Elia Barceló
La editorial El Tercer Nombre, que comenzó su andadura en 2004 y ya lleva más de cincuenta títulos publicados, nos ofrece ahora con El pescador de demonios, de Steve Redwood, la traducción al español de Fisher of Devils, novela que en el año de su publicación en Gran Bretaña (2003), fue nominada al prestigioso British Fantasy Award, que por fin ganó China Mieville con Iron Council.
No conozco la novela de Mieville, pero me atrevo a decir que si ganó debió de ser por cuestión de gustos de los miembros del jurado, ya que El pescador de demonios es una magnífica novela, tan plena, tan variada y tan rica en registros y emociones que puedo recomendarla a todo tipo de lector aunque, por supuesto, cuanto más sentido del humor tenga ese lector y más interés por los mitos fundacionales de la religión cristiana, más disfrutará de su lectura.
La historia que narra Steve Redwood no es precisamente modesta: comienza con la Creación y termina un poco después del Apocalipsis, un Apocalipsis muy especial. Sus escenarios son el jardín del Eden, el Infierno, el Limbo y el Cielo, con un par de paradas en la Estación de Tránsito. Sus protagonistas son Dios, Satán, San Pedro, Adán, Eva, la serpiente y su mujer, la Virgen María, los principales arcángeles y los principales demonios, más un par de santos y varios personajes infernales.
Y, a pesar de que después de esta enumeración, uno puede pensar que la novela tiene que ser una especie de delirio sin pies ni cabeza, no lo es en absoluto. Es una obra coherente, intensa, divertida y tierna, muy tierna, en la que el lector se identifica con muchos de los personajes, que son profundamente humanos, incluso los ángeles y los demonios.
Hace muchos años, cuando se publicó La saga/fuga de J.B., de Gonzalo Torrente Ballester, creo que fue Carmen Martín Gaite la que dijo en su reseña que la novela era «un gran disparate, considerando el disparate como género literario». En ese sentido, también la novela de Redwood lo es, enfatizando tanto el «disparate» como el «grande». Por eso es imprescindible el sentido del humor para leerla y disfrutarla como se merece.
A lo largo de la obra vamos viendo cómo la creación de Dios —que es uno entre muchos de los Dioses Nebulosos y, como todos ellos, presenta sus creaciones en las convenciones divinas e incluso ha ganado un premio por sus diseños— se va estropeando, al principio por culpa de Adán, que resulta ser un pelmazo, siempre descontento, y luego por la intervención de cada vez más humanos en los asuntos celestes (todos los santos que van llegando al Cielo, después de su muerte en este mundo). Aunque tampoco hay que olvidar los problemas que surgen primero por la rebelión de Lucifer y luego por los turbios manejos del Arcángel San Miguel —un fundamentalista y reaccionario de armas tomar—.
El hilo conductor de la novela, después de la primera parte en el Edén, en la que se sientan las bases y se presentan muchos de los personajes principales, es la visita de San Pedro al Infierno con una misión secreta, destinada a impedir el inminente Apocalipsis. Aquí, en la segunda parte, Redwood nos lleva de viaje por el Infierno, que es un planeta yermo y abrasador, donde convive una población autóctona —los sagarrines— con los ángeles caídos y los condenados, y nos hace asistir a manejos y conjuras políticos que reconocemos de inmediato como alegoría de nuestro propio mundo, a trepidantes escenas de combates en los que San Jorge —el del dragón— brilla por su valor y su absoluta estupidez–, rocambolescas y divertidísimas intrigas, problemas cada vez más acuciantes que afectarán a la creación entera.
Pero donde más brilla Steve Redwood, junto con sus magníficas descripciones, es en la creación de personajes: su Satán es, en mi opinión, el mejor desde Milton, a quien debe no poco. Desde su primera aparición en el Edén, como ángel caído —un ser torturado, ennegrecido, con las alas rotas, que conoce a Eva por casualidad y se enamora perdidamente—, lo vemos como Señor del Infierno —fanfarrón, intrigante, con toques de tirano de cualquier república bananera— y, poco a poco, como amigo leal, como ser destrozado por la nostalgia de lo perdido, como enamorado casi sin esperanza, dispuesto a recuperar lo que una vez fue suyo.
Pero si Satán es un personaje redondo y pleno, Eva es un lujo para cualquier lectora. Raras veces se encuentran descripciones de una mujer tan hermosas y entregadas como las que hace Redwood de la madre de la humanidad.
Cuando asistimos al nacimiento de Eva, leemos:
«Dios había destilado de la bruta fuerza física de los músculos de Adán el conmovedor poder de la belleza: la delicada curva de la nuca, los esbeltos brazos con apenas una sombra de pelo y una corriente sumergida de tímidas venas recorriéndolos, el elegante movimiento de cintura y cadera, los rizados arpegios del vello del vientre, las frescas y lánguidas cadencias de muslo y pierna. Una nueva clase de belleza. Una nueva clase de armonía. Una nueva clase de poder».
