El Páramo, Córdoba, 2009. 169 pp. 15 €
Pedro M. Domene
La forma narrativa más breve y experimental ensayada por los autores desde los albores de la literatura es, sin duda, el cuento o el relato. Los escritores, libres de prejuicios, construyen exquisitas miniaturas que, en su conjunto, se convierten en auténticas joyas literarias. De irónicos, de una intensidad expresiva, incluso de transgresores han sido calificados los cuentos en general porque, entre otras muchas virtudes, se abren a esas innumerables posibilidades expresivas que ofrece tanto su extensión como su intensidad. Antonio Rodríguez Jiménez (Córdoba, 1959), autor de una amplia trayectoria literaria, sorprende estos días con una nueva entrega, El inseminador de la margarita (2009), un conjunto de relatos, de variada extensión, con que el cordobés debuta en el género breve; en realidad, historias que como cabía imaginar, se mueven entre lo absurdo, lo fantástico, la realidad inmediata o la fabulación de la misma, aunque para configurar su mundo Antonio Rodríguez eche mano de la ironía y del humor, de lo paródico o de lo caricaturesco sobre esa inmediatez narrada, con abundantes personajes excéntricos, tanto masculinos como femeninos, y desde una visión o una categoría que convierte a sus historias en algo sumamente expresivo. De perdidos, débiles y extravagantes, se califican en la contraportada los personajes que desfilan por estas páginas, aunque sus vidas, como cabría esperar en este tipo de cuentos, se debaten entre lo cotidiano y lo pasional, en un mundo tan absurdo como disparatado.
El libro se compone de 55 historias, dieciocho de las cuales se presentan al principio, encabezadas por la primera que da título al volumen. Es una variada muestra de personajes maduros, cuya vida transcurre entre deseos, con insatisfacciones e instintos velados, en una sociedad donde el sexo y la sexualidad son un componente esencial para el narrador, su mejor homenaje a la mujer hermosa y sensual, también se convierten en la constatación de esa crónica, casi periodística, de una actualidad cambiante, en una representación casi escénica destinada, en esta ocasión, muy fluidamente, a contar una historia aunque con técnicas completamente diferentes en cada caso. Y el resto, cinco sonoros apartados que de alguna manera anticipan ese sentido esgrimido por el autor. Los temas que surgen en sus historias son la sangre como ocurre en las tres breves representaciones del odio «La vasectomía», «El matarife» y «Cuando Jaime se enamoró», la indiferencia, individual o colectiva, como «El efecto Couldina» o quizá la mejor, «La estopa de la condesa», cotidianidades como «El golpe», «Un hombre de hoy», «Almendras y aceitunas» relatos para contar soledades y otras miserias, algunas protagonizadas por Rodolfo Jiménez, el álter ego del autor; ciertas miradas, con ventanas indiscretas, castings y encuentros fortuitos, en una sección donde predominan microrrelatos que por su carácter se convierten en el reverso insospechado de lo que comúnmente pudiéramos aceptar como realidad. En estos textos, y así habrá que reconocérselo a Rodríguez Jiménez, se realiza una concisión expresiva sorprendente, se renuncia a lo superfluo, se sustentan con el juego de lo visible y de lo invisible. No se desdeña en la colección, incluso, un animalario feroz que, si bien no responde en su sentido estricto animal con que titula sus cuentos, refleja los conceptos esgrimidos por lo que cuentan, «El pez», «La serpiente», «El hipopótamo» o «El escarabajo», en realidad, monstruos que representan la ferocidad natural que invade nuestras vidas y que instalados entre nosotros, se describen como un bestiario en una primera acepción, y como una alegoría en una segunda.
Un último apunte: en la narrativa breve existe esa posibilidad de conseguir la primacía de la sugerencia, porque los cuentos operan con un doble sentido, con esa cierta ambigüedad, con eso que podríamos denominar un auténtico intertexto, es decir, la alusión directa e indirecta a situaciones previas y conocidas, singularidades extensibles en este caso a los cuentos de Antonio Rodríguez Jiménez capaz de preparar al lector para que, una vez leídas sus historias, desarrolle sus intuiciones sin que el autor se vea obligado a contarlo todo, quizá porque sus textos surgen de ese minúsculo laboratorio de experimentación que bien puede ser la redacción de un periódico donde se supone que existe esa ambiciosa pretensión de encerrar, con el lenguaje, una permanente visión trascendente de nuestro mundo y la colección de cuentos El inseminador de la margarita es un buen ejemplo, porque la buena literatura consiste en mentir bien la verdad.
