lunes, junio 30, 2008

Inane, Isabel Navarro

Premio Blas de Otero de Poesía 2007. Editorial Complutense, Madrid, 2008. 116 pp. 12 €

Alba González Sanz

La Universidad Complutense tiene la fea costumbre de no distribuir más allá de su propio servicio de publicaciones los libros premiados en sus concursos. Así, llegar a Inane de Isabel Navarro tiene más de casualidad que de justicia para con el libro y su autora. Y aunque el boca-oreja y las recomendaciones de amigos no dejan de tener su encanto, la institución podría ser más cuidadosa con este asunto. Puestas las pegas, es momento ya de hablar del libro.
Inane es un decálogo del ansia, de la urgencia. Inane tiene diez partes que son como diez capas de cebolla: los poemas van perdiendo versos, van perdiendo letras pero ganan en médula, en concisión, en sabor. Inane es un espejo, es el escenario de esta alter ego de la voz lírica, tan personal, tan novedosa, de Isabel.
Las palabras, que nunca son gratuitas, significan y dejan poso en este libro. Isabel Navarro ha elegido la futilidad como nombre propio para contar una historia de escenas con sabor, con olor, en las que la comida es muchas veces la excusa al recuerdo o al deseo no conseguido. El personaje de Inane se declara en el segundo poema vulnerable al hambre y a la pérdida y sobre ambos conceptos eleva la autora los nexos del libro, las efectivas recurrencias.
De procedencia levantina, el léxico empleado para hablar de lo que se busca con prisa, de lo que se anhela, tiene mucho que ver con la tierra y, por extensión en una voz que habla desde la ciudad, con el recuerdo. Pero este libro no es un canto a la infancia perdida, ni mucho menos, sólo es una toma de conciencia de los componentes de un yo que, como en una buena receta, tienen sus proporciones y su importancia: «Las manos te olían a cebolla/ y en cada suspiro repetías la palabra/ hambre./ Alguien me dijo que nunca pudiste evitar/ estudiar en la misma mesa/ donde tu madre degollaba los conejos».
Inane, además de una gemela, tiene un otro, un interlocutor masculino que no consigue las más de las veces, eliminar la carencia: «Contigo pan y cebolla,/ me dices,/pero sospecho que soy hambre». Y si bien este libro no es declaradamente noctámbulo, a esa franja del tiempo no le falta elegancia ni a Inane voluntad de ser, ciertas noches, una verdadera Diana Cazadora: «Inane araña el metrónomo/ musitando una canción de guerra./ Ávida de tuétano, pan y pringue./ Ronca y famélica,/ con el dolor viejo/ que nos enseña a cazar/ donde sólo hay otros hombres que se arrastran».
La duplicidad entre la voz lírica e Inane como personaje se juega en los pronombres: «En la despensa de tu abuela/ un cerdo se ahorca/ ajeno al deseo lúbrico/ de Inane. La carne danza,/ el fuet indolente y la niña llora.// Demasiado alto/ para unos dientes de leche». Este poema de la octava parte es un maremágnum de planos con una abuela adjetivada en posesivo, pero un deseo que pertenece a Inane y una niña, en tercera persona, presumiblemente distanciada de la voz que la cuenta, aunque sea idéntica. Los versos finales valdrían de aforismo, de gnosei seauton para un libro que nos habla de anhelar con voracidad: a veces no tenemos los dientes suficientemente fortalecidos para ganarle a dentelladas la batalla a la vida.
Y vida es maternidad, y varios poemas, de una manera periférica pero central a la vez porque aparecen con fuerza en cada parte, nos hablan de vientres e hijos, edípicamente en ocasiones; trasladando el hambre a los hijos otras veces: «Con legañas, despierto a las afueras/ de una ciudad que se extrarradia/ malgastando semillas en jardines de cemento./ ¿Ves? Tampoco hay madres en la arena de este parque»; con referencias a los hijos literarios en ocasiones: «Inane trepa al fogón y engulle misivas,/ está encinta de papel/ y su hijo cruje/ masticando poemas con esperanzas viejas». Arriesgando la metáfora, vinculándola a algo tan presente para la autora como extraño a quienes procedemos del Norte, consigue Isabel Navarro fusiones tan acertadas como esta: «Óvulos dorado/ como pepitas de oro./ Granos de arroz/ en la paella del domingo».
Podría seguir desgranando poemas, invocando imágenes de Inane, pivotando en torno a esos conceptos (pérdida, hambre) subrayados en el poema en que aparecen. Pero si esta voz que lleva el cuchillo de matarife envuelto en seda ha despertado curiosidad, sólo me queda invitar a una búsqueda más propia de arqueólogos aventureros que de lectores. No porque el primer libro de Isabel Navarro no sea una joya que merezca el riesgo (ilustrado por Enrique Krause Buedo, el libro como objeto es una verdadera delicia), sino porque los tesoros también se cazan (y con cuánto gusto) en librerías.

viernes, junio 27, 2008

Diario de Greg, Jeff Kinney

Trad. Esteban Morán Ortiz. Molino, Barcelona, 2008. 218 pp. 15 €

Francesc Miralles

La primera vez que oí hablar de esta novela ilustrada —en principio orientada a lectores de 10 a 12 años— fue a su editora en castellano, Joana Costa. Me dijo que estaba a punto de publicar un “libro gamberro” que casi gustaría más a los adultos que a los niños. Cuando lo tuve ya en las manos, dossier de prensa incluído, le hinqué el diente con cierta prevención, más que nada porque el subtítulo «un pringao total» me producía desconfianza. Veinte páginas después ya estaba enganchado y riéndome de lo lindo.
Su autor, Jeff Kinney, es un estadounidense que diseña juegos por ordenador y, a juzgar por esta obra, tiene su pasado escolar muy fresco. Diario de Greg narra las desventuras de un preadolescente de perfil bajo que languidece en una escuela donde lo más emocionante es la maldición de la cancha de baloncesto, provocada por una loncha de queso pegada al suelo desde tiempos inmemoriales. Nadie se acerca a este lugar monstruoso, donde una vez un alumno osó tocar el queso convirtiéndose en apestado. Repudiado por todos, se acabó mudando a California, pero se llevó con él «la maldición del queso».
El micromundo de Greg está formado por Rowley, su único amigo y a la postre el tonto de la escuela, y su diminuto hermano Manny. Entre las pequeñas desventuras que ocurren en este primer volumen está la idea de Greg de convertir su habitación en La Casa Embrujada, una especie de túnel del terror cutre —a 50 centavos la entrada— donde la atracción principal es la cama de Greg, rebautizada como «el vestíbulo de los aullidos».
Tras ser seleccionados como árboles en una horrenda obra de teatro musical, la siguiente misión de Greg es idear una tira cómica que siempre termina con la exclamación: «¡Gajes del oficio!» para un concurso de la escuela. Contra ellos compite la tira cómica de Creighton el Necio, cuyo protagonista suelta en la consulta del médico esta perla: «Doctor, necesito un culo nuevo. El mío tiene una raja.»
Como colofón de esta historia, Rowley es obligado por unos rufianes a tragarse el queso putrefacto de la pista de balonceso, pero su amigo Greg asume el papel de apestado haciéndose depositario de la maldición.
En suma, un libro divertido para los jóvenes lectores, que arrancará en los adultos una sonrisa agridulce. Todos nos hemos sentido alguna vez como Greg, perdidos en el desierto escolar, cuando el domingo por la tarde uno deseaba literalmente que se lo tragara la tierra.
Esperemos que las correrías de Greg no terminen aquí y podamos disfrutar en nuevas entregas de este «pringao» existencialista a su pesar.
Felicidades también a Patrizia Campana, su editora en catalán (Empúries), por la excelente adaptación.

jueves, junio 26, 2008

El hombre del salto, Don DeLillo

Trad. Ramón Buenaventura. Seix Barral, Barcelona, 2007. 297 pp. 19 €.

María Ruisánchez

Seguramente recordarán esta imagen del 11-S: una persona concreta a la que fotografiaron cayendo de la Torre Norte del World Trade Center, en vertical, con la cabeza por delante, ambos brazos pegados al cuerpo, una rodilla doblada, un hombre puesto para siempre en caída libre contra el fondo amenazador del panel de columnas de la torre. Metáfora que define a la perfección el tiempo, paralizado en esta novela mediante unos personajes que han perdido el rumbo de sus vidas, o que se limitan a esperar sus destinos de idéntico final al de ese salto. Algo ha cambiado. Todo se mide en antes o después de la caída de las torres. Antes, la vida quizá tuviese sentido, trivial, pero sentido. Después, nuestros personajes no encuentran a qué asirse y van por sus rutinas, limitándose a observarlas.
Al comenzar a leer este libro, uno se encuentra irremediablemente suspendido entre una nebulosa de cemento, cascotes, sangre, sirenas y gritos amortizados por un cerebro colapsado que se dirige hacia una salida. Así vamos con Keith, superviviente de la Torre Norte, cubiertos de polvo, con traje y maletín. Alguien le ofrece su vehículo y lo lleva hasta la casa de su ex mujer, en la que se queda sin decir nada, al resguardo de los días. Ésta, Lianne interioriza el sufrimiento del que fuera su marido y lo convierte en suyo. Necesita comprender por qué, siempre por qué. El hijo de ambos otea el firmamento desde un rascacielos en busca de aviones, convencido de que las torres no cayeron. Mientras en una cuenta atrás hacia la muerte, la caída o el salto, los terroristas se preparan para el atentado.
El lector viaja de mente en mente en un revoltijo de reflexiones en primera persona. Es también la de Don DeLillo una escritura a saltos que combina pensamientos profundos con conversaciones cortas. Si estuviésemos ante una película, el autor se estaría constantemente saltando el eje, porque vamos y venimos de unos a otros sin ubicarlos en el espacio, sin poder identificarlos hasta dos líneas más abajo de que hayan comenzado a hablar o pensar. Si acotamos el espacio, parece que se haya volatilizado como los edificios, pero en lugar de vapor, ahora simplemente el aire, sólo la ausencia transparente, el hueco, la nada. Hay pocas descripciones del entorno, y cuando topamos con una, el autor es tan capaz de narrar la circunstancia del personaje directamente interrelacionada con lo que le rodea, que francamente consigue meternos dentro del libro.
Así enreda más y más, el escritor su maraña, de tal manera que al final comprendemos todo lo ocurrido sin que nadie nos lo haya contado. Es como escuchar directamente sus conciencias, como ir tirando del hilo. Lo importante aquí no es lo que pasa, sino, cómo pasa. Ya se sabe de antemano cuál será el final de la novela, el lector no disfruta con las sorpresas sino con el desafío que supone enfrentarse a una forma de narrar que está constantemente reinventándose a sí misma. Si en Cosmópolis teníamos una vida en un día con flash back con omisión de evocación sensorial, es decir sin magdalena de Proust, aquí encontramos un estilo más depurado de la misma técnica, que aunque descoloca al lector, resulta más fácil de seguir que en la novela anterior.
Pero el autor no se conforma con esto, es capaz de saltar de esa primera persona a una segunda y una tercera, mientras la trama que es el ir o venir a las torres en ese día aciago, el pasado o el futuro se va componiendo. Tiene una facultad pasmosa para unir un acontecer a otro sin explicar la transición. Buen ejemplo de ello ocurre en el último capítulo, donde vamos todo el tiempo con uno de los terroristas suicidas, sentados con él en la cabina, sudando, nerviosos, con las manos a los mandos, con la torre cada vez más cerca, hasta que la tenemos encima, y nos incrustamos en ella, para acto y seguido ladear la cabeza con Keith, oler el combustible derramado, levantarnos del suelo y echar a andar escalera abajo, en una nube de humo, escombros, y gente en peregrinaje hacia una salida, que es el principio de la novela.
¿Circular? Sí, o quizás un instante, un incidente, el desplome de ambos edificios como detonante de las vidas de cada una de esas personas. Hacia el futuro Keith y Lianne rehacen su matrimonio mientras pasan los años. Hacia el pasado los terroristas conspiran para llegar al presente, en el que un niño otea el cielo con unos prismáticos, en el que nadie comprende por qué y todo el mundo siente miedo.

