Seix Barral, Barcelona, 2006. 431 pp. 22,50 €
¿Le tiene usted miedo a la muerte?, ¿preferiría que su pareja muriese antes o después que usted?, ¿comenta esta cuestión con su amado/a como prueba o declaración de su amor conyugal?, ¿quiere a sus hijos?, ¿compra compulsivamente en los supermercados?, ¿le preocupa lo que come y siente cierta aprensión cada vez que va a un médico a quien le da las gracias cuando le anuncia que padece un cáncer destructor?, ¿le gusta que le hablen con paños calientes y cadencia ambigua?, ¿mantiene relaciones sexuales relativamente satisfactorias y monógamas?, ¿se ha divorciado alguna vez?, ¿padece insomnio?, ¿a veces experimenta miedo al observar con atención a su descendencia, mientras que, en otras ocasiones, cree que esa misma descendencia se preocupa en exceso por usted, de un modo casi paternalista y/o enfermizo?, ¿tiene a menudo la televisión encendida y no se ha dado cuenta?, ¿le da un vuelco el corazón cuando ha de atravesar un túnel en sus desplazamientos en coche o cuando adelanta a un camión contenedor de productos inflamables?, ¿le preocupa el problema de la comunicación interpersonal —de qué hablar con los hijos durante el desayuno—, a pequeña escala, y el problema de los medios de comunicación —el ahorcamiento de Sadam, por ejemplo—, a gran escala?, ¿cree que si se propusiera cometer un crimen, éste se convertiría en un chapuza?, ¿practica yoga o alguna otra técnica oriental y/o deporte no excesivamente infartante?, ¿le preocupa la corrección de las posturas de su cuerpo?, ¿piensa que es más sano masticar un chicle que fumar, prevenir que curar? Y, por último y en definitiva, ¿tomaría usted una pastilla para vencer ese miedo a la muerte al que aludíamos en el primer interrogante?
Estas son algunas de las preguntas ultracontemporáneas o postcontemporáneas —a veces uno no sabe qué calificativo elegir para hablar de Geología o de Historia— que, con finísimo oído y unas dotes de observación casi científicas para lo real y para lo literario, nos plantea Don DeLillo en su Ruido de fondo. Si usted ha contestado afirmativamente a todas o alguna de estas preguntas, o sospecha que puede hacerlo en un futuro próximo ya dispone de sobrados argumentos para la lectura de esta novela tragicómica: “Una historia sobre el miedo, la muerte y la tecnología. Una comedia, por supuesto”, dice el propio DeLillo sobre su novela, tal como se refleja en la contraportada de la edición de Seix Barral. Probablemente es que, si se pretende ser convincente —que no verosímil—, no se puede hablar de estos asuntos en otro tono, o que sacar pecho para hablar de estos asuntos con un espíritu trágico podría ser un revulsivo de lectura demasiado urticante para los tiempos editoriales que corren. A veces, echo de menos el tono mayor entre tanta entonación irónica, entre tanto escribir como si de nada se escribiese, tomando la palabra para no decir mucho más de lo que estamos acostumbrados a oír en las televisiones, en las emisoras de radio, en los suplementos, en esas obras maestras de la publicidad y de la publicitación cultural y, por supuesto política, que DeLillo desnuda con la contundencia de un tono mayor cómico: DeLillo mata de risa a ese lector atenazado por su propio miedo de morir, y lo salva de la pringosa sensación de estar leyendo siempre el mismo libro.
DeLillo hace uso de un localismo y un costumbrismo, propios de una estética realista pasada por la turmix purificadora de la parodia más bestia —pienso en referentes cinematográficos como Buñuel o Todd Solondz—, sin miedo a ser demonizado; porque el localismo y el costumbrismo están tan demonizados, en el ámbito de la literatura actual, como el uso de los adjetivos, la autoficción, la épica o ese tono mayor al que acabo de referirme: habría que acabar con esos prejuicios minimalistas y pseudomodestos, que restan honestidad a la materia literaria y que tienden a configurar un canon espurio, en el que se olvida que lo importante es escribir buena autoficción, buena prosa —barroca si conviene al propósito del autor—, o buena épica en un periodo de la Historia que aún nos da razones para el impulso épico. DeLillo se pasa por el arco de triunfo las demonizaciones y hace lo que cree que debe hacer: entre carcajadas, DeLillo es un novelista moral, que nos cuenta que, a los dos lados del Atlántico, en este espacio confuso que se llama Occidente, se comparten las mismas angustias durante la era de la globalización. El localismo y el costumbrismo son los elementos básicos para conseguir la universalidad, si por universalidad entendemos la de este mismo espacio confuso, occidental y globalizado.