Y, al contemplar a la nueva criatura, el arcángel San Rafael dice:
«es como si Dios mismo se hubiera quedado atrapado dentro de ella, o al menos una parte de él, y ahora estuviera llorando por no conseguir escapar.»
Pero Eva no sólo es bella. Mi fragmento favorito, el que da la medida del concepto que nos presenta Redwood de la diferencia entre el hombre y la mujer, es el siguiente:
«Y luego quedaban sólo unos ojos perplejos, pero tranquilos, de un ser vivo que ve la vida por primera vez.
—Hola —dijo Eva—. ¿Quién eres?
Y Dios tuvo que sonreir porque Adán había preguntado —igual que Lucifer mucho tiempo antes—: ¿Quién soy?»
La traducción, de Frank Schleper, es buena, aunque no siempre acaba de alcanzar ni la gracia del original en los pasajes divertidos —cosa que es notoriamente difícil, si no imposible, cuando se trata de sutiles juegos de palabras o pequeñas variaciones de frases hechas— ni la musicalidad y la magia de los líricos, pero se nota la atención y el cariño que ha puesto en su trabajo, y el resultado se lee con agrado y fuidez.
Lo que sí debería plantearse urgentemente la editorial es la contratación de un buen profesional en corrección de estilo porque, desgraciadamente, hay bastantes erratas e incluso a veces pequeños fallos que nos resultan desconcertantes, como cuando en la página 349 leemos que había «dos demonios, dos santos, y dos demonios», lo que deja claro que el corrector no ha acabado de enterarse de que se trata de dos especies diferentes (“devils” y “demons” en original), y no parece fallo del traductor, que en otras ocasiones ha demostrado dominar perfectamente las diferencias.
No queda más que agradecer a la editorial la perspicacia de haber hecho accesible al público español esta novela, y al autor el haber escrito una obra original, atrevida, iconoclasta, que nos hace a un tiempo reflexionar y reir, que nos deja con un excelente sabor de boca y con muchas ganas de seguir leyendo novelas suyas. ¿Para cuándo otra, Steve?
No conozco la novela de Mieville, pero me atrevo a decir que si ganó debió de ser por cuestión de gustos de los miembros del jurado, ya que El pescador de demonios es una magnífica novela, tan plena, tan variada y tan rica en registros y emociones que puedo recomendarla a todo tipo de lector aunque, por supuesto, cuanto más sentido del humor tenga ese lector y más interés por los mitos fundacionales de la religión cristiana, más disfrutará de su lectura.
La historia que narra Steve Redwood no es precisamente modesta: comienza con la Creación y termina un poco después del Apocalipsis, un Apocalipsis muy especial. Sus escenarios son el jardín del Eden, el Infierno, el Limbo y el Cielo, con un par de paradas en la Estación de Tránsito. Sus protagonistas son Dios, Satán, San Pedro, Adán, Eva, la serpiente y su mujer, la Virgen María, los principales arcángeles y los principales demonios, más un par de santos y varios personajes infernales.
Y, a pesar de que después de esta enumeración, uno puede pensar que la novela tiene que ser una especie de delirio sin pies ni cabeza, no lo es en absoluto. Es una obra coherente, intensa, divertida y tierna, muy tierna, en la que el lector se identifica con muchos de los personajes, que son profundamente humanos, incluso los ángeles y los demonios.
Hace muchos años, cuando se publicó La saga/fuga de J.B., de Gonzalo Torrente Ballester, creo que fue Carmen Martín Gaite la que dijo en su reseña que la novela era «un gran disparate, considerando el disparate como género literario». En ese sentido, también la novela de Redwood lo es, enfatizando tanto el «disparate» como el «grande». Por eso es imprescindible el sentido del humor para leerla y disfrutarla como se merece.
A lo largo de la obra vamos viendo cómo la creación de Dios —que es uno entre muchos de los Dioses Nebulosos y, como todos ellos, presenta sus creaciones en las convenciones divinas e incluso ha ganado un premio por sus diseños— se va estropeando, al principio por culpa de Adán, que resulta ser un pelmazo, siempre descontento, y luego por la intervención de cada vez más humanos en los asuntos celestes (todos los santos que van llegando al Cielo, después de su muerte en este mundo). Aunque tampoco hay que olvidar los problemas que surgen primero por la rebelión de Lucifer y luego por los turbios manejos del Arcángel San Miguel —un fundamentalista y reaccionario de armas tomar—.