miércoles, junio 25, 2008

Ciencias morales, Martín Kohan

XXVI Premio Herralde de Novela. Anagrama, Barcelona, 2007. 218 pp. 16 €

Elvira Navarro

En Vigilar y castigar, Michel Foucault nos ofrece una sabia arqueología de nosotros mismos al analizar las herramientas que despliega el poder para convertirnos en buenos ciudadanos. Utilizo la expresión “buenos” para que se fijen a qué apela: nada menos que a nuestra voluntad. Así, al llegar a la edad adulta, solemos declararnos responsables de las decisiones que tomamos, las cuales se rigen por cierta idea del bien (se entienda lo que se entienda por tal). Dichas decisiones presuponen una libertad de la que seríamos poseedores, y que continuamente ejercemos. Somos libres cuando votamos, o cuando nos expresamos, o cuando creamos, y esta fe la tenemos tan arraigada que nos parece una locura ponerla en duda. Sin embargo, Foucault nos muestra que todo eso es fruto de un brutal adiestramiento del alma. Se nos enseña a querer lo que queremos y, sobre todo, se nos hace creer que somos libres de querer lo que nos han enseñado: la libertad es el velo que nos impide ver el engranaje de la siniestra maquinaria. Según el filósofo francés, estamos sometidos desde nuestro nacimiento a «un verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez dóciles y útiles. Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres».
Perdonen el largo preámbulo; les aseguro que viene a cuento para hablar de Ciencias morales, novela con la que el escritor argentino Martín Kohan obtuvo el premio Herralde en 2007, y que encarna, y al mismo tiempo sortea, las tesis de Foucault a través de una historia que tiene como marco el Colegio Nacional de Buenos Aires. Toda una institución por estar ligado al nacimiento de la patria argentina, en este colegio de rancio abolengo se educa a los alumnos con disciplina militar. Para ello, cuentan no sólo con profesores, sino también con preceptores como María Teresa, que acaba de empezar a trabajar bajo las órdenes del señor Biasutto, jefe cuya ejemplaridad se cifra en que fue uno de los que elaboró las listas de los que desaparecieron durante la dictadura de Videla. Estamos en 1982, a falta de un año para que el régimen caiga y en plena guerra de las Malvinas: el ambiente es gris y mortuorio, y los enemigos acechan.
Puesto que la historia de Argentina y la del colegio «son una y la misma cosa», los alumnos han de asumir un compromiso con su país mayor que cualquier otra persona. La desobediencia es un atentado contra la patria, o lo que es lo mismo, contra el futuro, ese concepto que es mentira, y que en Ciencias morales y en todas las escuelas, partidos políticos de cualquier signo, bancos, aseguradoras, libros de autoayuda para ejecutivos y religiones del mundo sirve para educar-alienar, hacer negocio y tomar el poder a través de la esperanza y el miedo.
Para que la maquinaria funcione, hay que vigilar continuamente y castigar con severidad; ésa es la tarea de los preceptores, y lo es de manera exclusiva: se trata de su única acción permitida, por lo que su modo de ejercerla habrá de ser forzosamente una sublimación enfermiza de infinitas necesidades. Además, el control de una persona sobre el medio lo es en primer lugar sobre sí misma, de ahí el carácter paranoico que se desarrolla, el perpetuo síndrome de señorita Rottenmeier.
Sólo los gestos que aún no se han esbozado, lo que se sabe sin palabras, las miradas ambiguas y lo que se emprende en secreto escapa, por su indefinición, a la disciplina, a la categorización. La joven María Teresa, en un intento de ser más brillante en su trabajo —es una preceptora muy eficiente según el señor Biasutto—, comienza a encerrarse en un cubículo de los baños de varones para descubrir a un alumno del que, sospecha, fuma por esos lares, y que le gusta sin saberlo. Procedente de una familia que la ha enseñado a vivir en la sumisión más extrema y en la ramplonería, María Teresa cree que el mero hecho de ampararse en su labor de vigilante la salva de la locura de pasar horas y horas escuchando en silencio cómo el orín de los alumnos rebota contra la loza de los mingitorios, y cómo se descargan las tripas en los cubículos vecinos. No obstante, es debido a esa absoluta idiotez, a esa incapacidad de ver-definir, arma de dos filos en esta novela, que ella misma se sustrae a su papel y comienza a conocer, sin ponerle nombre jamás, ciertas cosas que nosotros, lectores adiestrados, tampoco tenemos derecho a bautizar: lo que descubre lo falsearíamos con el lenguaje.
Encerrarse en los baños para espiar a los alumnos constituye, en un sentido que no es moral, el primer acto libre de María Teresa, pues es gracias a las horas que pasa allí que despierta a su potencialidad. Lo hace, por supuesto, a través del cuerpo. No entramos aquí en un plano sexual: la preceptora no tiene ni idea de sexualidad. Tampoco el sexo en sí mismo es relevante a los efectos de la novela. Si parte de la trama gira en torno a él, es porque se trata de un territorio que en María Teresa está descodificado; que ha escapado de la catexis, y al que por ello se asoma con una libertad ilimitada, lo cual no deja de ser una virtud. La preceptora, que tiene algo de la reprimida y salvaje Erika Kohut de La pianista (novela de Elfriede Jelinek), y de la vaciada Lol V. Stein de Marguerite Duras (El arrebato de Lol V. Stein), se entrega gozosa a su reclusión en los baños, pues se siente vivir.
Como apuntábamos antes, su ignorancia es un arma de doble filo. Si por un lado la conduce al descubrimiento y a la trasgresión, por otro la torna incapaz de decir aquello que desconoce, lo que es grave cuando se trata del mal. No es que el mal no esté ya presente; sin embargo, y por el momento, el daño inflingido forma parte de ella, y eso la ha salvado de conocerlo. El mal que sí va a conocer viene de la mano de aquel a quien admira. Biasutto abusa de ella tras descubrirla escondida en los baños, y ¿cómo nombrar algo que no se sabe qué es? María Teresa sólo experimenta horror, pero es incapaz de señalar el delito. Lo que el señor Biasutto le hace no forma parte de su realidad. Con todo, ella sabe a su manera, pues el sufrimiento es inalienable.
En fin, lean Ciencias morales. Para la que esto escribe, es una de las mejores novelas publicadas en 2007 en el ámbito hispanohablante. Y no digo la mejor porque no las he leído todas.

martes, junio 24, 2008

Niños de tiza, David Torres

Premio Tigre Juan 2008. Algaida, Sevilla, 2008. 411 pp. 20 €

Doménico Chiappe

Un boxeador, apabullado por el recuerdo de su último combate —acaecido tiempo atrás— y por los derroteros de su vida —se ha convertido en un matón de poca monta—, regresa a su antiguo barrio, el madrileño San Blas de la transición, tan alejado de la imagen bucólica del Madrid bohemio de las calles adoquinadas del centro como lo está Roberto Esteban, el púgil, de su propia niñez. Una niñez que el narrador, al tiempo que protagonista, reconstruye, o lo intenta, con cada movimiento por su antiguo barrio que se transforma como un experimento de lo que podría ser la urbe: ajena. La denuncia de David Torres, autor de Niños de tiza, se puede resumir en esta frase, que bien puede ser final o inicial, como en toda historia circular:

«Comprendí algo que me había estado rondando por la cabeza desde que había vuelto a cuidar a mi madre, una oquedad que ocupaba el corazón del barrio con tanta fuerza que era casi imposible percibirla. La ausencia. La ausencia de niños. Los columpios vacíos. El silencio.
No había críos jugando por las calles. Ya no había carreras ni peleas ni lloriqueos ni chillidos. A diario el parque estaba muerto, petrificado, custodiado por ancianos meditabundos, por señoras que regresaban a casa tirando del carrito de la compra, pr jóvenes que hacían footing, por viejos prematuros como yo.»

