bazán.
Alba González Sanz
Para el año 1900, la trayectoria de la gallega Emilia Pardo Bazán (1851-1921) estaba ya más que consolidada en las letras españolas. Había publicado las novelas de los Pazos, había escandalizado a sus contemporáneos con la bellísima Insolación. También era conocida su obra de divulgación del naturalismo francés, La cuestión palpitante, y sus conferencias y artículos al respecto de las innovaciones que el fin de siglo traía para la narrativa, bien a través de la nueva novela francesa o del conocimiento de los autores rusos que por entonces causaban sensación en Europa.
Todavía le quedaba guerra que dar y no sólo a través de esta novelita inconclusa que ahora publica Ediciones del viento. En 1905 apareció La Quimera, personal y monumental visión del fin de siglo de la condesa gallega; y en sus últimos años de vida aparecieron algunas novelas más. En El niño de Guzmán el lector va a encontrar una serie de claves que se insertan a la perfección en el marco temporal cambiante que marca su fecha de publicación. No estamos ante una configuración del particular universo decadente como en la novela protagonizada por Silvio Lago, pero hay en este breve relato algunos elementos que lo avanzan y otros que a su vez arraigan en la reflexión sobre la novela española que la autora, junto con Galdós o Clarín protagonizó a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX.
Porque si algo caracteriza esta novela es el ser literaria en su historia, en la configuración de sus personajes y en el tema que quiere evocar, conectando su redacción con los últimos coletazos de nuestro romanticismo de corte conservador a través de la figura de Cecilia Böhl de Faber, más conocida bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. En efecto El niño de Guzmán narra una historia costumbrista: Pedro es un joven español que ha sido educado en el extranjero en las buenas maneras del continente pero en la añoranza de España. Tiene todas las prendas que adornan al joven de mundo, al gentleman, pero a la vez de su educación se ha encargado un fraile irlandés fascinado con una España irreal (la de La gaviota de la Faber); entelequia a medio camino del medievalismo romántico y de las propias ideas de nobleza de la condesa gallega.
A su llegada a la zona de veraneo en el Norte de España donde tiene que reencontrarse con su familia, Pedro de Guzmán se va a dar cuenta de que la nobleza del país no es depositaria de valor alguno y no se diferencia en exterior o fondo de la europea; también descubrirá que ha tomado los vicios de una clase media nunca del todo bien parada en manos de doña Emilia y, por último, en el pueblo de puros sentimientos que él imaginaba se encuentra brutalidad, superstición, lumpen y no poco interés en medrar y cambiar de clase.
Por si el panorama para el joven no fuera poco desolador, se le cruza una cuñada rumbera que le tiende una trampa en la que él se enamora también ensoñadamente y la vergüenza de descubrir la treta de su familiar hace que decida poner tierra de por medio. No podemos saber cómo resultaría el viaje de Pedro de Guzmán por esas tierras de la España de 1900 que él tanto añoraba porque la muerte de Cánovas interrumpe la historia y la novela y la condesa nunca llegó a escribir la prometida segunda parte. Pero lo cierto es que en esta particular revisión del tópico romántico del extranjero –aquí, expatriado– por caminos de España que realiza Emilia Pardo Bazán, es de suponer que las cosas no serían tal cual la peculiar Fernán Caballero las pintó en sus novelas. Un siglo de positivismo y modernidad han destruido algo que, en todo caso, nunca existió salvo en las mentes de algunos escritores de principios de siglo.
Es resaltable que en este año de 1900, doña Emilia quiera dialogar con una precursora, pues con todos los matices ideológicos que se le puedan poner a Cecilia Böhl de Faber, lo cierto es que para su época y para su contexto familiar (un padre autoritario que consideraba que no debía instruirse a las mujeres porque su destino se limita a la familia y a la crianza de los hijos), sólo con sentarse a escribir rompió todos los moldes. Y no pocos destrozó también la personalidad arrolladora de la condesa de Pardo Bazán.
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