Traducción de María Antonia Oyuela. Alianza editorial, Madrid, 2006, 7,80 €
Luis Manuel Ruiz
El ámbito de la ciencia, precisa una vieja distinción académica, es la verdad; el de la filosofía, lo probable; el de la literatura, lo verosímil. En el caso de la ciencia ficción y la novela histórica, los dos grandes géneros que nutren los quioscos, esta precisión se vuelve casi un axioma: el futuro nublado que imaginan Aldous Huxley y George Orwell no es menos fantástico e irreal que el Egipto de los faraones a que nos ha acostumbrado Christian Jacq o la Roma repetida en tantas biografías de cartón piedra e intrigas policíacas entre togas y peristilos. La perfección de la novela histórica radicaría, quizá, en su propia negación, en convencer al lector de que no es novela sino algo que toca otra orilla. Y si medimos los productos de este género por dicho rasero, el de su capacidad de falsear y persuadir, de convertir la ficción en arqueología, entonces la obra de Wilder debe ser considerada, en mi modesta opinión, la construcción más perfecta de cuantas se han intentado al respecto.
Para empezar, el autor renuncia a las facilidades del relato. Elude la primera o la tercera persona, deja de lado las convenciones de la narración coherente para presentarnos un mosaico, un fajo de documentos, una cosa fragmentaria y llena de facetas que debe de parecerse bastante a los vestigios que pueblan los yacimientos y de los cuales el arqueólogo ha de servirse, como piezas de un rompecabezas, con el fin de reconstruir un edificio sepultado. Haciendo acopio de una erudición aterradora, Thornton Wilder crea pastiches que asombran por su eficacia, por su similitud con lo que fueron, o debieron de ser, los documentos de época: cartas, actas notariales, diarios, libros de registro, pintadas en tapias, memorias postizas aliñadas a su vez con testimonios reales que crean una maraña inextricable donde la historia se mezcla promiscuamente con la fábula y resulta imposible distinguir lo verdadero de su sucedáneo, si es que cabe dicha diferencia. El resultado es el fresco más imponente, más detallado y realista que jamás se haya intentado sobre un acontecimiento crucial de nuestro pasado: el asesinato del dictador Julio César en Roma el año 44 antes de Cristo, el crimen que conduciría a la erección del primer imperio universal, el detonante que, indirectamente, nos daría a Virgilio, el Ara Pacis, las Meditaciones de Marco Aurelio, los turistas que fatigan el Foro en pantalón corto, Charlton Heston y Peter Ustinov, la maravillosa crónica del fin de un mundo de Edward Gibbon.
Consciente de enfrentarse a un episodio descrito en inmensidad de ocasiones y con todas las variantes posibles de la imaginación y el cansancio, Wilder juega a la ficción de erigirse en árbitro neutral. El desarrollo de los episodios no viene reflejado por la pluma de ningún cronista, ni se confía a la voz incolora de un narrador omnisciente. Las reflexiones del propio César ante la inminencia de su consagración y de su desangramiento se combinan con la tragedia de Catulo, uno de los máximos poetas antiguos, enamorado de una mujer que arrastra su corazón por el estiércol, con las intrigas de palacio, los chascarrillos políticos, los burdos tejemanejes y las trivialidades de las que, al fin y al cabo, vienen a alimentarse todos los grandes acontecimientos históricos. Así la trama va avanzando a través de meandros, de bifurcaciones, de giros indirectos, mientras nos permite entrever a través de ella la inmensidad de un ayer donde, igual que hoy, igual que siempre, la ambición y el amor, esa otra ambición, desquician a los hombres y los conducen, al mismo tiempo, a la aniquilación y el mármol.
La realidad es un trastero, un archivo sin clasificar, una fosa común: el orden lo pone el forense. Una gran novela se parece a una clase de anatomía y evita presentarnos el esqueleto completo; prefiere que el lector juegue a combinar las tibias y los peronés.
Luis Manuel Ruiz
El ámbito de la ciencia, precisa una vieja distinción académica, es la verdad; el de la filosofía, lo probable; el de la literatura, lo verosímil. En el caso de la ciencia ficción y la novela histórica, los dos grandes géneros que nutren los quioscos, esta precisión se vuelve casi un axioma: el futuro nublado que imaginan Aldous Huxley y George Orwell no es menos fantástico e irreal que el Egipto de los faraones a que nos ha acostumbrado Christian Jacq o la Roma repetida en tantas biografías de cartón piedra e intrigas policíacas entre togas y peristilos. La perfección de la novela histórica radicaría, quizá, en su propia negación, en convencer al lector de que no es novela sino algo que toca otra orilla. Y si medimos los productos de este género por dicho rasero, el de su capacidad de falsear y persuadir, de convertir la ficción en arqueología, entonces la obra de Wilder debe ser considerada, en mi modesta opinión, la construcción más perfecta de cuantas se han intentado al respecto.
Para empezar, el autor renuncia a las facilidades del relato. Elude la primera o la tercera persona, deja de lado las convenciones de la narración coherente para presentarnos un mosaico, un fajo de documentos, una cosa fragmentaria y llena de facetas que debe de parecerse bastante a los vestigios que pueblan los yacimientos y de los cuales el arqueólogo ha de servirse, como piezas de un rompecabezas, con el fin de reconstruir un edificio sepultado. Haciendo acopio de una erudición aterradora, Thornton Wilder crea pastiches que asombran por su eficacia, por su similitud con lo que fueron, o debieron de ser, los documentos de época: cartas, actas notariales, diarios, libros de registro, pintadas en tapias, memorias postizas aliñadas a su vez con testimonios reales que crean una maraña inextricable donde la historia se mezcla promiscuamente con la fábula y resulta imposible distinguir lo verdadero de su sucedáneo, si es que cabe dicha diferencia. El resultado es el fresco más imponente, más detallado y realista que jamás se haya intentado sobre un acontecimiento crucial de nuestro pasado: el asesinato del dictador Julio César en Roma el año 44 antes de Cristo, el crimen que conduciría a la erección del primer imperio universal, el detonante que, indirectamente, nos daría a Virgilio, el Ara Pacis, las Meditaciones de Marco Aurelio, los turistas que fatigan el Foro en pantalón corto, Charlton Heston y Peter Ustinov, la maravillosa crónica del fin de un mundo de Edward Gibbon.
Consciente de enfrentarse a un episodio descrito en inmensidad de ocasiones y con todas las variantes posibles de la imaginación y el cansancio, Wilder juega a la ficción de erigirse en árbitro neutral. El desarrollo de los episodios no viene reflejado por la pluma de ningún cronista, ni se confía a la voz incolora de un narrador omnisciente. Las reflexiones del propio César ante la inminencia de su consagración y de su desangramiento se combinan con la tragedia de Catulo, uno de los máximos poetas antiguos, enamorado de una mujer que arrastra su corazón por el estiércol, con las intrigas de palacio, los chascarrillos políticos, los burdos tejemanejes y las trivialidades de las que, al fin y al cabo, vienen a alimentarse todos los grandes acontecimientos históricos. Así la trama va avanzando a través de meandros, de bifurcaciones, de giros indirectos, mientras nos permite entrever a través de ella la inmensidad de un ayer donde, igual que hoy, igual que siempre, la ambición y el amor, esa otra ambición, desquician a los hombres y los conducen, al mismo tiempo, a la aniquilación y el mármol.
La realidad es un trastero, un archivo sin clasificar, una fosa común: el orden lo pone el forense. Una gran novela se parece a una clase de anatomía y evita presentarnos el esqueleto completo; prefiere que el lector juegue a combinar las tibias y los peronés.
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