Una historia, la del barrio como símbolo de una ciudad desahuciada, que se persigue la cola como un gato alucinado, cuyos habitantes abandonan las calles y las dejan al arbitrio del más fuerte, libre ya de la protesta cívica de quienes han decidido que las calles no son para vivirlas sino para transitarlas, de quienes sólo las atraviesan con prisa, y prefieren desconocer al vecino.
Símbolos: hay varios en esta obra, que se erige sobre una trama de novela negra: Roberto recuerda una muerte, la de una niña minusválida a la que apodaban “sirena” con la que amistó a espaldas de sus amigos y del padre de ella. La “sirena” murió ahogada en la piscina municipal, a pesar de ser excelente nadadora. Primera intriga: ¿accidente, homicidio? Roberto cree que en la segunda hipótesis que abre otra ronda de preguntas: ¿quién, por qué? Las líneas de tensión se refuerzan con más elementos: un viejo rival pirómano, Romero; el gran amigo de la infancia convertido en policía cocainómano; la tía escurridiza y avara que vive en la única casa que impide el desarrollo de un gran complejo comercial; la mujer deseada largo tiempo, Lola, esposa de Romero, que se entrega al fin a Roberto. Todos estos ingredientes generan un cruce de afrentas y situaciones que Roberto quisiera resolver a puñetazos, como si estuviera en el ring, pero cuando suena el campanazo, no logra visualizar a su enemigo con nitidez.
El bucle narrativo conduce a la continuación de los enfrentamientos de antaño, en un final apoteósico, más cinematográfico que narrativo, donde los hechos se apresuran y se resuelven con la confesión de alguno de los sospechosos habituales —que aquí no se revelará.
En paralelo a la trama policial, se desarrolla una hermosa historia de iniciación que Roberto retoma una y otra vez al explorar sus recuerdos. De todos rescato el de la presencia de Bruma, la niña araña del circo, que Roberto no pudo ver pero que imaginó para describírsela a la “sirena”. Esta nostalgia que le impregna —y que impregna el texto— le lleva a creer que las antiguas alianzas y los antiguos rencores permanecen incólumes. «(...) El sida aún no estaba de moda, las flecha no llevaban veneno, los condones eran sólo un sueño para los polvos que no echábamos. Creíamos que la amistad duraba para siempre». Una frase que luego enfatiza, cuando de los hilos dramáticos se han enhebrado, cuando se retira indemne pero derrotado.
Para retratar al autor, se encuentran dos claves en esta novela: la primera, que Torres no abandona al silencio a sus creaciones: Roberto es un personaje rescatado de un libro anterior y este juego se repite también en un guiño interesante que ocurre con otro personaje rescatado de un cuento, el del Puñales, que toreó en la glorieta de Atocha. Lo otro es que Roberto siente compasión, o ternura, según se vea, por dos de los individuos más frágiles que crea Torres y que son, curiosamente, lo más complejos como personajes. Uno, en el tiempo de su infancia, el de la “sirena”. El otro, en el tiempo de la narración, el de Raschid, hermano de un niño iraní que sobrevivió al campo de minas iraquí, a donde los ayatolás lo enviaban con una llave de plástico colgando de su cuello y que prometía abrir las puertas del paraíso. Raschid seguramente, al igual que Roberto o Puñales, transite otra de las imaginaciones de su autor.

lunes, junio 23, 2008

Nunca llueve sobre el Sáhara, Pedro Martínez Corada

Mandala & Lápiz Cero, Madrid, 2008. 144 pp. 12 €

Miguel Baquero

Ya en el primer cuento de esta colección, “Tarde de sábado”, el autor nos habla de la fascinación que, retornando a los tiempos de chaval, sentía por aquel tío suyo que se sentaba entre los sobrinos y, después de acariciarles el pelo, les decía: «Bueno, ¿qué historia queréis que os cuente hoy?». Son tiempos de posguerra y entre los mayores no se ve con muy buenos ojos a aquel pariente con fama de vago y un pelín borrachín que consigue mantener a los chavales boquiabiertos con sus viejas historias, tantas veces repetidas, sobre la guerra. En especial la de aquella vez cuando, en la Cuesta de las Perdices, empezaron a caerle bombas y él se refugió en un pinar y entonces llegó un batallón enemigo y tuvieron que luchar prácticamente a bayoneta calada y...
—¡Luis! —solían reñirle los mayores presentes, que hacían como si no prestaran atención a lo que contaba pero que, sin embargo, allí estaban, prestos a chistar cuando el relato se internaba por senderos cruentos o vericuetos no muy afectos al régimen.
Y Luis se callaba y ahí quedaba interrumpida la historia.
No es en vano que Nunca llueve sobre el Sáhara, el último libro de cuentos de Pedro Martínez Corada (Madrid, 1951) empieza con esa profesión de admiración hacia los cuentistas sencillos y humildes, hacia esos raros tipos que disfrutan viendo, y sobre todo mostrando, el mundo mediante pequeños ejemplos. Del mismo modo que ellos, Martínez Corada pretende en esta colección de relatos mostrarnos su pequeño universo narrativo de la manera más cálida y familiar posible (que es también la forma más humana).
El mundo literario de Martínez Corada se compone de tres caras. Por un lado, hay una serie de relatos enclavados en aquella triste España de la posguerra. Es la España del hambre física y moral, del sexo anatemizado, de la esperanza puesta no más allá de burlar primero al hambre y luego al aburrimiento. Es la historia del niño al que toman como mano inocente para sacar las bolas de un bingo clandestino y que tiene una temblorosa relación sexual con una de las jugadoras. Todo pacato, todo, en verdad, inocente... todo destinado a acabar en la Brigada Político-Social. Es la historia de la familia del pueblo que espera una carta de París, con sellos de la “Republique Française”; o la del maquis que tuvo finalmente que pasar los Pirineos y que vuelve años más tarde con una cajita de “after eight”, que ni siquiera le respetan en la frontera. Y es la historia también, años más tarde, del viejo carterista, príncipe del guante blanco en el Rastro y los tranvías, que contempla cómo se le ha pasado su época.
En la segunda cara del prisma, los relatos nos hablan de aquellos años, cada vez más lejanos (y perdón por la perogrullada) en que los jóvenes eran capaces de subirse en un R-12 y marchar hasta Hamburgo o Copenhague, hasta los pies del Telón de Acero (estamos en 1975), con Hilario Camacho o Triana en el radiocasete del coche, fumando Ducados y hablando de Chomsky. Y el tercer frente, por último, de este pequeño poliedro lo forman relatos de tipo fantástico, centrados en la humilde mitología asturiana de cuélebres y hadas de las fuentes, contra el fondo de las grandes casonas, de los montes próximos cuya cima se pierde en la neblina, del orballo tras las ventanas.
Tres épocas, tres mundos, que confluyen en este magnífico libro de cuentos donde no se busca el impacto ni la sorpresa sino que, desde la primera línea, se invoca al viejo narrador que se sentaba entre los chavales para contarles de la forma más sencilla y cálida esas viejas historias, quizás un poco tergiversadas, que él había oído o que, directamente, le habían sucedido.

viernes, junio 20, 2008

Salamina, Javier Negrete

Espasa, Madrid, 2008. 400 pp. 19.90 €

León Arsenal
firma invitada *

Salamina. Un título que puede llamar a engaño; inducir a creer que el libro se centra en el combate naval librado, en el 480 a.C., por las flotas griega y persa, en las cercanías de la isla del mismo nombre. No es así. Tampoco estamos ante una «novela embudo», estructurada para hacer confluir a los hilos argumentales y los distintos personajes al gran enfrentamiento final. No. La narración es un fresco que abarca las Guerras Médicas, de la batalla de Maratón a la de Salamina. Fresco, o más bien tapiz, puesto que los distintos personajes se entrecruzan para tejer la historia, al tiempo que ésta tiene un hilo conductor claro: Temístocles. Ambicioso, astuto, intrigante, arribista; es el protagonista indiscutible de la novela. El hombre que sirvió en tierra bajo Milcíades, en Maratón, y que más tarde sería el artífice de la hegemonía marítima ateniense.
Lejos del recurso a la crónica novelada, bastante caduco ya, Negrete acude a la novela pura. En ese sentido, Salamina es buen escaparate de las tendencias que, hoy en día, se imponen en el género histórico. En esta novela, la fidelidad a la historia se conjuga con la flexibilidad por motivos dramáticos. Ejemplo de ello es la forma en que el autor recurre a personaje real —Artemisia, reina de Halicarnaso, que combatió en persona del bando de los persas— para construir una contrapartida femenina a Temístocles, tan ambiciosa e implacable como él. Encontramos también una panoplia de personajes de la época, que tuvieron arte y parte en los sucesos: Jerjes, Milcíades, Leónidas, Cimón, junto a otros inventados. Con todos ellos, Negrete forma un árbol de caracteres que van desde protagonistas a meros comparsas y que dan armazón a la historia tanto o más que los propios sucesos. Propio de la novela histórica actual es también la forma en que echa mano, sin el mayor reparo, a recursos propios de otros géneros narrativos, del bélico a la intriga, pasando por el de aventuras e incluso el de viajes exóticos (véase, a tal respecto, la parte en que se narra la estancia de Temístocles en Babilonia).
Negrete, especialista en Grecia, se ha documentado, además, de forma exhaustiva sobre las Guerras Médicas y las grandes batallas que en ellas se libraron; hitos históricos sobre los que tenemos menos certezas y más dudas de lo que uno podría pensar de entrada. Tras reunir todo el material disponible, ha evitado con gran sentido común la tentación de abrumar al lector con una infinidad de datos. Es algo en lo que muchos autores de este género caen; un exceso que acaba por dañar el flujo de la narración. Incluso las digresiones de la novela son medidas, calculadas, y responden a una finalidad. Una explicación en apariencia prolija se revela así harto útil muchas páginas después, permitiendo que el lector disponga ya de información sobre situaciones políticas o datos bélicos, necesarios para entender una escena en concreto. De hacer el alto en explicaciones, justo ahí, hubiera sido imposible imprimir el ritmo que algunas en esta novela tienen.
Javier Negrete es un autor en plena madurez. A cada novela que escribe gana en recursos, en capacidad para abordar novelas complejas sin dejar de lado lo pequeño. Este giro –o, mejor, expansión; puesto que no abandona el primer campo- desde lo fantástico a lo histórico no puede ser más afortunado. Solo cabe esperar entonces que la experiencia no sea una incursión aislada, sino la apertura de otra línea de escritura en este autor. De ser así, sin duda nos dará en los próximos años libros muy interesante en un género que, en España, está conociendo una pequeña Edad de Oro por número de autores, obras y ventas: el histórico.





