Recaredo Veredas
Espartaco no es, strictu sensu, una novela histórica. No es una obra que, como indican los patrones del género, introduce a un personaje ficticio en un acontecimiento definitivo para nuestra civilización, mostrando así aspectos supuestamente desconocidos de la Historia. Fast, uno de los más insignes represaliados por la caza de brujas, incluso se desvía de las batallas, de lo que el lector puede encontrar en cualquier enciclopedia, y se apoya en Espartaco para buscar lo esencial, para mostrar una mirada sobre el mundo. Para él la peripecia vital del gladiador, la historia de la rebelión que situó a la invencible Roma en el límite del caos, no posee excesiva importancia, al contrario de lo que ocurre en la famosísima película de Stanley Kubrick. Espartaco aparece, simplemente, como un símbolo de dignidad, que representa la actitud, tristemente excepcional, que debe tener un hombre que se considere como tal frente a la esclavitud.
Nos encontramos frente a una novela reveladora para cualquier lector. Muestra una realidad indiscutible e inasumible: el progreso del mundo está apoyado –sí, todavía y no hay que ser muy lúcido para contemplarlo- sobre las espaldas de los esclavos. Sin ellos, sin su vida vacía, animalizada, los brillos de la civilización no existirían. Espartaco nos conduce hasta la verdadera médula del dolor, hacia aquello que no deseamos mirar, ni siquiera concebir. Porque lo importante, lo verdaderamente significativo, siempre ocurre en los márgenes de la historia.
Fast no elabora una novela de tesis, que muestre sus objetivos políticos burdamente. Es obvio en su defensa de los esclavos –y de su ideología, expresamente exhibida en el último párrafo- pero no vulgar. El talento se comprueba desde el punto de partida, que muestra el viaje indiferente por una Vía Apia salpicada de crucificados, de una caravana de despreocupados patricios. Los crucificados no son otros que los últimos soldados de Espartaco. El gladiador rebelde se percibe así como una sombra amenazante, que ha sido abatida sin piedad pero, pese a su derrota y negación, ha modificado para siempre la conciencia y la mirada del hombre romano. No abandonamos a la ociosa caravana. Les seguimos hasta la opulenta Villa Salaria, donde reposa el general que venció al rebelde, desde cuyos ojos helados, acompañados sólo por vagancia, cinismo y un absoluto descreimiento en cualquier esperanza que no sea el propio medraje, contemplamos el momento de auge y revelación del rebelde. Lo que sigue es la narración de un doble movimiento: por un lado contemplamos la degradación de los ociosos romanos, enfrascados en turbias rivalidades. Por otro las causas últimas de la rebeldía de Espartaco y la pureza de su amor por Varinia.
La elección de narrador y el mantenimiento de punto de vista sufren algunos golpes difícilmente defendibles, pese al indiscutible acierto que supone la doble perspectiva, pero el vigor de la historia, de la pura narración es tan intenso, la calidad de la prosa y el ritmo, puramente realista, tan auténticamente narrativo, que el lector moderno excusa cualquier irregularidad y lee con fervor, arrastrado por lo que ahora, antes y siempre es verdaderamente importante: lenguaje, historia y personajes. Su dominio de la narrativa se percibe también en la diversa extensión de los capítulos que, como ocurre en esa médula de la novela que es la rebeldía de Espartaco, o en el desenlace son a la vez relatos breves perfectos y piezas indispensables de la estructura novelesca. Como todo gran escritor, Fast conoce con profundidad la naturaleza humana, incluso en sus rincones más ásperos. Es capaz de introducirse con igual fortuna en una dama romana desairada, que no sabe asumir su decadencia física, en una consumada sádica, que disfruta con la muerte, que opera en ella como claro sustituto del sexo, o en un gladiador en la larga agonía de la crucifixión. Nos encontramos frente a una obra siempre necesaria, que supera con holgura los estrechos márgenes de la novela histórica.
Nos encontramos frente a una novela reveladora para cualquier lector. Muestra una realidad indiscutible e inasumible: el progreso del mundo está apoyado –sí, todavía y no hay que ser muy lúcido para contemplarlo- sobre las espaldas de los esclavos. Sin ellos, sin su vida vacía, animalizada, los brillos de la civilización no existirían. Espartaco nos conduce hasta la verdadera médula del dolor, hacia aquello que no deseamos mirar, ni siquiera concebir. Porque lo importante, lo verdaderamente significativo, siempre ocurre en los márgenes de la historia.
Fast no elabora una novela de tesis, que muestre sus objetivos políticos burdamente. Es obvio en su defensa de los esclavos –y de su ideología, expresamente exhibida en el último párrafo- pero no vulgar. El talento se comprueba desde el punto de partida, que muestra el viaje indiferente por una Vía Apia salpicada de crucificados, de una caravana de despreocupados patricios. Los crucificados no son otros que los últimos soldados de Espartaco. El gladiador rebelde se percibe así como una sombra amenazante, que ha sido abatida sin piedad pero, pese a su derrota y negación, ha modificado para siempre la conciencia y la mirada del hombre romano. No abandonamos a la ociosa caravana. Les seguimos hasta la opulenta Villa Salaria, donde reposa el general que venció al rebelde, desde cuyos ojos helados, acompañados sólo por vagancia, cinismo y un absoluto descreimiento en cualquier esperanza que no sea el propio medraje, contemplamos el momento de auge y revelación del rebelde. Lo que sigue es la narración de un doble movimiento: por un lado contemplamos la degradación de los ociosos romanos, enfrascados en turbias rivalidades. Por otro las causas últimas de la rebeldía de Espartaco y la pureza de su amor por Varinia.
La elección de narrador y el mantenimiento de punto de vista sufren algunos golpes difícilmente defendibles, pese al indiscutible acierto que supone la doble perspectiva, pero el vigor de la historia, de la pura narración es tan intenso, la calidad de la prosa y el ritmo, puramente realista, tan auténticamente narrativo, que el lector moderno excusa cualquier irregularidad y lee con fervor, arrastrado por lo que ahora, antes y siempre es verdaderamente importante: lenguaje, historia y personajes. Su dominio de la narrativa se percibe también en la diversa extensión de los capítulos que, como ocurre en esa médula de la novela que es la rebeldía de Espartaco, o en el desenlace son a la vez relatos breves perfectos y piezas indispensables de la estructura novelesca. Como todo gran escritor, Fast conoce con profundidad la naturaleza humana, incluso en sus rincones más ásperos. Es capaz de introducirse con igual fortuna en una dama romana desairada, que no sabe asumir su decadencia física, en una consumada sádica, que disfruta con la muerte, que opera en ella como claro sustituto del sexo, o en un gladiador en la larga agonía de la crucifixión. Nos encontramos frente a una obra siempre necesaria, que supera con holgura los estrechos márgenes de la novela histórica.
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