Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez. Hiperión, Madrid, 2009. 68 pp. 8 €
Sofía Castañón
Tenía que ocurrir. Al final los poetas un día viajarían en avión. Y digo viajar, y no desplazarse, porque los poetas, igual que todos, se desplazan como pueden. Los cuerpos de los poetas son como todos los cuerpos: brazos reposados en la ventanilla bajada, manos asidas a las barandillas del metro, la cadera que no se encuentra en el asiento del autobús, las monedas que se dejan en la cafetería del tren, las horas que no existen junto a la puerta de embarque. Pero tenía que llegar el día en que los poetas viajaran, con la voluntad del camino, la visión periférica de la vida, en avión. No todos los versos iban a tener traqueteo de tren.
Ángel Petisme, el poeta más rockero, el rockero más poeta –úsese como quiera, agítese rápido- deja que los poemas viajen con él entra masa densa de nubes, que se resientan del jet lag o los precios del duty free, que giren en la cinta transportadora.
El libro habita entre los tiempos de espera de las terminales y los de las ciudades, que también son siempre tiempos de espera («Bristol me ha descubierto el fin último de la belleza: regalar pura vida, (…). Dentro de tres horas: Londres. Otra moneda que no desciende de los cielos.»). El paso por la tierra es una búsqueda de empatía continua, el cronista introspectivo se busca en los rostros que no conoce. Se aleja de aquellas constantes occidentales y se emparenta con el sur («Nunca me sentí extranjero en Iraq, en Palestina, en Argelia, en Siria, en Jordania. En cambio sí en Nueva York. Y a veces, donde más, en mi tierra.»).
El viaje funciona como una panorámica del yo poético frente al mundo. Disfrazado de cuaderno de bitácora, la materia que se presenta no es la tierra sino quienes la gobiernan, la tragedia y las manos que la causan («¿Nunca nos moriremos de mirar lo que no debería haber pasado?/ Bagdad.»). Petisme recoge un inventario postmoderno, heredero de los males del siglo XXI al que “arrancarle algunas gotas de rocío” no es posible («Luego todo se fue a pique, el disco duro se partió en dos como el Prestige y se borraron todos los archivos. No quedó nada.»).
El mapa crece en desorden y el único gps para marcar las páginas tiene una brújula emocional. Se repiten las estancias, los países, como una dinámica de deja vú del viajante sincero. Y el amor, que existe en el libro —en la medida en que existen también el humor y el sexo—, se presenta tras metáforas de ábaco para estos tiempos en crisis («Los besos en Zaragoza saben a plazo fijo, a hipoteca de IberCaja/ y chantaje al futuro.»). El paisaje se construye de naturaleza y alcohol, en la misma medida.
El viaje, como todo viaje, es una búsqueda. Cinta transportadora es la caja del familiar lejano, que se pasó tiempo fuera y al que conocemos a través de fotos y recuerdos, arena de otras playas, posavasos de cerveza, recortes de tela.
El poeta viaja en avión. Lo que trae consigo parecen souvenirs, pero no te fíes: «algunas palabras/ son bálsamo de tigre/ y buena compañía/ hasta que te incineran.»
Sofía Castañón
Tenía que ocurrir. Al final los poetas un día viajarían en avión. Y digo viajar, y no desplazarse, porque los poetas, igual que todos, se desplazan como pueden. Los cuerpos de los poetas son como todos los cuerpos: brazos reposados en la ventanilla bajada, manos asidas a las barandillas del metro, la cadera que no se encuentra en el asiento del autobús, las monedas que se dejan en la cafetería del tren, las horas que no existen junto a la puerta de embarque. Pero tenía que llegar el día en que los poetas viajaran, con la voluntad del camino, la visión periférica de la vida, en avión. No todos los versos iban a tener traqueteo de tren.
Ángel Petisme, el poeta más rockero, el rockero más poeta –úsese como quiera, agítese rápido- deja que los poemas viajen con él entra masa densa de nubes, que se resientan del jet lag o los precios del duty free, que giren en la cinta transportadora.
El libro habita entre los tiempos de espera de las terminales y los de las ciudades, que también son siempre tiempos de espera («Bristol me ha descubierto el fin último de la belleza: regalar pura vida, (…). Dentro de tres horas: Londres. Otra moneda que no desciende de los cielos.»). El paso por la tierra es una búsqueda de empatía continua, el cronista introspectivo se busca en los rostros que no conoce. Se aleja de aquellas constantes occidentales y se emparenta con el sur («Nunca me sentí extranjero en Iraq, en Palestina, en Argelia, en Siria, en Jordania. En cambio sí en Nueva York. Y a veces, donde más, en mi tierra.»).
El viaje funciona como una panorámica del yo poético frente al mundo. Disfrazado de cuaderno de bitácora, la materia que se presenta no es la tierra sino quienes la gobiernan, la tragedia y las manos que la causan («¿Nunca nos moriremos de mirar lo que no debería haber pasado?/ Bagdad.»). Petisme recoge un inventario postmoderno, heredero de los males del siglo XXI al que “arrancarle algunas gotas de rocío” no es posible («Luego todo se fue a pique, el disco duro se partió en dos como el Prestige y se borraron todos los archivos. No quedó nada.»).
El mapa crece en desorden y el único gps para marcar las páginas tiene una brújula emocional. Se repiten las estancias, los países, como una dinámica de deja vú del viajante sincero. Y el amor, que existe en el libro —en la medida en que existen también el humor y el sexo—, se presenta tras metáforas de ábaco para estos tiempos en crisis («Los besos en Zaragoza saben a plazo fijo, a hipoteca de IberCaja/ y chantaje al futuro.»). El paisaje se construye de naturaleza y alcohol, en la misma medida.
El viaje, como todo viaje, es una búsqueda. Cinta transportadora es la caja del familiar lejano, que se pasó tiempo fuera y al que conocemos a través de fotos y recuerdos, arena de otras playas, posavasos de cerveza, recortes de tela.
El poeta viaja en avión. Lo que trae consigo parecen souvenirs, pero no te fíes: «algunas palabras/ son bálsamo de tigre/ y buena compañía/ hasta que te incineran.»
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