* León Arsenal fue el ganador del II Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza con su novela La boca del Nilo (Edhasa, 2004). Su última novela publicada es Los malos años: la guerra entre Pedro el Cruel y la reina blanca (Edhasa, 2007)

jueves, junio 19, 2008

Conspiratio. El caso del ladrón de agua, Ben Pastor

Traducción de José Antonio Soriano. Barcelona, Seix Barral, 2007. 447 pp. 22 €

María Pilar Queralt del Hierro

Ben Pastor
vive a caballo entre los Estados Unidos y su país natal, Italia. Una dualidad cultural que parece volcarse especialmente en su novela Conspiratio, donde consigue aunar con maestría y sin estridencias la mejor tradición del thriller norteamericano y la rigurosidad documental que debe hallarse en la base de cualquier novela histórica y que, sin duda, propicia la tradición cultural europea.
El caso del ladrón del agua, como reza el subtítulo de la novela, vuelve sobre el tema, siempre inconcluso, de la muerte en aguas del Nilo de Antinoo, el que fuera favorito del emperador Adriano. La trama arranca casi dos siglos después de la muerte de Adriano cuando Elio Espartiano, un soldado e historiador romano, es comisionado en el año 304 d.C. para escribir la biografía del emperador. Intrigado por la incógnita que representa la muerte de Antinoo y convencido de que no fue un suceso fortuito, acude a Egipto donde se encontrará inmerso en una serie de asesinatos relacionados con una carta aparecida junto al cuerpo de Antinoo. Lentamente, irá deshaciendo la madeja hasta descubrir que conjura se escondió tras la muerte del favorito hasta llegar a la conclusión de que éste no fue, al fin, más que víctima propiciatoria de un plan fallido que pretendía acabar con el Imperio.
Contra lo que pueda parecer y a la vista de la trayectoria de Ben Pastor —mundialmente conocida por su serie protagonizada por el detective Martin Bora—, Conspiratio no es uno más de los abundantes thrillers históricos que adornan las estanterías de nuestras librerías. La novela de Pastor, por el contrario, es una perfecta disección del Egipto corrupto y decadente del siglo IV, cuando la burocracia y el ejército romanos habían impuesto sus leyes e imperaba el poder de la fuerza, menudeaban las intrigas y se intentaba evitar lo inevitable: la caída definitiva del Imperio Romano. Ese documentado y veraz transfondo histórico unido a la agilidad narrativa, el dominio de la técnica del suspense y un lenguaje claro pero depurado, han sido méritos suficientes para que Conspiratio se erigiera en la novela ganadora del IV Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza —galardón que el autor recoge hoy jueves en la capital aragonesa y a cuya celebración ha querido sumarse La Tormenta en un Vaso con esta reseña—. Finalista del mismo certamen ha resultado otro sólido valor del género histórico: el español Julio Murillo con su novela El agua y la tierra (Edhasa, 2007).
El premio se estrenó como galardón internacional en 2004 y se otorga anualmente a la mejor novela histórica publicada en el año anterior. Su primer ganador fue Alfonso Mateo Sagasta con su espléndida Ladrones de tinta (Ediciones B, 2003), un verdadero ejercicio estilístico y argumental en torno a la publicación del Quijote de Avellaneda; le siguió La boca del Nilo (Edhasa, 2004) de León Arsenal, un explosivo cocktail de novela de aventuras y rigurosidad histórica y, en 2006, La gran marcha (Roca Editorial, 2005) del maestro Doctorow, una grandiosa epopeya sobre la Guerra de Secesión norteamericana que bien pudiera calificarse del Guerra y paz del siglo XXI. El galardón instituido por iniciativa del Ayuntamiento de Zaragoza, bien secundado por la labor de la Asociación Aragonesa de Escritores, ha conseguido hacer de la capital aragonesa una referencia ineludible a la hora de hablar de Novela Histórica y permite augurar que, a orillas del Ebro, puede acabar por establecerse un importantísimo punto de encuentro para las letras españolas e internacionales.

miércoles, junio 18, 2008

Los idus de marzo, Thornton Wilder

Traducción de María Antonia Oyuela. Alianza editorial, Madrid, 2006, 7,80 €

Luis Manuel Ruiz

El ámbito de la ciencia, precisa una vieja distinción académica, es la verdad; el de la filosofía, lo probable; el de la literatura, lo verosímil. En el caso de la ciencia ficción y la novela histórica, los dos grandes géneros que nutren los quioscos, esta precisión se vuelve casi un axioma: el futuro nublado que imaginan Aldous Huxley y George Orwell no es menos fantástico e irreal que el Egipto de los faraones a que nos ha acostumbrado Christian Jacq o la Roma repetida en tantas biografías de cartón piedra e intrigas policíacas entre togas y peristilos. La perfección de la novela histórica radicaría, quizá, en su propia negación, en convencer al lector de que no es novela sino algo que toca otra orilla. Y si medimos los productos de este género por dicho rasero, el de su capacidad de falsear y persuadir, de convertir la ficción en arqueología, entonces la obra de Wilder debe ser considerada, en mi modesta opinión, la construcción más perfecta de cuantas se han intentado al respecto.
Para empezar, el autor renuncia a las facilidades del relato. Elude la primera o la tercera persona, deja de lado las convenciones de la narración coherente para presentarnos un mosaico, un fajo de documentos, una cosa fragmentaria y llena de facetas que debe de parecerse bastante a los vestigios que pueblan los yacimientos y de los cuales el arqueólogo ha de servirse, como piezas de un rompecabezas, con el fin de reconstruir un edificio sepultado. Haciendo acopio de una erudición aterradora, Thornton Wilder crea pastiches que asombran por su eficacia, por su similitud con lo que fueron, o debieron de ser, los documentos de época: cartas, actas notariales, diarios, libros de registro, pintadas en tapias, memorias postizas aliñadas a su vez con testimonios reales que crean una maraña inextricable donde la historia se mezcla promiscuamente con la fábula y resulta imposible distinguir lo verdadero de su sucedáneo, si es que cabe dicha diferencia. El resultado es el fresco más imponente, más detallado y realista que jamás se haya intentado sobre un acontecimiento crucial de nuestro pasado: el asesinato del dictador Julio César en Roma el año 44 antes de Cristo, el crimen que conduciría a la erección del primer imperio universal, el detonante que, indirectamente, nos daría a Virgilio, el Ara Pacis, las Meditaciones de Marco Aurelio, los turistas que fatigan el Foro en pantalón corto, Charlton Heston y Peter Ustinov, la maravillosa crónica del fin de un mundo de Edward Gibbon.
Consciente de enfrentarse a un episodio descrito en inmensidad de ocasiones y con todas las variantes posibles de la imaginación y el cansancio, Wilder juega a la ficción de erigirse en árbitro neutral. El desarrollo de los episodios no viene reflejado por la pluma de ningún cronista, ni se confía a la voz incolora de un narrador omnisciente. Las reflexiones del propio César ante la inminencia de su consagración y de su desangramiento se combinan con la tragedia de Catulo, uno de los máximos poetas antiguos, enamorado de una mujer que arrastra su corazón por el estiércol, con las intrigas de palacio, los chascarrillos políticos, los burdos tejemanejes y las trivialidades de las que, al fin y al cabo, vienen a alimentarse todos los grandes acontecimientos históricos. Así la trama va avanzando a través de meandros, de bifurcaciones, de giros indirectos, mientras nos permite entrever a través de ella la inmensidad de un ayer donde, igual que hoy, igual que siempre, la ambición y el amor, esa otra ambición, desquician a los hombres y los conducen, al mismo tiempo, a la aniquilación y el mármol.
La realidad es un trastero, un archivo sin clasificar, una fosa común: el orden lo pone el forense. Una gran novela se parece a una clase de anatomía y evita presentarnos el esqueleto completo; prefiere que el lector juegue a combinar las tibias y los peronés.