El lector se identifica con Jack Gladney, narrador y pater familiae, pese a que Gladney es estadounidense, especialista en Hitler y se ha casado en cuatro ocasiones, una de ellas con una especie de agente secreto de la CIA. La fantasía y ese modo de la hipérbole, que se utiliza tanto en los géneros de terror como en los cómicos, constituyen las estrategias de aproximación que DeLillo pone en marcha, de un modo magistral, en esta novela de la que inferimos que todos los primeros mundos son el mismo primer mundo y que ese primer mundo mismo no es un mundo igualado en lo bueno, sino más bien en lo patológico. Un mundo deficiente. Los personajes se dibujan a través de una serie de diálogos de besugos —no puedo evitar rendir oportuno homenaje a los peces y los patos de Central Park sobre los que Holden Caulfield conversa con Howitz, ese simpático taxista— que revela esa forma de conocimiento enciclopédico, confuso, cogido por los pelos, movedizo, que vamos construyendo a partir del input al que nos exponen los medios de comunicación. La información se presenta como una rama más del show business y, más tarde, se puede reutilizar en los juegos de mesa: es algo que se acumula y se compara, una masa a partir de la que se compite, pero nunca el dato preciso y veraz, que propicia la reflexión o el pensamiento crítico. Mientras tanto, Gladney y su familia, nosotros y la nuestra, con el dedo metido en la boca, estamos tan entretenidos, como confusos, temiendo lo inevitable —la muerte física—, cuando quizás deberíamos temer y tratar de transformar algunas cosas mucho más inmediatas y decididamente evitables.
DeLillo hace uso de un localismo y un costumbrismo, propios de una estética realista pasada por la turmix purificadora de la parodia más bestia —pienso en referentes cinematográficos como Buñuel o Todd Solondz—, sin miedo a ser demonizado; porque el localismo y el costumbrismo están tan demonizados, en el ámbito de la literatura actual, como el uso de los adjetivos, la autoficción, la épica o ese tono mayor al que acabo de referirme: habría que acabar con esos prejuicios minimalistas y pseudomodestos, que restan honestidad a la materia literaria y que tienden a configurar un canon espurio, en el que se olvida que lo importante es escribir buena autoficción, buena prosa —barroca si conviene al propósito del autor—, o buena épica en un periodo de la Historia que aún nos da razones para el impulso épico. DeLillo se pasa por el arco de triunfo las demonizaciones y hace lo que cree que debe hacer: entre carcajadas, DeLillo es un novelista moral, que nos cuenta que, a los dos lados del Atlántico, en este espacio confuso que se llama Occidente, se comparten las mismas angustias durante la era de la globalización. El localismo y el costumbrismo son los elementos básicos para conseguir la universalidad, si por universalidad entendemos la de este mismo espacio confuso, occidental y globalizado.
El lector se identifica con Jack Gladney, narrador y pater familiae, pese a que Gladney es estadounidense, especialista en Hitler y se ha casado en cuatro ocasiones, una de ellas con una especie de agente secreto de la CIA. La fantasía y ese modo de la hipérbole, que se utiliza tanto en los géneros de terror como en los cómicos, constituyen las estrategias de aproximación que DeLillo pone en marcha, de un modo magistral, en esta novela de la que inferimos que todos los primeros mundos son el mismo primer mundo y que ese primer mundo mismo no es un mundo igualado en lo bueno, sino más bien en lo patológico. Un mundo deficiente. Los personajes se dibujan a través de una serie de diálogos de besugos —no puedo evitar rendir oportuno homenaje a los peces y los patos de Central Park sobre los que Holden Caulfield conversa con Howitz, ese simpático taxista— que revela esa forma de conocimiento enciclopédico, confuso, cogido por los pelos, movedizo, que vamos construyendo a partir del input al que nos exponen los medios de comunicación. La información se presenta como una rama más del show business y, más tarde, se puede reutilizar en los juegos de mesa: es algo que se acumula y se compara, una masa a partir de la que se compite, pero nunca el dato preciso y veraz, que propicia la reflexión o el pensamiento crítico. Mientras tanto, Gladney y su familia, nosotros y la nuestra, con el dedo metido en la boca, estamos tan entretenidos, como confusos, temiendo lo inevitable —la muerte física—, cuando quizás deberíamos temer y tratar de transformar algunas cosas mucho más inmediatas y decididamente evitables.
3 comentarios:
Muy buena reseña de un muy buen libro. En definitiva, creo que se anotan un punto al mencionar el localismo de Delillo. Funciona perfecto en la novela. a lmenos por mi parte, yo sí me sentí identificado con Gladney.
Saludos
Qué difícil es escribir sobre un libro tan importante y qué bien lo haces, qué bien lo planteas y qué bien lo presentas, también tú con una manera muy personal de hacer las cosas.
Acabo de leer "Ruido de fondo", gracias por la reseña, me parece magnífica y muy acertada.
Publicar un comentario