El hilo conductor de la novela, después de la primera parte en el Edén, en la que se sientan las bases y se presentan muchos de los personajes principales, es la visita de San Pedro al Infierno con una misión secreta, destinada a impedir el inminente Apocalipsis. Aquí, en la segunda parte, Redwood nos lleva de viaje por el Infierno, que es un planeta yermo y abrasador, donde convive una población autóctona —los sagarrines— con los ángeles caídos y los condenados, y nos hace asistir a manejos y conjuras políticos que reconocemos de inmediato como alegoría de nuestro propio mundo, a trepidantes escenas de combates en los que San Jorge —el del dragón— brilla por su valor y su absoluta estupidez–, rocambolescas y divertidísimas intrigas, problemas cada vez más acuciantes que afectarán a la creación entera.
Pero donde más brilla Steve Redwood, junto con sus magníficas descripciones, es en la creación de personajes: su Satán es, en mi opinión, el mejor desde Milton, a quien debe no poco. Desde su primera aparición en el Edén, como ángel caído —un ser torturado, ennegrecido, con las alas rotas, que conoce a Eva por casualidad y se enamora perdidamente—, lo vemos como Señor del Infierno —fanfarrón, intrigante, con toques de tirano de cualquier república bananera— y, poco a poco, como amigo leal, como ser destrozado por la nostalgia de lo perdido, como enamorado casi sin esperanza, dispuesto a recuperar lo que una vez fue suyo.
Pero si Satán es un personaje redondo y pleno, Eva es un lujo para cualquier lectora. Raras veces se encuentran descripciones de una mujer tan hermosas y entregadas como las que hace Redwood de la madre de la humanidad.
Cuando asistimos al nacimiento de Eva, leemos:
«Dios había destilado de la bruta fuerza física de los músculos de Adán el conmovedor poder de la belleza: la delicada curva de la nuca, los esbeltos brazos con apenas una sombra de pelo y una corriente sumergida de tímidas venas recorriéndolos, el elegante movimiento de cintura y cadera, los rizados arpegios del vello del vientre, las frescas y lánguidas cadencias de muslo y pierna. Una nueva clase de belleza. Una nueva clase de armonía. Una nueva clase de poder».
Y, al contemplar a la nueva criatura, el arcángel San Rafael dice:
«es como si Dios mismo se hubiera quedado atrapado dentro de ella, o al menos una parte de él, y ahora estuviera llorando por no conseguir escapar.»
Pero Eva no sólo es bella. Mi fragmento favorito, el que da la medida del concepto que nos presenta Redwood de la diferencia entre el hombre y la mujer, es el siguiente:
«Y luego quedaban sólo unos ojos perplejos, pero tranquilos, de un ser vivo que ve la vida por primera vez.
—Hola —dijo Eva—. ¿Quién eres?
Y Dios tuvo que sonreir porque Adán había preguntado —igual que Lucifer mucho tiempo antes—: ¿Quién soy?»
La traducción, de Frank Schleper, es buena, aunque no siempre acaba de alcanzar ni la gracia del original en los pasajes divertidos —cosa que es notoriamente difícil, si no imposible, cuando se trata de sutiles juegos de palabras o pequeñas variaciones de frases hechas— ni la musicalidad y la magia de los líricos, pero se nota la atención y el cariño que ha puesto en su trabajo, y el resultado se lee con agrado y fuidez.
Lo que sí debería plantearse urgentemente la editorial es la contratación de un buen profesional en corrección de estilo porque, desgraciadamente, hay bastantes erratas e incluso a veces pequeños fallos que nos resultan desconcertantes, como cuando en la página 349 leemos que había «dos demonios, dos santos, y dos demonios», lo que deja claro que el corrector no ha acabado de enterarse de que se trata de dos especies diferentes (“devils” y “demons” en original), y no parece fallo del traductor, que en otras ocasiones ha demostrado dominar perfectamente las diferencias.
No queda más que agradecer a la editorial la perspicacia de haber hecho accesible al público español esta novela, y al autor el haber escrito una obra original, atrevida, iconoclasta, que nos hace a un tiempo reflexionar y reir, que nos deja con un excelente sabor de boca y con muchas ganas de seguir leyendo novelas suyas. ¿Para cuándo otra, Steve?
2 comentarios:
He tenido el gusto de leer la novela de China que tengo reseñada en mi blog.
Reconozco que es una buena novela y me gustará leer esta para comparar.
China es un muy buen escritor pero el Concilio de Hierro no es su mejor novela puede que la Cicatriz sea mejor junto con La estación de la calle perdidos. Por lo que comentas seguramente es mejor el pescador de demonios. Un titulo muy sugerente.
Saludos cordiales
Coincido con todo lo que se ha dicho aquí. Satanás es un personaje redondo, contradictorio, tremendamente creíble, intenso y divertido. Y la creación de Eva, de una gran sensibilidad y belleza. El libro conmueve y divierte a partes iguales (esa sagarrina enamorada de San Jorge, ese San Jorge que parece lobotomizado, las intrigas...)
No sé cómo sería el libro de China, pero desde luego "Pescador de demonios" es muy, muy, muy recomendable.
Y, sí, también a mí me da la impresión de que en inglés tiene que ser incluso más rico.
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