martes, junio 17, 2008

Espartaco, Howard Fast

Trad. Leonardo Domingo. Edhasa, Barcelona, 2003. 504 pp. 27 €

Recaredo Veredas

Espartaco no es, strictu sensu, una novela histórica. No es una obra que, como indican los patrones del género, introduce a un personaje ficticio en un acontecimiento definitivo para nuestra civilización, mostrando así aspectos supuestamente desconocidos de la Historia. Fast, uno de los más insignes represaliados por la caza de brujas, incluso se desvía de las batallas, de lo que el lector puede encontrar en cualquier enciclopedia, y se apoya en Espartaco para buscar lo esencial, para mostrar una mirada sobre el mundo. Para él la peripecia vital del gladiador, la historia de la rebelión que situó a la invencible Roma en el límite del caos, no posee excesiva importancia, al contrario de lo que ocurre en la famosísima película de Stanley Kubrick. Espartaco aparece, simplemente, como un símbolo de dignidad, que representa la actitud, tristemente excepcional, que debe tener un hombre que se considere como tal frente a la esclavitud.
Nos encontramos frente a una novela reveladora para cualquier lector. Muestra una realidad indiscutible e inasumible: el progreso del mundo está apoyado –sí, todavía y no hay que ser muy lúcido para contemplarlo- sobre las espaldas de los esclavos. Sin ellos, sin su vida vacía, animalizada, los brillos de la civilización no existirían. Espartaco nos conduce hasta la verdadera médula del dolor, hacia aquello que no deseamos mirar, ni siquiera concebir. Porque lo importante, lo verdaderamente significativo, siempre ocurre en los márgenes de la historia.
Fast no elabora una novela de tesis, que muestre sus objetivos políticos burdamente. Es obvio en su defensa de los esclavos –y de su ideología, expresamente exhibida en el último párrafo- pero no vulgar. El talento se comprueba desde el punto de partida, que muestra el viaje indiferente por una Vía Apia salpicada de crucificados, de una caravana de despreocupados patricios. Los crucificados no son otros que los últimos soldados de Espartaco. El gladiador rebelde se percibe así como una sombra amenazante, que ha sido abatida sin piedad pero, pese a su derrota y negación, ha modificado para siempre la conciencia y la mirada del hombre romano. No abandonamos a la ociosa caravana. Les seguimos hasta la opulenta Villa Salaria, donde reposa el general que venció al rebelde, desde cuyos ojos helados, acompañados sólo por vagancia, cinismo y un absoluto descreimiento en cualquier esperanza que no sea el propio medraje, contemplamos el momento de auge y revelación del rebelde. Lo que sigue es la narración de un doble movimiento: por un lado contemplamos la degradación de los ociosos romanos, enfrascados en turbias rivalidades. Por otro las causas últimas de la rebeldía de Espartaco y la pureza de su amor por Varinia.
La elección de narrador y el mantenimiento de punto de vista sufren algunos golpes difícilmente defendibles, pese al indiscutible acierto que supone la doble perspectiva, pero el vigor de la historia, de la pura narración es tan intenso, la calidad de la prosa y el ritmo, puramente realista, tan auténticamente narrativo, que el lector moderno excusa cualquier irregularidad y lee con fervor, arrastrado por lo que ahora, antes y siempre es verdaderamente importante: lenguaje, historia y personajes. Su dominio de la narrativa se percibe también en la diversa extensión de los capítulos que, como ocurre en esa médula de la novela que es la rebeldía de Espartaco, o en el desenlace son a la vez relatos breves perfectos y piezas indispensables de la estructura novelesca. Como todo gran escritor, Fast conoce con profundidad la naturaleza humana, incluso en sus rincones más ásperos. Es capaz de introducirse con igual fortuna en una dama romana desairada, que no sabe asumir su decadencia física, en una consumada sádica, que disfruta con la muerte, que opera en ella como claro sustituto del sexo, o en un gladiador en la larga agonía de la crucifixión. Nos encontramos frente a una obra siempre necesaria, que supera con holgura los estrechos márgenes de la novela histórica.

lunes, junio 16, 2008

1707. El sueño perdido, Juan Ramón Barat

Carena, Valencia, 2007. 282 pp. 20 €

Pedro M. Domene

La Historia de España se ha escrito con los argumentos suficientes como para que nuestros novelistas construyan toda una teoría literaria con el rigor y la invención que exigiría el género, además de ofrecer a los lectores apasionantes fragmentos novelados de un pasado que bien merece ser conocido por un amplio público. Historia e intrahistoria, héroes anónimos o conocidos estrategas y militares pueblan nuestro pasado que de vez en cuando son rescatados literariamente del olvido. Una de las últimas tendencias literarias consiste en novelar nuestro pasado, trasladándonos a los paraísos perdidos de Al-Andalus a las batallas heroicas de nuestros tercios o, incluso, nuestra a sangrienta guerra civil.
La novela 1707. El sueño perdido (2007) que Juan Ramón Barat (Borbotó, Valencia, 1959) entrega es su debut en el género, aunque el valenciano tiene una amplia obra en verso con notorios premios conseguidos. Los hechos históricos son los siguientes: el 1 de noviembre de 1700 muere en Madrid, sin descendencia, Carlos II. Este hecho desencadenará la terrible Guerra de Sucesión por la Corona del Imperio. Las dos casas reales: la de Borbón y la de Habsburgo se disputan el trono vacío. Muy pronto algunas potencias europeas se ponen en movimiento para hacer valer sus intereses. Unas defienden al candidato francés, Felipe de Anjou, mientras otras prefieren la opción del archiduque austriaco Carlos. Ante tal situación, España también acaba dividiéndose en dos. Castilla, Navarra y Andalucía apoyan la causa borbónica, mientras que los Reinos de la Corona de Aragón optan por el archiduque. Pero, lo más insólito, en los territorios de Valencia, la guerra toma tintes de revolución social y los campesinos y los gremios de artesanos ven llegado el momento de acabar con las injusticias de los poderosos. En medio de tanta turbulencia, destaca la figura de Juan Bautista Basset, el hijo de un humilde carpintero de Alboraya, que pudo haber cambiado el rumbo de la historia. Podemos asegurar que se trata de la excelente reconstrucción de la vida de Basset, héroe de los maulets en la Guerra de Sucesión española, amigo del Príncipe de Hesse, partidarios ambos del Archiduque Carlos, frente a las tropas de Felipe V. En la novela se cuentan todas las vicisitudes seguidas por el militar hasta la batalla de Almansa, el 25 de abril de 1707, cuando realmente se pierde la esperanza de devolverle el trono al Archiduque, tras la toma de Gibraltar y el desembarco borbónico en Denia.
Dividida en diversos episodios de la biografía del general valenciano, el relato se inicia en su desafortunada adolescencia y su posterior destierro, aunque la trama central enfrentará a maulets y botiflers, tras el firme compromiso contraído por Basset para que el nuevo rey, Carlos III, promulgara nuevos fueros y privilegios en favor del campesinado valenciano. Perdida la guerra, Felipe V, abolió los Fueros y e impuso el Decreto de Nueva Planta, un régimen absolutista. Barat ameniza su historia con intrigas políticas y palaciegas hasta desembocar en lo que se denominó el definitivo Consejo de Castilla. Por estas páginas desfilan los nombres y la personalidad de la personalidad histórica del Duque de Berwick, el Conde D'Ansfeld, Felipe de Anjou y Gabriela de Saboya, y también del Archiduque Carlos de Austria.
El sueño perdido ofrece, además, de un retrato fidedigno del héroe valenciano, su lado más humano, incluidos los sentimientos del honor y del amor, ese desaforado sentimiento hacia Soledad Climent y las vicisitudes del mismo, todo en una puesta en escena perfecta que se combina con una auténtica historia de aventuras que podría resultar muy cinematográfica donde no falta de nada, es decir, se dosifica la intriga, se escenifican las grandes secuencias bélicas, se recurre al rigor de los datos, y sobre todo se añaden las múltiples anécdotas que hacen de la lectura de esta novela histórica una amenísima evocación del sentimiento y de la tradición valencianas, incluido un fervor nacionalista de tremenda actualidad.

viernes, junio 13, 2008

Premios Tormenta: estáis invitados



La Tormenta en un Vaso
y La Buena Vida-Café del Libro
le invitan a la entrega de los Premios Tormenta al


El padre de Blancanieves, de Belén Gopegui (Anagrama)

y

mejor libro traducido al castellano en 2007
La carretera, de Cormac McCarthy
(traducción de Luis Murillo Fort; Mondadori)


Tendrá lugar el próximo domingo 15 de junio, a las 12.30 hh,
en La Buena Vida - Café del Libro (c/Vergara, 10; Madrid).


¡Os esperamos!

jueves, junio 12, 2008

Un millón de soles, Jorge Eduardo Benavides

Alfaguara, Madrid, 2008. 424 pp. 19,50 €

Alba González Sanz

Quizá porque una revolución es un asunto serio, ha de contarse en la intimidad amplificada de una timba de póker regada con buenos whiskies, con imprescindible pisco sour. Quizá porque todo proceso de cambio implica a una nación de una manera radical que afecta hasta los límites del propio suelo, es preciso un coro de voces en doble frecuencia: una para la monocorde voz estatal esperada; otra, para el estéreo de sombras que envuelve las conspiraciones. Todo esto parece saber Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, Perú, 1964) al escribir Un millón de soles, porque hace ficción del gobierno del general Velasco en Perú (entre 1968 y 1975) a través de una novela construida de anticipaciones, flash-backs y baile de voces, de personajes, casi a cada párrafo.
La novela de dictador es género viejo, pero se agradecen las nuevas maneras de encarar el asunto y retratar una época. Un millón de soles es una novela de dictador, es una novela política y es, a la vez, un lujo para el lector que se ve abrazado sin dificultad por un estilo indirecto libre a priori impensable pero que se revela como la única forma posible para contar esta historia que, cliché, comienza con toda la esperanza en la reforma de un país (nacionalizaciones, reforma agraria, defensa de la cultura tradicional, fin de la corrupción civil) y va mostrando la imposibilidad de llevarla a cabo por la propia dinámica interna de un gobierno de militares al que en los momentos clave le falla, especialmente, la disciplina.
Empieza la novela con Velasco en la vorágine: pocos días en el Palacio presidencial, mucha gente a la que recibir, muchos asuntos que tratar, todo el petróleo del Perú por devolver al pueblo. Éste será uno de los escenarios: el trajín que rodea al dictador y que no lo abandona ni cuando, insomne, quema un cigarro tras otro en la cocina de su casa. Como otros espacios están las casas de los generales: las grandes fiestas; también las casas de algunos civiles que, en un aparente segundo plano, van moviendo los hilos, las exportaciones, el dinero... A la manera de historia secundaria que a veces enlaza con la principal, las deportaciones de quienes son críticos con el régimen, el papel de los periodistas, civiles también, en este gobierno que en sus manos deja demasiado poder, que en parte se arruina por ello.
Sólo este coro imposible de voces entrecruzadas a diferente volumen, con diferentes objetivos, parece capaz de mantener una estructura complejísima como la más perfecta tela de araña. Benavides es aquí la mejor tarántula: no pierde un cabo, lleva al lector con firmeza por un camino a veces tupido pero que tiene un destino claro. La novela se compone así: estampas del dictador y su gobierno, de los asuntos políticos candentes, de los ascensos y los pases a retiro, de las guerras de la prensa, de los deportados, de alguna interesada historia de amor, del gusto de algún general por las niñas. Todo ello en los dos planos citados: el entorno del presidente por un lado y los interesados civiles, también algunos militares, que en torno a las cartas tejen y destejen el verdadero rumbo del país.
Velasco sobrevivió a varios intentos de golpe, incluso cuando su salud estaba en precario. Pero finalmente cayó, fue apartado y a Perú regresaron las fuerzas viejas que el militar piurano expulsó (hasta el anterior presidente, Belaunde Terry pudo regresar al poder). En la novela de Benavides, el gran día en que se planea la conspiración que nosotros como lectores vamos siguiendo ocultos en el fondo de esa sala en la que se juega póker, el cambio de rumbo es otro. Una huelga policial encarnizada sirve de marco al intento de golpe que no es derrotado por el ya solo Velasco, sino por otro golpe, por otra conspiración. Y es que al lector le ha sido dado atender a una de las traiciones políticas que se plantean, no precisamente a la que triunfa.
Basada en hechos tan reales como ese período de la historia peruana, tal vez su vinculación con unos acontecimientos es su gran riesgo: por lo que los lectores no especializados o no peruanos van a desconocer y por la parcialidad implícita en toda forma de contar la propia visión de la historia. De hecho el único punto fácil, flaco de la novela es a veces la visión de Velasco: con él es benevolente el autor, de esa manera casi olímpica que libra a los grandes hombres de la censura que puede hacerse a sus gobiernos: ellos no sabían, ellos no contaban con... Dibujar al militar peruano en esa clave le resta veracidad, personalidad; el reto tal vez habría estado en contarlo sin protegerlo (si es que resulta necesario tal colchón para un personaje ya en la realidad bien novelable, bien presente aún en la conciencia peruana –o tal vez precisamente por eso).