Pedro M. Domene
La forma narrativa más breve y experimental ensayada por los autores desde los albores de la literatura es, sin duda, el cuento o el relato. Los escritores, libres de prejuicios, construyen exquisitas miniaturas que, en su conjunto, se convierten en auténticas joyas literarias. De irónicos, de una intensidad expresiva, incluso de transgresores han sido calificados los cuentos en general porque, entre otras muchas virtudes, se abren a esas innumerables posibilidades expresivas que ofrece tanto su extensión como su intensidad. Antonio Rodríguez Jiménez (Córdoba, 1959), autor de una amplia trayectoria literaria, sorprende estos días con una nueva entrega, El inseminador de la margarita (2009), un conjunto de relatos, de variada extensión, con que el cordobés debuta en el género breve; en realidad, historias que como cabía imaginar, se mueven entre lo absurdo, lo fantástico, la realidad inmediata o la fabulación de la misma, aunque para configurar su mundo Antonio Rodríguez eche mano de la ironía y del humor, de lo paródico o de lo caricaturesco sobre esa inmediatez narrada, con abundantes personajes excéntricos, tanto masculinos como femeninos, y desde una visión o una categoría que convierte a sus historias en algo sumamente expresivo. De perdidos, débiles y extravagantes, se califican en la contraportada los personajes que desfilan por estas páginas, aunque sus vidas, como cabría esperar en este tipo de cuentos, se debaten entre lo cotidiano y lo pasional, en un mundo tan absurdo como disparatado.
El libro se compone de 55 historias, dieciocho de las cuales se presentan al principio, encabezadas por la primera que da título al volumen. Es una variada muestra de personajes maduros, cuya vida transcurre entre deseos, con insatisfacciones e instintos velados, en una sociedad donde el sexo y la sexualidad son un componente esencial para el narrador, su mejor homenaje a la mujer hermosa y sensual, también se convierten en la constatación de esa crónica, casi periodística, de una actualidad cambiante, en una representación casi escénica destinada, en esta ocasión, muy fluidamente, a contar una historia aunque con técnicas completamente diferentes en cada caso. Y el resto, cinco sonoros apartados que de alguna manera anticipan ese sentido esgrimido por el autor. Los temas que surgen en sus historias son la sangre como ocurre en las tres breves representaciones del odio «La vasectomía», «El matarife» y «Cuando Jaime se enamoró», la indiferencia, individual o colectiva, como «El efecto Couldina» o quizá la mejor, «La estopa de la condesa», cotidianidades como «El golpe», «Un hombre de hoy», «Almendras y aceitunas» relatos para contar soledades y otras miserias, algunas protagonizadas por Rodolfo Jiménez, el álter ego del autor; ciertas miradas, con ventanas indiscretas, castings y encuentros fortuitos, en una sección donde predominan microrrelatos que por su carácter se convierten en el reverso insospechado de lo que comúnmente pudiéramos aceptar como realidad. En estos textos, y así habrá que reconocérselo a Rodríguez Jiménez, se realiza una concisión expresiva sorprendente, se renuncia a lo superfluo, se sustentan con el juego de lo visible y de lo invisible. No se desdeña en la colección, incluso, un animalario feroz que, si bien no responde en su sentido estricto animal con que titula sus cuentos, refleja los conceptos esgrimidos por lo que cuentan, «El pez», «La serpiente», «El hipopótamo» o «El escarabajo», en realidad, monstruos que representan la ferocidad natural que invade nuestras vidas y que instalados entre nosotros, se describen como un bestiario en una primera acepción, y como una alegoría en una segunda.
Un último apunte: en la narrativa breve existe esa posibilidad de conseguir la primacía de la sugerencia, porque los cuentos operan con un doble sentido, con esa cierta ambigüedad, con eso que podríamos denominar un auténtico intertexto, es decir, la alusión directa e indirecta a situaciones previas y conocidas, singularidades extensibles en este caso a los cuentos de Antonio Rodríguez Jiménez capaz de preparar al lector para que, una vez leídas sus historias, desarrolle sus intuiciones sin que el autor se vea obligado a contarlo todo, quizá porque sus textos surgen de ese minúsculo laboratorio de experimentación que bien puede ser la redacción de un periódico donde se supone que existe esa ambiciosa pretensión de encerrar, con el lenguaje, una permanente visión trascendente de nuestro mundo y la colección de cuentos El inseminador de la margarita es un buen ejemplo, porque la buena literatura consiste en mentir bien la verdad.
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