Destino, Barcelona, 2009. 304 pp. 18,5 €
Juan Gómez Espinosa
Que Gutiérrez Solís es un escritor más que hábil y eficaz queda fuera de toda duda con esta lectura. Eso sí, creo que es mi deber dar unos cuantos avisos y que cada cual obre en conciencia. El primero: su prosa es ágil, rechaza toda pretensión de densidad y, aunque nunca llega a caer en la vulgaridad del pie de calle, refleja a cada momento una fuerte ligazón con la cotidianeidad; así que, abstenerse vanguardistas de corazón y/o tertulia. Segundo aviso: la trama está repleta de alusiones, más o menos veladas, a elementos de la actualidad social (la misma empresa que dirige el protagonista huele descaradamente a El Corte Inglés), combinados con desparpajo, pero sin afán destructor; así que, abstenerse buscadores de ínsulas extrañas y paraísos perdidos. Tercer aviso: el personaje principal puede parecer aséptico, aunque uno de los grandes logros de Gutiérrez Solís sea ir acercándolo con frío tesón al lector, el cual termina por sentir una cierta familiaridad con aquél; así pues, abstenerse rastreadores de personajes fogosos y brillantemente atractivos. Cuarto y último aviso: toda la novela se desarrolla con un pulso sereno, ligero, elegante, sin grandes momentos de poesía ni patetismo; al final, una última escena que todo lo cierra y todo lo abre; abstenerse los que no tengan paciencia o no les guste jugar a las damas chinas. Tal vez, uno pueda no compartir la estética (por llamarlo de algún modo) del autor, pero hay que reconocer la evidencia: Gutiérrez Solís sabe perfectamente lo que se hace; el pulso sereno y la fría constancia que antes citaba son muestras de un creador en plenas facultades, maduro, con oficio y sabiduría. Y esa falsa asepsia consigue, por puro contraste, realzar momentos que aspiran a la profundidad emotiva: las andanzas rurales del protagonista, sus último viaje con el padre enfermo, la soledad de Claudia (personaje vital para esa escena final de la que hablé)… Nos encontramos, en definitiva, con un canto discreto, distanciado de toda grandilocuencia, en alabanza de las experiencias pasadas; de ahí la necesidad de ordenar la memoria, reteniendo los momentos pequeños pero dignos y, por qué no admitirlo, eludiendo los más oscuros. Paradójicamente, los momentos pequeños terminan así por tornarse en grandes recuerdos, mientras que los otros, de mayor carga vivencial en su sordidez, se van replegando en los rincones de las sombras, en los indignos de cualquier rememoración. Un libro, y un autor, dignos de todo respeto. Espero con sana curiosidad sus próximas criaturas.
Juan Gómez Espinosa
Que Gutiérrez Solís es un escritor más que hábil y eficaz queda fuera de toda duda con esta lectura. Eso sí, creo que es mi deber dar unos cuantos avisos y que cada cual obre en conciencia. El primero: su prosa es ágil, rechaza toda pretensión de densidad y, aunque nunca llega a caer en la vulgaridad del pie de calle, refleja a cada momento una fuerte ligazón con la cotidianeidad; así que, abstenerse vanguardistas de corazón y/o tertulia. Segundo aviso: la trama está repleta de alusiones, más o menos veladas, a elementos de la actualidad social (la misma empresa que dirige el protagonista huele descaradamente a El Corte Inglés), combinados con desparpajo, pero sin afán destructor; así que, abstenerse buscadores de ínsulas extrañas y paraísos perdidos. Tercer aviso: el personaje principal puede parecer aséptico, aunque uno de los grandes logros de Gutiérrez Solís sea ir acercándolo con frío tesón al lector, el cual termina por sentir una cierta familiaridad con aquél; así pues, abstenerse rastreadores de personajes fogosos y brillantemente atractivos. Cuarto y último aviso: toda la novela se desarrolla con un pulso sereno, ligero, elegante, sin grandes momentos de poesía ni patetismo; al final, una última escena que todo lo cierra y todo lo abre; abstenerse los que no tengan paciencia o no les guste jugar a las damas chinas. Tal vez, uno pueda no compartir la estética (por llamarlo de algún modo) del autor, pero hay que reconocer la evidencia: Gutiérrez Solís sabe perfectamente lo que se hace; el pulso sereno y la fría constancia que antes citaba son muestras de un creador en plenas facultades, maduro, con oficio y sabiduría. Y esa falsa asepsia consigue, por puro contraste, realzar momentos que aspiran a la profundidad emotiva: las andanzas rurales del protagonista, sus último viaje con el padre enfermo, la soledad de Claudia (personaje vital para esa escena final de la que hablé)… Nos encontramos, en definitiva, con un canto discreto, distanciado de toda grandilocuencia, en alabanza de las experiencias pasadas; de ahí la necesidad de ordenar la memoria, reteniendo los momentos pequeños pero dignos y, por qué no admitirlo, eludiendo los más oscuros. Paradójicamente, los momentos pequeños terminan así por tornarse en grandes recuerdos, mientras que los otros, de mayor carga vivencial en su sordidez, se van replegando en los rincones de las sombras, en los indignos de cualquier rememoración. Un libro, y un autor, dignos de todo respeto. Espero con sana curiosidad sus próximas criaturas.
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