miércoles, junio 11, 2008

El desierto y su semilla, Jorge Barón Biza

451 editores, Madrid, 2007. 296 pp. 17,50 €

Miguel Sanfeliu

Es prácticamente imposible leer este libro sin sentir una incómoda opresión en el estómago, no en balde nos sumerge, ya desde las primeras líneas, en una situación difícil de digerir. De pronto, el lector se encuentra ante un suceso trágico que le sujeta las tripas y ya no se las suelta hasta el final. Todo comienza con un rostro que se está desintegrando bajo los efectos del ácido. Es el rostro de Eligia y el ácido se lo ha lanzado Arón, su marido. Más tarde, la policía encontrará a Arón con un disparo en la cabeza.
El narrador, hijo de ambos, lleva a Eligia al hospital y la prosa de Barón Biza nos transmite perfectamente la confusión de la situación, el terror ante los daños irreversibles. Es un estilo minucioso, que presta especial atención a los detalles, que no se amilana ante los aspectos más desagradables. Sin embargo, algo llama la atención en esta obra: la distancia del narrador. Lo observa todo, y nos lo transmite sin ninguna carga emocional, como si fuera un ser arrastrado por las circunstancias que observara perplejo todo lo que ocurre a su alrededor, esperando que las cosas se detengan un momento para tomar aliento. Así, mientras lleva a su madre herida, intentando quitarse las ropas empapadas en ácido, se fija en que en el cine de la esquina están dando Irma, la dulce. Esta pasividad, este mirar en derredor, desviando el foco de la acción, acrecienta el impacto de los párrafos en los que vuelve la vista al drama, al dolor, con toda crudeza.
«Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemía en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreír, estúpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia solo gemía, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con ácido quemándose también las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habían ardido con la humedad traicionera».
Tras unos meses de recuperación, les recomiendan marchar a Italia, donde les aseguran que se encuentra el mejor doctor en cirugía reconstructiva del rostro. Emprenden un viaje que servirá para hablarnos de las heridas de ese rostro, pero también de las heridas de la propia patria y, especialmente, de las del narrador, que se muestra en todo momento como un hombre que no encuentra su lugar en el mundo, que se entrega compulsivamente al alcohol, que no duda en hundirse en el fango de una existencia que no parece tener ninguna meta, ningún atisbo de poder enderezarse. Mantiene una especial relación con una prostituta, se pierde en la ciudad, participa en juegos degradantes, mientras rememora episodios del pasado, en una espera asfixiante por conocer los avances en el rostro de Eligia y que parecen corresponder con su pérdida de sentido, su deambular desesperado y perdido.
Un libro duro e incómodo, una indagación existencial a los rincones oscuros del ser humano, narrado con precisión y elegancia, en un texto en el que, entre destellos de humor ácido, predomina un tono desapasionado y distante, como el que empleaba el narrador de El extranjero, de Albert Camus. Una historia que conduce al lado más oscuro del ser humano, y cuyo descubrimiento supone admitir que encerramos una bestia en el interior que escapa a las leyes del raciocinio. Las minuciosas descripciones de las heridas y de las operaciones, conectan directamente con el estado lacerado del alma del narrador.
Jorge Barón Biza se suicidó unos años después de la publicación de este libro, continuando así con lo que parecía ser una constante en su familia, pues también su padre, su madre y su hermana se habían suicidado. A este respecto, se cita un texto en la solapa del libro en la que el escritor cuenta que después del tercer suicidio en su familia «las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos».

martes, junio 10, 2008

Diez poetas, diez músicos, Varios Autores.

Calambur, Madrid, 2008. 136 pp. 18 €.

Juan Gómez Espinosa

Simplemente, uno accede al establecimiento y, en uno de los estantes, se topa con un libro titulado Diez poetas, diez músicos. Se trata del loable proyector de Calambur de juntar a diez poetas (¡vivos!) con otros tantos compositores (¡vivos!) para que estos últimos pasen al pentagrama algunos versos. Algo luminoso para estos tiempos de especialiación unidisciplinaria. Simplemente, uno se ilusiona. Más tarde, ya en casa, uno comienza a leer los poemas y a escuchar la música y, en ese momento, ocurre el milagro: los treinta metros cuadrados de zulo se desploman y uno aparece, transportado, en los pasillos de la Galería de los Uffizi, en Florencia. Todo es claro y limpio. En esta primera sala, Cimabue y Duccio van dejando asomar humanidad en los cuellos de un ángel o en el maphórion de la Madonna. En la siguiente, Baldovinetti y El Vecchietta avalan diversos colores y apuntes de relajación doctrinal. Más adelante, y progresivamente, los Ghirlandaio, los Di Credi, los Vasari… irán voceando la perfección de cada pliegue, la muesca de cada ladrillo, pasando por los sublimes cuellos de Parmigianino. Todo es claro y limpio. Sin embargo, uno tiene una sensación extraña, observa alrededor y se da cuenta: en cada sala falta un muro. Aquí debería ir un Giotto, con sus trazos rectos y su luz verdosa, capaces de manifestar el dolor en toda su dimensión. Aquí, permanece ausente un Fra Angelico y sus esquinazos mínimos, anecdóticos, en los que se desarrolla toda una vida. Aquí falta la celebración del ego por parte de Miguel Ángel. Y aquí el hedonismo de Botticelli, y el enigma de Giorgione, y la recreación alucinada de Leonardo.
Todo es claro y limpio. Así es este libro. Los poetas (la mayoría de ellos veteranos, y algunos, incluso, celebrados) dominan las formas, los ritmos, el lenguaje, los tonos… Los músicos conocen a la perfección los recursos acústicos, los procedimientos compositivos, las vías de desarrollo… Pero formas, ritmos, lenguaje, tonos, recursos, procedimientos y vías que no son otra cosa que aceptaciones, legados, academicismos, consensos. Es meritorio llegar a dominar todos estos elementos disciplinares, lo sé; su logro implica horas y horas de lecturas, escuchas, análisis y bocetos. Sin embargo, una vez conquistado el dominio, no estaría de más crear.
Tal vez, seguramente, el problema no radique en la perfección técnica, indiscutible y necesaria, sino en la asimilación de la realidad. Desde los años sesenta, el arte carga con el lastre del civismo, que no es otra cosa más que el socialismo mal entendido o la filantropía ñoña y gregaria de carácter universalista. ¿Dónde se encuentra algo tan sencillo como es el sentido del juego? ¿Dónde está no ya el riesgo sino la sinceridad? Sin tapujos, sin pudor. El domingo para el hombre.
En esta lectura y en esta escucha se evidencia que muchas de las autorías podrían ser perfectamente intercambiables entre autores. Es posible que parte del dilema nazca del constreñimiento con que se ha abordado el proyecto. Como Ilia Galán explica en el prólogo, los escritores eligieron los poemas de “estructura más fácilmente musical”. Que alguien me explique qué significa esto, porque uno, en su simpleza estética, siempre ha considerado que el producto artístico nace de sí mismo. Por supuesto, se aceptan influencias y legados, pero nunca la supeditación al objeto artístico. No estaría de más recordar a Schoenberg , en música, y a Vallejo en literatura para ver claramente lo que se puede llegar a realizar con la fe puesta en la misma creación. No estaría de más recordar que la obra de arte se debe generar a sí misma, formar todo un universo dentro de sus límites que, finalmente, son inexistentes gracias a su propia fuerza, a su propia individualidad.
Por supuesto, habrá quien lea esto y me demande estudio pormenorizado de cada creador. No faltaba más: si así lo desea alguien, lo haré encantado. Músicos y poetas y músicos con poetas. Perfecto. Sin embargo, antes de pedírmelo, que cada cual saque sus conclusiones sobre el estado de la autoría/personalidad en la creación contemporánea. Y que nadie llore. Simplemente, que se ponga a crear.

lunes, junio 09, 2008

Ficción Sur. Antología de relatistas andaluces, J. J. Muñoz Rengel (ed.)

Traspiés, Granada, 2008. 220 pp. 15,95 €

Pedro M. Domene

El género del cuento ha generado, desde siempre, opiniones que no dejan a nadie indiferente, incluso proporciona alguna que otra polémica acerca del lugar que ocupa en el mundo de la narrativa contemporánea. De «extraño género en el que se da la paradoja de ser, quizás, el más antiguo del mundo y el más tardío en adquirir forma literaria», fue calificado por Baquero Goyanes. Y, no menos cierto, es el hecho de que debamos seguir considerándolo como la cenicienta de la literatura, nos atrevamos a dudar de la calidad de los relatos o microrrelatos que se publican o nos mofemos de algunos autores, cuando inician, precisamente, su carrera literaria entregando colecciones de cuentos.
En las últimas décadas, editoriales grandes y pequeñas han apostado por el género: Páginas amarillas (1997), con introducción de Sabas Martín, Los cuentos que cuentan (1998), una edición de J.A. Masoliver Ródenas, Cien años de cuentos (1998), selección y prólogo de José María Merino, Lo que cuentan los cuentos, (México, 2001), Cuento al Sur (2001), de quien suscribe y, coeditado el segundo con Jesús Martínez Gómez, Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español (2002), selección de Andrés Neuman. No menos cierto es el hecho de la publicación de antologías y de los peligros que estas acarrean cuando aparecen en las mesas de novedades de las librerías. Como suele ocurrir, se suele afirmar que una antología es el capricho de quien selecciona y además de la forma más heterogénea que nadie puede imaginar; otra cosa es la selección que el propio autor hace de su obra. Rompamos una lanza en favor de quienes sacan pecho y se convierten en antólogos de las más raras selecciones que nadie pueda imaginar: mar, adulterio, eróticos, navideños, trenes, animales, bélicos, magia o aquellos que de alguna manera brindan la oportunidad a noveles que por primera vez se asoman al mundo editorial. Unas y otras tienen su espacio y su público en el enmarañado mundo editorial que pugna por ofrecer una variedad tan asfixiante como heterogénea y sobre todo competir con el marketing impuesto por razones conocidas. Nada más lejos en mi voluntad al escribir este preámbulo que sentar las bases de una polémica o mostrar una errónea visión del panorama cuento en este país al que le he dedicado no pocas horas de mi vida hasta el momento. Me resulta, eso debo admitirlo, muy gratificante, como estudioso y lector, cuando se publica una antología sea cual sea su intención y defenderé cualquier proyecto que contenga una selección extremadamente realizada bajo la estricta mirada y exclusiva de la calidad.
En estos días se presenta Ficción Sur. Antología de relatistas andaluces (2008), una selección de veintitrés cuentistas de todas las edades y generaciones, a cargo de Juan Jacinto Muñoz Rengel. Pero el editor centra su atención en autores andaluces o aquellos que, de alguna manera, están vinculados a Andalucía como es el caso de Pilar Mañas, Fernando Iwasaki, Ginés S. Cutillas, o Cristina Gálvez, el resto se reparte por nuestra geografía, desde Almería a Huelva, de Granada a Sevilla o de Jaén a Cádiz.
Muñoz Rengel subraya que los autores reunidos en su antología nada tienen en común, salvo su adscripción al género, la variedad de sus planteamientos o la singularidad de sus textos. En la mayoría de las antologías citadas se repiten, de una forma reiterada, los nombres de algunos de ellos: Benítez Reyes, Bonilla, Busutil, Hipólito G. Navarro, Palma, Pérez Domínguez, Neuman y Olgoso; es pues, una excelente constatación del buen quehacer de estos autores y, sobre todo, su dedicación al género, algunos desde hace varías décadas. Autores que, de alguna manera, representan en, al menos dos generaciones distintas, lo mejor que se escribe en relato breve en la actualidad andaluza y buena parte del resto de comunidades o en el panorama nacional. Otros nombres se van incorporando a la nómina ya existente, como ocurre en la presente, Ficción Sur, casos de Miguel Ángel Muñoz, Jesús Tíscar, Ginés S. Cutillas, Miguel Ángel Zapata, Nacho Albert Bordallo, José Lobillo, Cristina Gálvez, Lara Moreno y Cristina García Morales, donde lo onírico, lo distorsionado, lo fantástico, lo plástico, lo experimental o cuentos con estructura más clásica, muestran sus verdaderas dimensiones. El libro suscitará la atención de aquellos enamorados del género, actualizará la nómina incompleta, incluidas sus limitaciones y, por supuesto, no dejará a nadie indiferente por su pretensión y calidad.

viernes, junio 06, 2008

El hospital de la transfiguración, Stanislaw Lem

Trad. Joanna Bardzinska. Introducción de Fernando Marías. Impedimenta, Madrid, 2008. 336 pp. 21,95 €

Sofía Rhei

Es curioso cómo se van tejiendo las relaciones entre unas cosas y otras. En el último libro que reseñé para La Tormenta tenía una fuerte presencia el hospital psiquiátrico de Bedlam, en Londres; unos días después vi la excelente película I'm a cyborg, but that's ok, de Park Chan-wook, que transcurre en una institución mental idealizada; por otra parte, por motivos profesionales, me encontré trabajando sobre un ensayo que trataba entre otros temas psiquiátricos, y entonces cayó en mis manos esta novela.
En tanto que lectores-espectadores, somos muy poco más que mapas de nexos, de vectores y telas de araña que relacionan unas cosas con otras. Rastreamos las relaciones entre figuras, sus semejanzas y diferencias, sus matices estéticos e ideológicos, y de alguna manera todas estas operaciones son facilitadas por el hecho de tratar un tema común, puesto que al presentar marcos comparables, favorecen el enfoque de los detalles, que en el caso de este libro, constituyen el verdadero meollo de la novela.
La institución mental como cronotopo narrativo participa necesariamente de lo fantástico, lo irreal, el subconsciente. No en vano ha sido abundantemente explotada por la ficción gótica desde el famoso relato El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether de Edgar Allan Poe, pasando por Bram Stoker, los mundos lovecraftianos, y así llegar hasta el comic (Batman, From hell, Sandman), e incluso el musical (Sweeney Todd). Fuera del imaginario gótico tenemos el de la ciencia ficción, donde los ejemplos también son innumerables: baste con recordar la excelente película 12 monos. Las instituciones mentales, dice este libro, siempre han condensado el espíritu de los tiempos.
El hospital de la transfiguración no es ciencia ficción, pero contiene todos los elementos que hacen que los escritores se dediquen a este género y los lectores lo leamos: especulación sobre otras realidades, multiplicación de los puntos de vista, inconformismo con las apariencias, integración en el tejido literario de razonamientos pertinentes y verosímiles acerca del desarrollo científico, curiosidad hacia un amplio espectro de disciplinas, que se interrelacionan comunicando, por ejemplo, el pensamiento filosófico con el materialista técnico... a lo que hemos de añadir el humor negro.
Algunas de las cosas que podemos encontrar en este libro son cirugías cerebrales con pacientes semiconscientes, colecciones de fetos deformes, el infierno que son los demás, reflexiones líricas sobre la biología que recuerdan a Octavio Paz y a Bachelard, fantasiosas descripciones paisajísticas y climáticas que recuerdan a las de Bradbury, desorden, desconcierto, una frontera lábil entre la cordura y la insania, y jerarquías morales y emocionales trastocadas por completo.
Más arduo de leer que sus obras clásicas, este libro tiene la ventaja de permitirnos conocer un espectro más amplio y variado del pensamiento del autor acerca de los más diversos temas, en esa fase de la vida en la que se está aprendiendo todo:
«—No sabemos más sobre nuestro cuerpo que sobre la estrella más lejana —dijo el poeta en voz baja.
—Vamos conociendo las leyes que lo rigen...
—Y resulta que la mayoría de las tesis biológicas tienen sus antítesis. Las teorías científicas son un verdadero chicle psíquico.»
No tengo espacio de citarlas por entero, pero las reflexiones, a veces fábulas o aforismos acerca del arte y de la escritura que aparecen en las páginas 79, 109, 121, 124, 234, 236, merecen una lectura detenida. Reproduzco la más vinculada con el tema de la patología mental:
«Balzac, psicópata maniático; Baudelaire, histérico; Chopin, neurasténico; Dante, esquizoide; Goethe, alcohólico; Hölderlin, esquizofrénico...»
«Yo considero que las grandes obras no nacen gracias a la demencia sino a pesar de ella.»
A pesar de la demencia del siglo XX, de las indescriptibles (en el sentido de Steiner) situaciones de las que fue lúcido testigo, el autor polaco consiguió sacar adelante una obra cargada de humor y de voluntad de construcción. Muy pocos mapas tan complejos, completos y cargados de sentido como Stanisław Lem.

jueves, junio 05, 2008

El pescador de demonios, Steve Redwood

Trad. Frank Schleper. El Tercer Nombre, Madrid, 2008. 383 pp. 19 €

Elia Barceló

La editorial El Tercer Nombre, que comenzó su andadura en 2004 y ya lleva más de cincuenta títulos publicados, nos ofrece ahora con El pescador de demonios, de Steve Redwood, la traducción al español de Fisher of Devils, novela que en el año de su publicación en Gran Bretaña (2003), fue nominada al prestigioso British Fantasy Award, que por fin ganó China Mieville con Iron Council.
No conozco la novela de Mieville, pero me atrevo a decir que si ganó debió de ser por cuestión de gustos de los miembros del jurado, ya que El pescador de demonios es una magnífica novela, tan plena, tan variada y tan rica en registros y emociones que puedo recomendarla a todo tipo de lector aunque, por supuesto, cuanto más sentido del humor tenga ese lector y más interés por los mitos fundacionales de la religión cristiana, más disfrutará de su lectura.
La historia que narra Steve Redwood no es precisamente modesta: comienza con la Creación y termina un poco después del Apocalipsis, un Apocalipsis muy especial. Sus escenarios son el jardín del Eden, el Infierno, el Limbo y el Cielo, con un par de paradas en la Estación de Tránsito. Sus protagonistas son Dios, Satán, San Pedro, Adán, Eva, la serpiente y su mujer, la Virgen María, los principales arcángeles y los principales demonios, más un par de santos y varios personajes infernales.
Y, a pesar de que después de esta enumeración, uno puede pensar que la novela tiene que ser una especie de delirio sin pies ni cabeza, no lo es en absoluto. Es una obra coherente, intensa, divertida y tierna, muy tierna, en la que el lector se identifica con muchos de los personajes, que son profundamente humanos, incluso los ángeles y los demonios.
Hace muchos años, cuando se publicó La saga/fuga de J.B., de Gonzalo Torrente Ballester, creo que fue Carmen Martín Gaite la que dijo en su reseña que la novela era «un gran disparate, considerando el disparate como género literario». En ese sentido, también la novela de Redwood lo es, enfatizando tanto el «disparate» como el «grande». Por eso es imprescindible el sentido del humor para leerla y disfrutarla como se merece.
A lo largo de la obra vamos viendo cómo la creación de Dios —que es uno entre muchos de los Dioses Nebulosos y, como todos ellos, presenta sus creaciones en las convenciones divinas e incluso ha ganado un premio por sus diseños— se va estropeando, al principio por culpa de Adán, que resulta ser un pelmazo, siempre descontento, y luego por la intervención de cada vez más humanos en los asuntos celestes (todos los santos que van llegando al Cielo, después de su muerte en este mundo). Aunque tampoco hay que olvidar los problemas que surgen primero por la rebelión de Lucifer y luego por los turbios manejos del Arcángel San Miguel —un fundamentalista y reaccionario de armas tomar—.
El hilo conductor de la novela, después de la primera parte en el Edén, en la que se sientan las bases y se presentan muchos de los personajes principales, es la visita de San Pedro al Infierno con una misión secreta, destinada a impedir el inminente Apocalipsis. Aquí, en la segunda parte, Redwood nos lleva de viaje por el Infierno, que es un planeta yermo y abrasador, donde convive una población autóctona —los sagarrines— con los ángeles caídos y los condenados, y nos hace asistir a manejos y conjuras políticos que reconocemos de inmediato como alegoría de nuestro propio mundo, a trepidantes escenas de combates en los que San Jorge —el del dragón— brilla por su valor y su absoluta estupidez–, rocambolescas y divertidísimas intrigas, problemas cada vez más acuciantes que afectarán a la creación entera.
Pero donde más brilla Steve Redwood, junto con sus magníficas descripciones, es en la creación de personajes: su Satán es, en mi opinión, el mejor desde Milton, a quien debe no poco. Desde su primera aparición en el Edén, como ángel caído —un ser torturado, ennegrecido, con las alas rotas, que conoce a Eva por casualidad y se enamora perdidamente—, lo vemos como Señor del Infierno —fanfarrón, intrigante, con toques de tirano de cualquier república bananera— y, poco a poco, como amigo leal, como ser destrozado por la nostalgia de lo perdido, como enamorado casi sin esperanza, dispuesto a recuperar lo que una vez fue suyo.
Pero si Satán es un personaje redondo y pleno, Eva es un lujo para cualquier lectora. Raras veces se encuentran descripciones de una mujer tan hermosas y entregadas como las que hace Redwood de la madre de la humanidad.
Cuando asistimos al nacimiento de Eva, leemos:
«Dios había destilado de la bruta fuerza física de los músculos de Adán el conmovedor poder de la belleza: la delicada curva de la nuca, los esbeltos brazos con apenas una sombra de pelo y una corriente sumergida de tímidas venas recorriéndolos, el elegante movimiento de cintura y cadera, los rizados arpegios del vello del vientre, las frescas y lánguidas cadencias de muslo y pierna. Una nueva clase de belleza. Una nueva clase de armonía. Una nueva clase de poder».
Y, al contemplar a la nueva criatura, el arcángel San Rafael dice:
«es como si Dios mismo se hubiera quedado atrapado dentro de ella, o al menos una parte de él, y ahora estuviera llorando por no conseguir escapar.»
Pero Eva no sólo es bella. Mi fragmento favorito, el que da la medida del concepto que nos presenta Redwood de la diferencia entre el hombre y la mujer, es el siguiente:
«Y luego quedaban sólo unos ojos perplejos, pero tranquilos, de un ser vivo que ve la vida por primera vez.
—Hola —dijo Eva—. ¿Quién eres?
Y Dios tuvo que sonreir porque Adán había preguntado —igual que Lucifer mucho tiempo antes—: ¿Quién soy?»
La traducción, de Frank Schleper, es buena, aunque no siempre acaba de alcanzar ni la gracia del original en los pasajes divertidos —cosa que es notoriamente difícil, si no imposible, cuando se trata de sutiles juegos de palabras o pequeñas variaciones de frases hechas— ni la musicalidad y la magia de los líricos, pero se nota la atención y el cariño que ha puesto en su trabajo, y el resultado se lee con agrado y fuidez.
Lo que sí debería plantearse urgentemente la editorial es la contratación de un buen profesional en corrección de estilo porque, desgraciadamente, hay bastantes erratas e incluso a veces pequeños fallos que nos resultan desconcertantes, como cuando en la página 349 leemos que había «dos demonios, dos santos, y dos demonios», lo que deja claro que el corrector no ha acabado de enterarse de que se trata de dos especies diferentes (“devils” y “demons” en original), y no parece fallo del traductor, que en otras ocasiones ha demostrado dominar perfectamente las diferencias.
No queda más que agradecer a la editorial la perspicacia de haber hecho accesible al público español esta novela, y al autor el haber escrito una obra original, atrevida, iconoclasta, que nos hace a un tiempo reflexionar y reir, que nos deja con un excelente sabor de boca y con muchas ganas de seguir leyendo novelas suyas. ¿Para cuándo otra, Steve?

miércoles, junio 04, 2008

Hilos, Chantal Maillard

Tusquets, Barcelona, 2007. 194 pp. 12 €.

José Manuel de la Huerga

Este es un libro de pérdida, más bien, un cuaderno de pérdida (escribo cuaderno por su carga de intimidad, su nula voluntad de estilo, que negándola la vuelve más evidente: quiero decir algo así como si los poemas hubieran sido escritos sin intención de ser mostrados, aunque todos seamos conscientes de la falacia), y como tal muestra su luto. No vamos a engañar a nadie. No es fácil: un tono seco, un tema duro. Por si fuera poco, desconocemos la pérdida (aunque nos haya llegado la noticia del hecho puntual por la prensa, por ejemplo), pero el asunto no es relevante para la experiencia poética. Este es su meollo: la dificultad de saberse en el mundo, identificarse o disolverse, la lucha entre la especulación de la ideas de Occidente frente a la aceptación de los hechos de Oriente. Suena a cosa filosófica, o simplemente filosa. Puede cortar. Adentro.
Lo que percibimos con nitidez desde los primeros versos es el dolor, la angustia de no poder salir del aislamiento (“Uno”, “Un punto”, “El pánico”, “Sin...”). Detectamos la zona cero de la catástrofe, por decirlo en términos occidentales. La tristeza, uno de los grandes pecados de Occidente —según la autora—, es el caldo de cultivo del diario de poemas. Son textos breves, despojados, tan secos que el lector sufre su aridez, como si estuviera encerrado y sólo pudiera lanzar hilos de silencio hacia el exterior, para engañarse:


Partir es dar pasos
fuera de la habitación
con el hilo. El mismo hilo.
La palabra silencio dentro.
Dentro de uno — ¿uno?


Cuesta la lectura, porque ha costado la escritura. (No recuerdo un texto con que haya sufrido tanto su crítica/comentario/hilo de pensamiento... La sensación de nudo en el estómago me ha acompañado en la lectura, en los silencios de la lectura, en la vuelta a la lectura, en el aparcamiento de la lectura, en el libro cerrado encima de la mesa, esperando.) Son poemas en balbuceo:



SIN
Llegar a otro. Sin
otro. Sin llegar a.
No apretar los dientes.
Soltar la presa. Sin.
Pero necesitamos avanzar, para desaprendernos, para sobrevivir:
Un movimiento, una vez más, tal vez
sirva. Para que haya historia y
me la crea. Lo justo
para poder caer más adelante.


La música del poema está seca, encabalga la escritora sus versos abruptamente, hiere los oídos más sensiblemente occidentales. Pero hay música: no sé si suena a melodía oriental, de esa que encabrita mis sentidos, con abundancia de platillos y chinchines, o a modulaciones de emisora de radio mal sintonizada, o a música de meditación budista.
Hasta que viene un atisbo de salvación en “Aquí”: «Dime lo que he de hacer. Llévame a/ donde me digan lo que he de/ hacer. Sus ojos. Tus/ ojos —¿tus?— sí,/ cálidos ojos-lago, ojos-aquí.» Hay alguien ahí. O aquí.
La autora me habla: «No, lector, no deslices/ tan rápido tus ojos por la página,/ nada te obliga a terminar/ de leer este texto.» ¡Ahora se acuerda de mí, a más de medio libro! ¡Si he estado aquí desde el primer verso! Me habías perdido, el asunto es difícilmente recuperable. «Repite, entonces, conmigo Infinito./ Di Infinito. Repítelo. No dejes/ de decirlo, hasta que pierda/ sentido la palabra infinito y/ te encuentres en el vértigo,/ desprovisto de pértiga.// Entonces di Infinito. Pronúncialo./ Pronúncialo de nuevo,/ despacio, con voluntad de sentido./ Como al principio del mundo o/ del poema./ Para volver. En superficie/ por un tiempo./ Para hacer el tiempo/ brevemente.»
Acabáramos. Ahora viene con la metapoesía, la creación de un mundo paralelo. Y esas formas primorosas del decir despojado: la poesía del silencio. Bien.
Copio demasiados textos. Esta no es una crítica. Es un poema largo, copiado, en paralelo. Me dejo llevar por el tono, falsamente impostado. Creemos otra vez el mundo. Y a descansar, como al séptimo día.
Pero vuelvo al texto, días después. No me ha dejado conforme la lectura. Concluye con la coda de “Cual”. Aunque la autora diga que es pronombre interrogativo, no lleva tilde. Pero me interesa su indefinición de pronombre, de carta comodín de la baraja del mundo y su representación de las palabras, falsa, acomodaticia: «Cual extrañado de», «Cual a pasitos», «Cual asomado a otro»... Es un álbum de fotografías. Fragmentarias, dolorosas. Cumplen su función catártica. Sabemos quién es cual y cual puede ser cualquiera. Estamos en el mundo. Para sobrevivir en superficie, para desaprendernos necesitamos poco más que la luz, el aire, el pájaro. Necesitamos no necesitar, no desear, no vincularnos a cualquier forma de esperanza:


Y, entretanto, dejadme contemplar
el vuelo de la ropa
tendida en las ventanas.